RodolfoCarmona
22/12/2001, 13:35
Es de noche. Hasta aquí llegan los ecos difusos de un viento peleón y norteño. En esta nocturna y azulada habitación se agigantan esas voces –como si en el fondo su mensaje significara algo más que un simple ronroneo de soledades–.
El silencio no existe, o al menos no como nos lo imaginamos: invariablemente acompañado de leves matices, de sonoridades huecas que alejan de nosotros su esencia más perfecta.
En este mismo instante maúlla un gato, un nocturnal sapo refresca su garganta entre la broza y se advierte el sinfónico coro de oscuridad tejiendo lentamente el aguanoso pendil del rocío.
Es una hora llena de juglarías, de metáforas infantiles, de despertares y sueños. Es una hora llena, también, de incertidumbres. Tal vez la única en que el espejo sólo refleja las verdades del espíritu, en que la esperanza de ser es la única razón que te mantiene aferrado a ti mismo.
Ahora el silencio es más silencio. Solamente se escucha el tañir de algún recuerdo, un trozo de memoria convertido en desmemoria, un plural de palabras sin ortografía.
La memoria es el único pecado que no tiene perdón, el olvido perpetuo y singular no se refleja en el alma. A pesar de ello no provoca sufrimiento, únicamente ofrece vacío.
Sigue la noche agitando sus contornos secretos, sus dóciles penumbras, sus ayeres y regresos cotidianos, empeñada en brotar como la precisa geografía de una madreselva. Y sigue uno observando la negritud que le acecha, alejando con ritos inconscientes el tumulto de ojos invisibles que son la sombra y la lejanía.
El viento agota a los troncos y las hojas, a los pétalos y tallos de la espesura; provocando un silencio sonoro y acechante, una densa sutileza de rugidos.
En la noche uno es capaz de preguntarse sin temor a la respuesta. Es capaz de mirar la nítida alcandora de los hechizos y sumergirse en ella. Y ver, entonces, como la luna respira las luces del sol; y las estrellas parpadean como cigarrilllos al calor de una calada; y ver cómo los dedos no están mudos sino llenos de caricias y de sexo como el polen de la desnudez.
La ternura no sabe de visitas imprevistas, no sabe de adioses ni de falsedades. Por eso es el alimento del amor.
Hay sentimientos que no se pueden plasmar con palabras. Definitivamente sentir no es una ecuación matemática como muchos pretenden.
Las horas pasan. La madrugada huele a crepúsculo furtivo, a mineral fecundo y salino; a mujer.
Sobre su manto se tiñen las fantasías de la pubertad y las certezas de la senectud. Sobre su cuerpo muchos alimentan las espigas de sus alas dejándose el aliento de su vida entre leves e imposibles golondrinas.
Es de noche y los párpados traen sueño. Y los labios no respiran. Es de noche. Y es de noche aún cuando las últimas sílabas de este nocturno impreciso sobre una madrugada recorren el camino de una sábana verde donde acurrucarse.
El silencio no existe, o al menos no como nos lo imaginamos: invariablemente acompañado de leves matices, de sonoridades huecas que alejan de nosotros su esencia más perfecta.
En este mismo instante maúlla un gato, un nocturnal sapo refresca su garganta entre la broza y se advierte el sinfónico coro de oscuridad tejiendo lentamente el aguanoso pendil del rocío.
Es una hora llena de juglarías, de metáforas infantiles, de despertares y sueños. Es una hora llena, también, de incertidumbres. Tal vez la única en que el espejo sólo refleja las verdades del espíritu, en que la esperanza de ser es la única razón que te mantiene aferrado a ti mismo.
Ahora el silencio es más silencio. Solamente se escucha el tañir de algún recuerdo, un trozo de memoria convertido en desmemoria, un plural de palabras sin ortografía.
La memoria es el único pecado que no tiene perdón, el olvido perpetuo y singular no se refleja en el alma. A pesar de ello no provoca sufrimiento, únicamente ofrece vacío.
Sigue la noche agitando sus contornos secretos, sus dóciles penumbras, sus ayeres y regresos cotidianos, empeñada en brotar como la precisa geografía de una madreselva. Y sigue uno observando la negritud que le acecha, alejando con ritos inconscientes el tumulto de ojos invisibles que son la sombra y la lejanía.
El viento agota a los troncos y las hojas, a los pétalos y tallos de la espesura; provocando un silencio sonoro y acechante, una densa sutileza de rugidos.
En la noche uno es capaz de preguntarse sin temor a la respuesta. Es capaz de mirar la nítida alcandora de los hechizos y sumergirse en ella. Y ver, entonces, como la luna respira las luces del sol; y las estrellas parpadean como cigarrilllos al calor de una calada; y ver cómo los dedos no están mudos sino llenos de caricias y de sexo como el polen de la desnudez.
La ternura no sabe de visitas imprevistas, no sabe de adioses ni de falsedades. Por eso es el alimento del amor.
Hay sentimientos que no se pueden plasmar con palabras. Definitivamente sentir no es una ecuación matemática como muchos pretenden.
Las horas pasan. La madrugada huele a crepúsculo furtivo, a mineral fecundo y salino; a mujer.
Sobre su manto se tiñen las fantasías de la pubertad y las certezas de la senectud. Sobre su cuerpo muchos alimentan las espigas de sus alas dejándose el aliento de su vida entre leves e imposibles golondrinas.
Es de noche y los párpados traen sueño. Y los labios no respiran. Es de noche. Y es de noche aún cuando las últimas sílabas de este nocturno impreciso sobre una madrugada recorren el camino de una sábana verde donde acurrucarse.