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Rudyard
04/09/2015, 10:28
La escritora Paz Alicia Garciadiego relata cómo el desgarrado cariño de una mujer hacia su hijo acaba convertido en odio.


Amor de madre
Espío, finjo que duermo, simulo el ronquido acompasado del sueño. Procuro no moverme. Cada tanto dejo que la cabeza siga el ritmo sin ton ni son de los bebés, los tarados y los viejos.
Te veo.
Descubro tu silueta enorme, simiesca, tu cráneo alargado y me digo: ¿será también mi culpa porque no quise hacerme la cesárea? Ellas, las parteras, estaban dale que dale: “Le sacamos a la criatura de un tajo. Mire que si el oxígeno, que si los daños, que le puede salir idiotita”. Bueno, no dijeron idiota, pero ellas y yo lo entendimos.
Me impuse. Saliste al mundo como Dios manda, embarrado de sangre y placenta, apachurrado, con la cabeza de huevo aplastada por las paredes del túnel en el que creyeron que te quedabas atrapado.
El abrazo de la madre.
No, tonto no fuiste. Feo sí. Feo con ganas. Los brazos largos, los hombros caídos, los ojos aviesos, regordete, piernicorto. Qué le íbamos a hacer. Padre feo como mico y madre con cara de cucaracha en bisagra.
Y así vas por la vida, con la facha de bobalicón que te has forjado a base de toneladas de Gansitos Marinela.
Pero decía: tarado no eres. Controlas a la cuadra, levantas negocios. De los que me cuentas y de los que no me puedes confesar. Lo sé. Ni que fuera p e n d e j a. “Hoy en la tarde, Jefecita, cierro la puerta y no me llame, aunque se haya mojado de orines”. Escucho voces. No maldices, no insultas. Asientes con voz baja. Andas de criada de los canallas. Los malos, les dices, y eres su gato.
Son tus jefes, lo sé. Ni que no me diera cuenta. Ni que me importara. Pagan.

Más vale que paguen y que paguen bien pagado. Que paguen por la madrugada que vinieron a partirte la madre.
Me escondí en la alacena. Ni se te ocurra llamarme, te dije.
Oía tus aullidos y sus berridos. “Ya no la cuentas, cabrón, ora si te rompemos la v e r g a”. Te dejaron madreado, acobardado, zarandeado.
Luego me dijiste: “Me caí de la escalera porque la idiota la trapeó con agua enjabonada”. Me armaste una faramalla para que no me diera cuenta de que me saliste disminuido, rajón, desangelado, culero. Igualito a mí. Por eso me hago guaje.
Durante el día te espío por la ventana. Lo sabes, pero te haces. Finges, armas teatro para que yo diga: “Mi hijo es el gran trinchón de la pradera”.
Pero no digo nada de nada. No oigo, no me importa. Yo me quedo quietecita, ovillada en mi rincón, ajena a todo y a todos. Ajena a ti.
Porque no quiero recordar que se viene la noche y cerrarás la puerta, bajarás la cortina metálica del estanquillo, correrás a gritos y sombrerazos a los vagos que juegan en la maquinita y vas apagando las luces de la planta baja.
Y tus pasos se irán acercando, mientras avientas las chanclas en el armario y mordisqueas un pan que agarraste al vuelo.
Llegarás a mi cuarto y me besarás la mano, y me inventarás el día. Lo que hiciste, lo que tornaste.
Te dejarás caer en la cama. Mi cama, nuestra cama. Te irás quitando la ropa con fastidio, para finalmente acurrucarte en tu lado de la cama. De nuestra cama.
Y yo me haré que no siento y no escucho, simularé mi sopor, mi sueño.

Pero luego, así como si nada, giraré lentamente.
“Duérmete, mi niño, duérmeteme ya, que viene el coco y te comerá”.
“Así, como antes”. Y te quedarás profundamente sumido en un sueño chato. Juntitos.
Tú, tan tranquilo. ¿Y yo? ¿Yo qué? ¿Por qué me obligas noche a noche a ver tu derrota?
¿Qué carajos hice yo? ¿Cuál fue mi culpa para que me salieras tan errado, tan descoyuntado? Reprocho tu soledad, la mía.
Búscate viejas, págalas. No me hagas recordar que eres lo único que tengo y que soy lo único que eres.
¿Acaso de chiquito te toqué o dejé que me tocaras? No me vengas con esas frases.
¿Qué te abusé? Ni sé bien qué es esa palabra. Cuando tu padre te arriaba a golpes con el cinturón de hebilla de plata, yo te tapaba con mi cuerpo. Te cuidaba.
Nos tundía a los dos. Lográbamos refundirnos en el baño. Ahí nos quedábamos la noche entera. Yo te tapaba los llantos con la mano y tú me mordías el puño con dientes de gato.
Una vez a tus cuatro años trataste de succionar de mi pecho leche cuajada. Pero ya fue tarde. Ya estaba seca.
Yo seca y tú bigardón, mira nada más qué parejita que hacíamos.
Una tarde, aquella, entraste al cuarto. Yo me quitaba la ropa. Te me quedaste mirando ahí desde la orilla del armario.
No nos dijimos nada. Yo te clavé la mirada en esos ojos redondos de rana que Dios te dio. Ya eras un hombretón, no simules, no te hagas.
Pero no te engañes, ni me engañes; durante las largas horas de esa tarde, yo no era hembra.
Yo no era hembra, tú no eras macho.
Éramos los dos solos de siempre.
Era nada más que tu padre estaba al lado tieso de muerte. Fue nuestro regalo. Una cuelga.
Lo dejamos caer al lado de la mesa, no movimos ni un ápice por él.
No nos dijimos nada. Nos quedamos quietos, en silencio; dejando pasar el tiempo.
Llamamos a la ambulancia cuando el cuerpo ya estaba rígido.
Lo enterramos a la carrera. Un velorio escuálido, tú, yo y la muchacha que limpiaba. Ni un curioso se coló.
Cuando nos quedamos solos, sin sus gritos, sus cinturonazos, sin su bigotito de cantante pintado con betún, nos cayó el chahuiscle.
Hasta ese día yo me decía: “La culpa es del padre. Él es el que lo tiene timorato, aletargado, como conejo azorrillado”.
Pero se murió tu padre y nada. Seguiste siendo aquel gigantón desguanzado con olor dulzón en la boca. Olor a carroña.
Seguías buscándome, bebiéndome el aliento, procurándome los caprichos y las necedades.
Envejecí antes de tiempo para espantarte de mis enaguas. Decidí apagarme como vela.
Desistí de salir, de hacer la compra, de bañarme, de peinarme.
No dejé de tener amigas. Nunca las tuve.
Y tú, hijo amoroso, seguiste a mi lado. No tomaste por asalto la libertad que la muerte de tu padre y mi vejez te brindábamos.

Entonces construimos la rutina. Yo, en el cuarto. Tú, en la calle. Fuera de la casa, simulando fuerza. Aparentando ser el rey del barrio.
Luego, cuando la calle se quedaba a obscuras y el silencio la tomaba, entrabas a casa.
Me hacías mimos. Me dabas de comer en la boca; yo escupía los pedazos para obligarte a que los empujaras otra vez en mi boca desdentada.
Me traías mameyes de color profundo y carne blanda que ibas a buscar hasta el meritito mercado de Jamaica. Me costaba rechazarlos.
Pero me hacía la de la boca chiquita. Tú me dabas mamey, yo lo escupía.
Horas nos pasábamos en la cocina, alumbrados por un foco pelón, batallando.
¿Cómo explicar la repugnancia que despierta el amor? ¿El amor unívoco, vasallo de un hijo?
Mientras más me idolatrabas, más se hacía patente que la causa de que fueras el que eras fue mía.
Por años culpé a tu padre. Su talante áspero, gruñón; sus raptos de violencia desenfrenada eran la salida fácil para explicar por qué te habías arruinado en la crianza.
Torpe, solitario, arrastrado todo por obra de su padre. Punto.
Y yo la madre humillada y ultrajada, libre de cualquier yerro.
Pero ya solos, en esta destartalada casona de la colonia Lindavista, tu amor por mí me pudrió el alma.
Solitarios en la casa te sumiste en mi seno. Me llenaste de melaza.
Porque la verdad: tus idas nocturnas a mi cama no comenzaron hasta que se nos murió el tirano.
Entonces fue cuando te acurrucaste a mi lado. Entonces cuando te dormías en mi pecho y me pedías perdón de quién sabe qué carajos.
Te convertiste en un solterón ridículo, enorme, solitario.
Eres la prueba de mi fracaso, del que la única culpable soy yo.
Yo que te hice mi remedo, medroso, melindroso.
Me empeñé en parirte con el dolor de mi vientre y te dejé marcado con mis aullidos de parturienta. Te até a mi cuerpo.
Desde entonces he procurado alejarte de mí a patadas.
Fracasé. Ahora estamos los dos viejos. Olemos igual. No te soporto más, no me soporto. Ha llegado el momento.
Lo urdí: corrí a la cuidadora, esa mujerona de pocas palabras y menos sonrisas. Te dije: “Quiero un varón de enfermero, desconfío de las viejas argüenderas”.
Caíste. Me saliste bien p e n d e j o. Trajiste un mequetrefe flacuchiento reclutado de la cauda de narcomenudistas de barriada que tú controlas.
Tenía un tatuaje en el brazo, aro en la nariz, camiseta sin mangas, aire y sabor de malandrín. Perfecto.
Tres días lo observé sin hablar.
Me miraba con sus ojillos de obsidiana, rodeados de tupidas pestañas de aguacero. Recorría el cuarto, hacía cuentas, calibraba con la mirada: el tanque de oxígeno, mis santos, la infinidad de medicinas que rodeaban mi cama cual corona de espinas, la tele. Lana, lana y más lana.
Mi tufo de enferma lo ahogaba. Tocarme cuando me daba de comer le provocaba arcadas. Le pedí que me sacara de entre los dientes un pedazo de pollo atorado, vomitó más de media hora.
Era tu antítesis. Ese pequeño canalla, de haber sido mi hijo, me habría robado y pegado; por eso iba a ser mi espada, mi liberador, el tuyo.
Cuando le pedí que te matara, me miró con ojos azorados, tanteando el terreno para saber quién era yo. Por qué lo hacía.
Le dije que te odiaba, que ibas a matarme, que querías mi dinero. Le dije lo que el mundo de las telenovelas lo había entrenado a escuchar.
Le ofrecí dinero.
Al día siguiente no vino, calibraba mi oferta.
Al final apareció. Le señalé dónde estaba la caja fuerte. Le dije que luego de que te matara le daría la combinación. Se escondió en la tina armado con el cuchillo de la cocina.
Cuando llegaste te expliqué que se había escapado. Otra vez estábamos solos.
Me diste de comer, masticando la comida por mí, metiéndomela en mi boca desdentada. Masajeaste mis pies helados de culebra de monte. Me procuraste.
Igual a otras noches, te metiste en la cama y me diste la espalda.
Era el momento. Cuando el truhán escuchó tus jadeos, salió del baño.
Cerré los ojos. ¿Sabes? No quería ver tu última mirada.
Ahora el rufián abre la caja fuerte. Le di la combinación. El tarado casi no pudo memorizarla. Tuve que ayudarlo.
Tu cuerpo enorme ensangrentó mi pecho, como cuando te escurriste de entre mis piernas en el parto.
Ahora te puedo decir “hijito” por primera vez en años.
Mientras, el mequetrefe se guarda los billetes y las joyas. Está decepcionado. Creía que el botín era mucho más grande.
Voltea y me mira con furia.
Toca mi turno, no le queda más que matarme.
Y ya muerta, ¿de quién será la culpa de haberte chiqueado, arruinado?
Ya muerta no podré avergonzarme de ser tu mamá.
No tendrás que buscarme.
Te di la vida, te doy tu muerte.
¿Qué más puedes pedirle a una madre?

QUÉ TAL?11

Rudyard
05/09/2015, 05:15
Eh! Qué tal?
Cuando leí esta semana este relato pensé en subirlo aquí por dos motivos;La belleza del texto en sí y su carácter transgresor, es evidente que pega una patada al estómago y que está lleno de cuestiones éticas.
¿Qué es el amor y qué debe ser el amor de una madre?¿Qué supone la libertad de expresión en la literatura.Y de tanto hablar de literura , a es a,b es b, la educación en qué consiste?
Aquí se lee poco y los que leen desertan, quedan los que no saben leer,me incluyo, nunca se sabe bastante,poco importa que la dirección de este foro no tenga ni idea de educación y sólo permita el a es a, si los que participamos lo hacemos desde la esquizofrenia del yo y mis apuntes, también se puede aprender.
Hay un bucle en la vida, lo que sentimos y lo que pensamos que debemos sentir,este texto es increíble por eso, desvela lo que de verdad se pretende educando,el éxito y lo que siente la madre (panacea del amor) cuando no se consigue, odio.Es difícil admitir que nuestras vidas están llenas de situaciones sin la medida del bien y el mal,sin esa condición aparente de frontera clara que nos da la seguridad de que somos justos,que sabemos lo que hacemos,pero que vivimos en un mundo loco, que existe fuera de nosotros,cómo íbamos a desvelar sino nuestras miserias, nuestro demonio interior,nuestro peor enemigo.La figura de la madre, educadora social,artífice del amor incondicional es también una mujer, el sexo olvidado, “la vieja”, el punto ciego del amor espiritual, la tarea de la censura.
Es fácil llamarle a todo locura,o amor,o no rascar las heridas por si se nos pegan las letras, vivir en una cultura consentida,en un pudor tranquilizador, una especie de normalidad que se rompe a cada paso del tiempo,la sociedad avanza y tememos entenderla,cómo se puede entender la esquizofrenia, nos queda rechazar,pero entonces en qué educamos si no nos aguantamos,11

Eburnea
16/09/2015, 03:56
Buenas dudas y buenas preguntas te haces, Rudyard y, además, pones el dedo en la llaga en lo relativo a nuestro interés por la lectura, por pensar, por saber. Yo no sé casi nada, pero me pregunto muchas cosas, como tú y procuro que no se me peguen las letras, sino que vuelen, pero cerca de mí, para poder observarlas en su vuelo, unidas, formando palabras que den sentido, como poco, a mi imaginación.

Se agradece un texto bien escrito, cuando en estos foros estamos leyendo barbaridades, unidas al desprecio explícito a las Lenguas, que son, sin duda, nuestro patrimonio y tesoro más precioso. Pero, ya sabes, lo que menos se posee, más se desprecia. Pero no todos: Todavía quedamos algunos, como tú, como yo, que deseamos saber más y que sabemos que básicamente son las palabras de otros y las nuestras las que nos sitúan en el camino.

Un beso

Rudyard
16/09/2015, 07:45
Querida Eburnea ,por más que me alejen de este foro,vuelvo puede ser que en el fondo le esté agradecida,uno se deja un poco de dogmatismo en cada escrito y aunque los más se dediquen a matar el mensajero o directamente decapitar el mensaje,una no pierde la esperanza.Echo de menos a msanpedro y a Avi.
Tú que eres experta en literatura,no por tus títulos,no por la cantidad leída,sino por el estudio y la capacidad de enfrentarte a los textos, no debes desesperar,aunque motivos haylos ,es fascinante comprobar que lo que esperanza se convierte en una castración de los sentidos, una idealización de la economía con un orden absoluto que niega el entendimiento,que niega la cultura,pero son los deshechos del dogmatismo en su pureza,ni te inmutes!(por cierto ,el verbo inmutar es todo un tratado)
Ya sabes qué detrás de todo eso ,lo que flota es una megalomanía por conseguir seguidores,no importa el tema, todo vale,refutarlo todo es económicamente un suicidio,sin embargo dejarlo pasar un asesinato,un mar de soledad,jajaja ,que se coman la cabeza,jaja!

De todo ésto ya lo escribió todo Bioy Casares en su libro "La Invención de Morel". Supongo que lo habrás leído ,pero lo resumiré con la última de sus frases;«Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso».
Dice un buen amigo mío que es un texto revelador sobre la era digital,porqué hablar de literatura sin amarla no es la máxima expresión de civilización ,para eso ya están los cementerios llenos de flores, saber no es repetir lo que se sabe,reducir toda a una última expresión es una angustia contemporánea por entrar en la conciencia de otro,como prueba de acompañamiento, (me encanta el sufijo miento).
No hay un artilugio más liberador que la literatura,no hay más garantía de esa liberación que el compendio de sus lenguas,sus sentires,sus dilexias,sus silencios.
Y tú ya sabes por lo que siempre estaré agradecida,luego siempre vale le pena,un abrazo enorme,espero no tener que subir yo sola un relato semanal,espero que los relatos tengan su sitio en un foro de literatura,esperaré,11

Eburnea
17/09/2015, 04:10
Querida: Nadie podrá alejarte jamás de estos foros, porque estás inmersa en ellos. Yo también echo de menos a esos dos amigos aunque entre poquísimo , muy ocasionalmente, pero a ti te escribiré. La idea de los relatos ya sabes que me encanta de toda la vida y no sería imposible que, no sólo comentara los tuyos, sino que subiera alguno mío. también esos relatos de escritores que son tan geniales, poliédricos, que hacen girar nuestro cerebro y que, quizá por eso mismo, no contesta casi nadie. No te desanimes, normalmente la gente no está por la labor, pero a ti no debe importarte eso, pues tú llevas tu vida interior y comunicas una esquina, echas una semilla y seguro que por algún sitio sale un fruto. Quizá a la larga más de uno. Ahora no estoy en casa, pero pronto volveré y haré uso de mi bibliografía: tenemos muchos autores para mencionar; ahora mismo pienso en Joice y "DUBLINESES". Algo escribiremos. Sigue, que te leemos.
Un besito

Ebúrnea

PeRCeVaL
26/09/2015, 15:50
Me llamo la atención este relato... divido completamente la cuestión estética de la conceptual. Conceptualmente es un universo extraño inexplorable e incomprensible, casi no hay un solo lugar donde encontrar coherencia. Puedo comprender pocas posiciones de la madre, no me parece que exista un discusión relevante con respecto a aspectos éticos. Por otro lado esteticamente, tiene momentos de genialidad, tiene esa melodía de "pobreza", barrio triste, ciudad terracota, insípida y lastimosa, olor a idiosincrasia. En resumen me gusto. Saludos.

Rudyard
26/09/2015, 20:12
Hola viejo,Una de las cuestiones éticas más importantes es la contradicción entre el deber y el deseo, ser madre conlleva un misticismo de protección cuasi religiosa, para siempre, en la que el sexo es mucho más intolerable que cualquier otra relación incestuosa.Creo que la coherencia está sintetizada en la frase:” Te di la vida, te doy tu muerte.¿Qué más puedes pedirle a una madre?. La misma tarde que muere el padre mantienen relaciones sexuales, lo dejan morir, y el hijo protegido del tirano pasa a ser su tirano, la ama ;que es la culminación de la protección. Ella busca en él su proyección, que salga de ese mundo y no la hunda en ese mismo mundo, en vez de liberarla y liberarse él, mantiene el horror y sus consecuencias, empieza a odiarle pq lo ha creado ella y lo reconoce, ni lo soporta, ni se soporta, resuelve abandonarse para que él la deje en paz, es un tarado que en su vejez sigue acosándola y planifica sus muertes. Lo dice todo, pero es tan inimaginable que leyéndolo no lo reconocemos, la franqueza es tan brutal que cuesta entenderlo, además significa tb el hecho de que una relación se vuelva en su contrario justamente por la base que la mantiene, pero ya ves, cuando se habla de “la madre”, parece que sólo haya una única posición.Antes de haber leído sobre el matriarcado, idealizaba que sería una sociedad más justa, sin embargo, resulta que el sacrificio tiene un origen matriarcal, dominar la naturaleza para socializarla se ritualizaba sacrificando . Muerto el padre ya no hay represión del deseo y ella empieza a entender que lo que ha engendrado, protegido pasa a ser su tirano pq la ama y por lo tanto la mata, es su madre. Espero que te haya aclarado algo, a mí me costó volver a leerlo, lo dice todo, pero cuesta entenderlo pq no lo toleramos, un abrazo,11

PeRCeVaL
27/09/2015, 22:49
Estimado Rudyard, entiendo lo que dice y lo intuí en la primer lectura. Insisto en ver la cuestión estética como la más interesante. El problema principal para no encontrar un punto de comprensión de la madre es que no existe una explicación por lo menos tacita de la desviación de lo que culturalmente esta aceptado, o de lo que estamos acostumbrado. Esto hace a la situación sacada completamente de contexto y no permite entender como estos jugadores llegaron a ese momento. ¿Porque tienen relaciones cuando muere el padre?, honestamente no le encuentro ningún sentido... Leerlo es agradable, pero justificarlo no. Sigo diciendo que es un texto que me agrada, pero le falta un par de hilos a lo conceptual. Saludos,

Rudyard
28/09/2015, 17:53
Ah! voy a considerar tu propuesta amigo, aunque se me hace difícil, porque soy más moderna que posmoderna y me pregunto ante un texto como éste si cabe la posibilidad que la estética apocalíptica responda a un vacío de crueldad indiferente. Hay una ironía perpetua, una melancolía por salvar la verdad,lo transgresor dentro de lo transgredido no es inconsciente, su culpa no es la forma, yo propongo que es el fondo. Me recuerda lo antepuesto a mi madre, la inmanencia de una marginalidad dura, poco importa en qué mundo se despliegue,el laberinto por placer.Te cuento poquísimo; consentíamos su locura pq era lo único que le ataba a nosotros, una especie de catarsis histórica que se concreta en algunos seres con una violencia sin causa. Eso implica cierta adoración por el dolor que lo hace inexplicable, cómo las películas de Tarantino,yo no niego el encuadre, pero me resulta difícil leerlo, lo volveré a pensar otro rato de éstos, si la estrategia de la significación se puede reducir a una intimidad destinada por el juego de las palabras. Lo pensaré puede que tengas razón.
Y sí, es verdaderamente bello, parece que leas una película,le faltan las metáforas cómo a todas las películas, ésas las ponemos a nuestra manera. Hay dos músicas, una más intima, menos soez, el pensar de la madre que con ironía arroja luz y conocimiento sobre el hijo en quejidos y otra las imágenes del hijo llenas de una realidad que se implican en su pensamiento con esa gracia mejicana de dar color a lo muerto, pero muy de vanguardia. Bueno, amigote espero que no pienses que soy un elefantote descarriado,ya sabes que sólo pretendo aprender, claro que me has dejado pensando en gigantote con lo de lo tácitote, será…..pastiche, será fundamentación del pastiche?(fffaaalsedad sin réplica),no quiero que pienses que soy pesada, pq voy a pensarlo de verdad, pero no entiendo pq no dice algo que tendría que ser tácito, no podría ser explicito
Va! Te subo otro relato, ésta vez, para que “riñamos” sobre la risa; seguimos con la vanguardia pero no es la divina comedia, país: Españisthan,autor, mi amigo Quino Collantes, aunque volvemos a Méjico para el relato, ah, y en primicia con su permiso tácito. tb es dibujante y no sé qué de matemático. Un sol, rompecorazones rotos, va a ser que tienes razón, no lo dice tácitamente ,11

Rudyard
28/09/2015, 18:32
LA VIRGEN DE GUADALUPE

JoaquínCollantes
Ciudad de México, a 19de abril de 1945
Sr. Dn. Diego Rivera.
Muy señor mío:
Por la presente tengo a bien devolverle los 29 dibujos que me hizo durante el verano de 1928. Tal vez,después de tanto tiempo, se haya olvidado de estos dibujos que usted me regaló y que he conservado hasta ahora, pero, razones personales, me obligan, a mi pesar, a devolvérselos.
Durante todos estos años he seguidocon interés y admiración su carrera artística y la de su esposa, coleccionando,incluso, más de una obra suya y también de la señora Frida. Pero en cuanto aestos dibujos, que le adjunto en la carpeta, mi situación actual es muy distinta a la que disfrutaba cuando los recibí, y la explicación al respecto demasiado larga para relatarla en esta carta.
Esperando que se encuentre usted bien de salud al recibo de la presente, aprovecho la ocasión para enviarle un cordial saludo.
Atentamente, su segura servidora
Guadalupe Atienza de Remington.

Rudyard
28/09/2015, 19:13
La Virgen de Guadalupe.

Joaquín Collantes


Diego Rivera leyó atentamente la carta. Y a medida que iba adentrándose en su lectura, y en los recuerdos que portaba, iba en aumento la sonrisa en su boca de sapo, que diría ella, pensó. Terminada la pausada lectura, y con la cara iluminada por una amplia sonrisa, abrió la carpeta, se sirvió un generoso vaso de tequila, repasó con detenimiento los veintinueve dibujos que le trajeron el recuerdo de su estudio del Barrio de la Condesa y levantó el vaso, brindando consigo mismo a la salud de Lupita Atienza.

Doña Dolores Juárez le dijo a su hija -en un tono de voz lo suficientemente alto como para que él lo oyera- no mires a ese descarado, mihijita. Aunque lo que no podía imaginar es que el tildado de descarado se levantaría al escuchar el comentario, dirigiéndose a ella para disculparse perdone si la he ofendido, señora.

Así comenzó todo: con un comentario impertinente y una disculpa sin demasiada contrición.

La niña Guadalupe se había dado cuenta, mucho antes de que su madre le advirtiera, de que el hombre que estaba sentado frente a ellas la miraba con descaro, como si estuviera hipnotizado o dormido con los ojos abiertos ya que observó, casi asustada, que apenas pestañeaba.


Podría tener, más o menos, la edad de su padre, pero era mucho más grande y más feo. Parecía -la niña tuvo que aguantar la risa al imaginarlo- un muestrario de animales, un catálogo andante del jardín zoológico que mostrara al sapo a través de sus ojos saltones, a los peces del acuario en su boca, al elefante en sus orejas y al hipopótamo en su barriga… que apenas se sujetaba ensu sitio con la cincha, más que cinturón, que apretaba la perdida cintura, si es que algún día la tuvo, mucho más arriba de lo establecido por la estética y la lógica.


Estaba segura de que el hombre había oído la advertencia de su madre, por eso, casi se desmaya de vergüenza al comprobar que se levantaba de su asiento -mucho más alto de lo que aparentaba sentado- para, bamboleándose como un oso,aproximarse sonriendo con sus labios de besugo.


-Hasta me pareció ver -le diría días más tarde- que dejaba usted tras de sí una estela de burbujas que salían de su boca, y que subían y subían hasta estallar contra el techo.

-Qué cosas dices, reina. No te muevas tanto, estate quieta.
-Pues sigo pensando que tiene usted boca de pez.
-Pero esto de elefante, mi niña -contestaba él, riéndose a carcajadas, dejando el pincel y echándose mano a la bragueta.
-¡Ay!, pero que cerdo es usted, don Diego.
-Bueno, pues otro animal, no más.
-Y qué ganso.
-Pues otro… qué le vamos a hacer .
Pero para esta conversación aún habían de pasar tres semanas.


La madre de Guadalupe aceptó las disculpas del gigante, y le contestó que no, sin dudarlo, cuando el extraño -que se presentó como Diego Rivera, pintor-le pidió permiso para pintar a su hija. No, repitió, a pesar de que el pintor aclarara que quería a su hija como modelo para un mural: la niña presidiría desde el cielo, encarnando a la Virgen de Guadalupe, una batalla entre pérfidos españoles embutidos en hierros oxidados y nobles indios emplumados de milcolores. La niña será la virgen entre nubes, en el cielo, señora, ¿se imagina?,sí, la niña, qué inocente, qué guapa -insistió.
-¡Qué gracia! Yo me llamo Guadalupe.
-Tú, te callas, niña.
-Lo ve, señora, es una premonición: la niña bonita Guadalupe tiene que ser mi Virgen de Guadalupe.


Con otro no se despidió doña Dolores, arrastrando a su hija, cuando un ujier del ayuntamiento gritó su nombre, confirmando así que le había llegado el turno para la entrevista prevista con el secretario del alcalde.

A pesar de las advertencias de que no hablara con extraños -que constantemente le hacían su madre, su abuela, sus tías y, sobre todo, las monjas del colegio- cuando Guadalupe Atienza vio que Diego Rivera se aproximaba lo primero que pensó fue que él no era un extraño. Extraño era, para ella, alguien al que no conoces, a quien ves por primera vez, y el pintor ya era un hombre conocido, aunque fuera solamente de la breve conversación que mantuvo con su madre, que no con ella, con sus correspondientes negativas.

-Me negó tres veces, como san Juan -diría el pintor, demostrando que la Historia Sagrada no era lo suyo, precisamente.
Se cruzaron por la acera el lunes, sin mirarse, como por casualidad, como si el pintor pasara por allí camino de vete tú a saber dónde, mientras que ella sí, ella sabía que iba a su casa, de regreso del colegio, como todas las tardes.
Al día siguiente otra vez. Se volvieron a cruzar sin mirarse… pero a sabiendas los dos de que se habían visto y bien visto.
Y otra vez el miércoles y el jueves, y otra más el viernes, de tal manera que la niña, en cuanto traspasaba la verja del colegio, miraba hacia el fondo de la calle buscando al gigante bonachón que, una vez más, se preparaba, a lo lejos, para cruzarse con ella.
Llegó el lunes siguiente… pero cuando la niña lo buscó a lo lejos, no estaba. No estaba, ni se cruzó en su camino ni lo encontró en la esquina desde donde arrancaba. Y se dio cuenta de que lo buscaba con la angustia de quien ha perdido un niño.
Ni el martes, ni el miércoles hasta que, por fin, el jueves, una punzada de alegría le advirtió, un segundo antes de verlo, que el pintor había vuelto. Allí estaba, quieto, grande, destacando su corpachón contra la luz del fondo de la calle. Lo vio justo en el instante en que se ponía en marcha, como si le hubieran dado cuerda, disimulando, mirando hacia arriba, buscando en el cielo nubes que no estaban. El gigante había vuelto y se aproximaba sin mirarla, como si no la hubiera visto, aunque, cuando estaba a tres pasos de ella dejó caer, como si lo hubiera perdido accidentalmente, un papel doblado en cuatro escrito con dos renglones que, con letra azul y muy redonda, decían no disimules, Lupita, te mueres por ser mi Virgen.

La niña leyó el papel con el corazón brincándole en el pecho -que, por imposición de su madre, intentaba disimular con una camiseta bien ceñida- mientras un calor desconocido hasta ese momento recorría su cuerpo de arriba abajo.
No disimules, Lupita, te mueres por ser mi virgen, repetía y repetía camino de casa, aprendida la cantinela después de haber guardado la nota en el libro de Ciencias Naturales, precisamente, y por casualidad, en la página en la que se veía el grabado de un elefante que levantaba su trompa enorme. Y repitiendo no disimules, Lupita llegó a su casa. Y lo estuvo repitiendo entre dientes hasta que su madre le dijo pero qué dices niña, y ella contestó, nada, mamá, nada.


(“Taberna del español Jorge Cordero:
-El tabernero: ¿Y qué años tendrá la niña, don Diego?
-El pintor: Unos once o doce, le calculo.
-El tabernero: No me sea p e n d e j o, don. O se meterá usted en líos.
-El pintor: Sólo la quiero para que sea mi virgen.
-El tabernero: Muy bien, muy bien, todo eso está muy bien. Pero procure que lo siga siendo cuando termine el cuadro. ¿Entendido?
El pintor: Parece usted la voz de la conciencia, carajo. Mi Pepito Grillo particular, que en la cara y en el cri-cri se le parece.
El tabernero: No sé quien será ese don Pepito que usted dice, pero en cambio usted sabe muy bien a lo que yo me refiero”.)

Hubo tres notas más sin respuesta.
La primera escribía convence a tu mamá.
La segunda preguntaba si la había convencido.
Y la tercera igual, pero con el añadido de lo estás deseando, seguro, reina.

Hasta que el viernes fue ella la que, llegados al punto de cruce diario, se le plantó delante. El pintor tuvo que hacer un movimiento de frenada absurdo para detener sus más de ciento veinte kilos de humanidad -que decía él- o de puro sebo y grasa -que decían, maliciosos, sus amigos.

-Mi mamá ha dicho que sí.

Rudyard
28/09/2015, 20:47
A las cuatro primeras sesiones -estudio de la modelo, apuntes rápidos de su cara, de frente, de perfil, de sus manos y de los lirios en sus manos- asistió la madre de la niña, vigilante, desconfiada, cuidadora de pureza.
Había accedido a que su hija posara para el cuadro tres días a la semana cuando la convencieron, todos, familiares y amigos, de que Diego Rivera era un pintor famoso, algo que ella ignoraba. Era la oportunidad de que la niña pasara a la posteridad nada menos que como la Virgen de Guadalupe (Cuántas quisieran, doñaDolores) en el gran mural que el artista preparaba, le dijeron, para el Ministerio de Educación de la capital. Contestó que sí al saber de la fama del pintor como pintor, a pesar de la mala fama del pintor como mujeriego, bebedor y pendenciero. Le alabaron: es el mejor pintor de América -los gringos no cuentan- el Dios Padre del Renacimiento Mexicano, un pintorazo como la copa de un pino, doña Dolores, a pesar de ser comunista, que es una pena, pero ya sabe usted lo raros que son los artistas, pero en cuanto le dejan una pared, te la llena de frescos increíbles, de pinturas preciosas del suelo al techo.

-¿Cuento con su palabra de hombre de honor y de caballero? -lo primero que dijo la señora al entrar en el estudio.
-Cuente usted con ellas, señora, pues ambas palabras tengo… aunque no lo parezca, así con esta pinta, pero se lo puedo asegurar: las tengo.
Y comenzó la aventura
A la quinta sesión no pudo acudir la madre. La niña llegó con una mucama que desapareció, a los cinco minutos, en busca de su novio, con unas cuantas monedas, con las que cinco minutos antes ni soñaba, haciéndole ruido de plata, música celestial, en el bolsillo.
Solos.
El pintor y la modelo.

-Aquí estamos, reina, siguiendo una tradición milenaria que se remonta a la antigua Grecia y más -contaba el pintor, mientras dibujaba- y que encontraría su culmen en Rembrandt pintando a su querida e inevitable Saskia desnuda, y en Velázquez ante Flaminia Triunfi, posando como desnuda Venus ante el espejo que sujetaba nada menos que Cupido, y en Goya con la grandísima duquesa de Alba para su Maja desnuda, y en Modigliani, ante su tísica Jeanne, alargadamente desnuda. Desnudas, sí, -insistía el pintor- todas desnudas, mi virgencita. Porque la carne de la modelo trasciende lo carnal y se convierte en divina para el artista, puritito goce intelectual, solamente... o casi,¿sabes?

-¿Qué quiere decir trasciende?
Y el grandullón, conmovido por la inocencia de la niña, se ahogaba de risa

-¿Por qué en el museo hay tantos cuadros de mujeres desnudas?
-Porque no son mujeres desnudas, reina. Son diosas que están por encima del sexo, viviendo sin ropa en sus paraísos. No son mujeres desnudas, son Danae, la bella cubierta de oro, y las Tres Gordas, digo, las Tres Gracias, que tan graciosas pintó don Pedro Pablo Rubens, y la Venus demasiado púdica que pintó don Boticelli saliendo del agua y patinando sobre una concha, y la Diana cazadora con su jauría de perros, y la Eva barrigona de don Durero, y Leda, dale que te dale con el cisne, y...

La modelo se reía a carcajadas, y el pintor tenía que colocarle otra vez la mantilla española desplazada de su cabeza por el ataque de risa que seguía y seguía, y que no paró en toda la tarde.
-Y qué calor hace hoy, don Diego -protestó la niña- y más que me da esta mantilla que más bien parece manta, colcha tupida, de lo que pesa y abriga.

-Pues te la quitas, bonita, y hoy hacemos apuntes -propuso el pintor,dejando los pinceles y cambiando el lienzo por el tablero con el papel preparado de antemano, como si ya supiera que la modelo se quejaría del calor de aquella tarde de finales de mayo de 1928.

La Virgen de Guadalupe se convirtió así en Lupita en el primero de los veintinueve dibujos que, diecisiete años después -ninguno de los dos podía saberlo entonces- volverían a manos del pintor. Sentada en una banqueta, delante de una pared azul añil que servía de fondo, la piel morena, la blusa blanca y el pelo negro de la niña resaltaban con una fuerza que deslumbró a Diego Rivera. El primer dibujo fue un carboncillo de la cara y de los hombros desnudos, inventados por adivinados bajo la blusa blanca que marcaba, con el ritmo de la respiración -ahora sí,ahora no- la presencia sutil de unos pezones que parecían querer respirar por su cuenta, liberarse de la tela que los oprimía… y eso que se habían librado ya de la camiseta prieta y opresora que, cuando su dueña iba al estudio, desaparecía, quitada a toda prisa en un portal, mientras la mucama vigilaba.

A la vista del dibujo terminado, sintiendo la respiración caliente del gigante tras ella, la niña Lupita dijo como lo vea mi madre me mata.

-No te matará, mi niña, porque este es el primero de nuestros dibujos secretos que ella no verá, de los mil dibujos que voy a hacerte desnuda, aunque tú no quieras, que sí querrás.
¿A que te gusta? (la mano sobre su hombro).

Al sentir la mano enorme que le comunicaba calor y pulso a través de la tela, Guadalupe Atienza sintió que algo se le movía por dentro, como si buscara un acomodo que no encontrara. Así que se quitó de encima la mano con un quiebro de gacela, mientras le decía al pintor que cosas dice usted, don Diego.

En el segundo dibujo accedió a bajarse la blusa para dejar los hombros al aire, convencida ya por el pintor de que era absurdo inventar lo que existía.Con la mano derecha sujetaba, sin excesiva presión, la blusa abierta, que sefue abriendo más y más a medida que el calor de la tarde apretaba. A la tarde siguiente el pintor convenció a la modelo de lo que ella estaba deseando convencerse: qué bobada que tengas vergüenza, princesa, un pintor con su modeloes como un médico con su paciente: el galeno por la Ciencia, yo: por el Arte.¡Y qué calor hace esta tarde! Venga, chamaca, quítate ya esa blusa sudada y absurda.
Y se la quitó.
Ante la sorpresa del pintor, que a decir verdad no lo esperaba, y de la mismo modelo que, cerrando los ojos, sintió el rubor en las mejillas y en el cuerpo entero, se quitó la camisa.

-No hagas como el avestruz, Lupita. No me escondas la cabeza bajo tierra, ni cierres los ojos, que no te los estoy mirando ahora, precisamente. ¿Te crees que por cerrar los ojos ya no estás desnuda?
¡Ay! Lupita, qué carajo, ahorita sí que tu madre te mataba, y a mí de rebote… con la misma escopeta pero con cartucho nuevo.

Y vuelta a la risa y a adentrase, ella, en un mundo en el que se sentía como imaginaba que se sentiría una mujer, que no la niña que había empezado a dejar de serlo desde el momento que decidió, como quien se tira de cabeza al agua -uno, dos y tres- despojarse de la blusa que tanto le estorbaba.

-Ahora sí que estoy bien fresquita, don Diego.

-Lo ves, lo que yo te decía, duquesa.

Sintió otra vez el calor en las mejillas y un el escalofrío en la espalda,cuando vio en el dibujo cómo sus pechos se levantaban aún más de lo que se levantaban.
-¡Ay! don Diegote, que yo no soy así -palpándose los suyos.
-¡Qué no! Remírate bien, princesa -y se guardaba sus manazas de gorila en los bolsillos, para que no se le escaparan, para que se estuvieran quietas, alejándose hacia la puerta resoplando como un búfalo, mascullando ¡maldito honor y maldita promesa!


Otra vez en la taberna del español Jorge Cordero:

El pintor: Esa niña me mata, don Jorge.
El tabernero: Pues no la mate usted, ni la hiera, ya me entiende.
El pintor: Pero...
El tabernero: Pero nada. Va usted a la cárcel y cuando salga, después de que lo mate la madre, lo mato yo otra vez. Ya sé muy bien que es usted un borracho, un inmoral y un putero, pero no me sea encima un hijo de la ch in ga da.
El pintor: Pues trabajo me va a costar.
El tabernero: Pues se jode usted, compadre, pues se jode”.


Aquella tarde, al abrir la puerta del estudio y a pesar del calor, se le congeló la sonrisa en los labios. Allí estaban la madre y la hija, no se sabe a cuál más seria. Al pintor apenas si le dio tiempo a recuperar la compostura perdida por la sorpresa diciendo, con una sonrisa falsa, mire que bien va el retrato de la niña.

-Pues está igual que el primer día -respondió la madre, seca.

-Es que lo bueno es lento y no por mucho apresurarse se capta la esencia de la esencia -argumentó el pintor, trascendente.

-Pues dese prisa, don Diego -más seca todavía- que la nena me está como distraída con esto de la pintura, que me lo han dicho las monjas y también he reparado yo misma en eso.

Aquella interminable y calurosa tarde Lupita volvió, a la fuerza, a su papel de Virgen de Guadalupe, sudando bajo la mantilla y vigilada de cerca por su madre que se sentó entre el pintor y ella para leerles, en voz alta, el capítulo XVI de la primera parte del Quijote, qué buena idea esto de la lectura, señora.

Rudyard
28/09/2015, 21:10
Media hora les duró la intención en la siguiente sesión. De nuevo solos -sin la madre de por medio y ahuyentada la criada- el pintor volvió al cuadro de la Virgen, hasta que, dejando la paleta y los pinceles, dijo debe de ser aburridísimo eso de ser virgen, verdad, Lupita… desde luego aburrido es pintarla.

-Y sofocante -contestó la niña- que no puedo soportar esta mantillamanta. Deberíamos dejar el cuadro para el invierno, don Diego.

-Pues está bien claro, bonita. Vamos, quítate la ropa y a hacer arte de verdad, que este estudio parece no más que puritita iglesia.

De aquella sesión surgió un nuevo retraso del cuadro… y tres espléndidos dibujos de la modelo, de cintura para arriba que de la parte de abajo no, don Diego, que no me atrevo, que a lo mejor el lunes sí, que me deje no más el fin de semana para pensarlo.

El lunes, Elvirita, la mucama enamorada, corrió hacia su amor con más monedas que de costumbre en el bolsillo y con la orden, recibida también con alegría,no vuelvas a re***** a la niña hasta las seis, por lo menos ¿entendido?

Y entendió, de sobra.
Sintió solamente un ligero temblor en las rodillas y un poco de frío -a pesar del calor de la tarde- en los muslos. Pero nada más. Tenía, y tenía que reconocerlo, mucha menos vergüenza de la que imaginó todo el fin de semana que tendría desnuda ante el pintor. Allí estaba, en posición de firmes, de pie,ligeramente apoyada sobre su pierna izquierda, totalmente desnuda, como él,desde el primer día que la vio, deseaba, y como ella, sabia, sabía que acabaría.

No cerró los ojos. Esta vez no cerró los ojos ni desvió la mirada de los ojos que la recorrían, sintiéndolos como una mano invisible que la palpara hasta el último centímetro de la piel que se erizaba a su paso.

Nervioso, el pintor comenzó a hablar como sólo lo hacen los que quieren distraerse oyéndose a sí mismos, contando mil historias para distraerse más que para distraerla, para que se le fuera de la mente la imagen de Adán comiéndose la manzana y el león a la gacela y el lobo a la cordera y...

Mientras el carbón tiznaba el papel blanco el pintor no paraba de hablar. Y reía y cantaba, mostrándole a la modelo, con su vozarrón y gestos de payaso, el París de 1911, allá en el que conoció a Pablo Picasso -ese gitano cabrón- y a Juan Gris –muy buena persona- y, sobre todo, a Modigliani, al bello Amedeo, que no Amadeo como dicen, con quien compartí, sabes, mi niña, estudio, vino y mujeres.

Y ya puestos a contar, y al ver reír a su modelo, el pintor se inventó visitas al estudio de Ingres para aprender a dibujar tan bien como él lo hacía,y vacaciones en casa de Veermer, y una cena de navidad con Miguel Ángel y Leonardo en Florencia y hasta una partida de póquer, con borrachera incluida que terminó en trifulca, con el mismo Caravaggio.

Y como la niña no sabía quien era Picasso, ni Juan Gris, ni Ingres, ni Veermer, ni Miguel Ángel, ni Leonardo, ni, mucho menos, Caravaggio, pues se reía como una loca y le gritaba, llorando de la risa, ¡mentira, se lo está inventando todo, es usted un mentiroso, pura mentira! Pasada la risa, el pintor, más serio, le confesó a su modelo que en el fondo, a él, quien le hubiera gustado ser de verdad es don Francisco de Goya, ese baturro cazurro y putero que pintaba como el mismito Dios Padre, lo que hubiera dado yo por pintar como él, chamaca.

Y al ver que la niña, como él, se había puesto seria, se ponía a cantar:
Voy montado en mi caballo,
camino de Guanajuato.
Voy a ver a mi Lupita
para regalarle un pato.

Y vuelta a la risa y a dibujar y a reír y a dibujar… hasta que la llamada a la puerta anunciaba la vuelta de la mucama, final de la sesión por hoy, hasta pasado mañana.

De nuevo en la taberna del español Jorge Cordero:
El pintor: Es curioso, compadre, pero al verla así, desnuda, cordera, indefensa ante el lobo, un servidor, al verla tan inocente, digo, riéndose de mis verdades y mis mentiras, pues como que me calmé. ¡Qué cosas! Me emocioné hasta las lágrimas, que camuflé con las de la risa.
El tabernero: Pues menos mal. Se salvó usted, don Diego. Y no hablo del infierno porque no existe, sino de la venganza de un servidor y de la madre de la niña. A lo mejor es que laVirgen de Guadalupe sí que existe y ha bajado del cielo para salvarle.
El pintor: Es que mi niña es la mismita Virgen, así, con mayúscula, que se lo digo yo. Eso que me pierdo, pero claro, a la Virgen uno no puede...
El tabernero: uh!,no, no , por supuesto. ¡Qué disparate!
El pintor: Pero, vamos a ver, don Jorge, ¿no dice usted que es anarquista y ateo?
El tabernero: No, si no es por fe, es por lógica. Si cometiera esa barbaridad la Virgen, como usted dice, con mayúscula, dejaría de ser Virgen, con minúscula, y usted el Felón de la Historia, el Nerón, el Eróstratos, el Atila, el Hijoputa Perpetuo por los siglos de los siglos, amén. Además, con su actitud y continencia ha demostrado que el raciocinio y la voluntad prevalecen ante la llamada de la selva, y que la inteligencia, que ha sublimado la libido...

Rudyard
29/09/2015, 18:45
El pintor : ¡Oiga, oiga! Pare el carro, carretero. Qué le pasa hoy pues, que se me está poniendo medio filósofo, medio maricón. Anda, déjese de pen de ja das y póngame otra copa, que debieron cagarle en vez de parirte, allá en España, pin che gachupín, que parece más confesor que tabernero y se merece por las dos cosas una buena patada en los meros huevos, o así, más o menos,digo yo”).

Pero la confesión en la taberna era precisamente eso, confesión en lo que tenía de verdad sentida, que era todo. El elefante, el gorila, el ogro, el engullidor de carne fresca se apabulló ante la Virgen, y ante la virgen que aún era más virgen cuanto más desnuda estaba, sobre todo sin la mantilla española que fue a parar a un cajón entre bolas de alcanfor.


Fueron los treinta días -todos los lunes, miércoles y viernes, durante casi tres meses en total- que más alegremente se trabajó en aquel estudio, días felices que quedaron para siempre en el recuerdo de la niña y del pintor,recuerdo que volvería materializado un día de abril de 1945 y, por última vez,el 23 de noviembre de 1957, en la última tarde en la vida del pintor, cuando apenas le quedaban quince horas de vida, aunque el pintor no lo supiera entonces... pero se lo imaginara.

Para todo eso faltaban muchos años, pero como ni el pintor ni la modelo podían predecir el futuro, reían, y hacían bien, viviendo, felices y despreocupados… mientras que el Futuro en persona, sentado en un rincón, les esperaba, tranquilo, musitando sonriente: aprovechad, que el tiempo pasa.


Días de alegría, de risa y de locura durante aquel 1928, desde el momento en que la niña le hizo al pintor el inmenso regalo de posar desnuda para él. Y la pintó de verdad, es decir, no sólo sobre el lienzo o el papel sino precisamente usando su piel como papel o lienzo, después de que ella, una tarde, le dijera ante el dibujo del fondo azul añil de la pared tras ella: cómo me gustaría que me pintara de azul, don Elefante.
Dicho y hecho. El pincel, sin pensarlo, al instante, como si volara, trazó una curva desde el bote de pintura hasta su pecho… y cuando quisieron darse cuenta ya estaba pintada la niña de los pies a la cabeza o de la cabeza a los pies, lo mismo daba, pero eso sí, totalmente pintada de azul añil. Y menos mal que era témpera con lo que te he embadurnado, mi reina, que si llega a ser óleo te tengo que despellejar viva con aguarrás y un estropajo, para que tu madre no te viera como una marciana.

-Los marcianos son verdes, don Mastodonte.

-Y tú, ¿cómo lo sabes?

-Por los tebeos gringos, don Hipopótamo.

-Pues los marcianos serán verdes, aunque si lo dicen los gringos seguro que es mentira, pero las marcianas son azules, que te lo dice un mexicano.

-Me tira la pintura, don Gigante.

-Eso es porque está secando, pronto te craquelarás como pura momia egipcia.Ven para acá, que te lavo.

-Las manos quietas, don Toqueteón, que yo me lavo solita.

La pintó de verde y de rojo y de azul añil otra vez y de amarillo, después de aquella primera vez. Y de rosa con los pezones rojos, disparatadamente grandes, y de negro con lunares blancos y los labios verdes, y como cebra rayada de blanco y negro y como leopardo, y con plumas de colores como un guacamayo.

El pincel, temblando de esfuerzo y continencia, rezumaba secreciones secretas y pintura espesa que recorría la piel de la modelo por delante y por detrás, por arriba y por abajo embadurnándola hasta el último rincón de su cuerpo, tapando hasta el último lunar, convirtiéndola en cuadro andante, en estatua viviente que eres mi Galatea y yo tu Pigmalión, y ahora te pintaré de puro blanco mármol de Carrara y hasta con vetas, y a ti, ahora estatua teordeno: levántate y anda.

-Qué cosas más raras dice usted, don Diegotote.

Pero se levantaba y andaba imitando el caminar sincopado de un robot que parecía sonámbulo, del muñeco de madera de Juanelo que, como le contaba su abuela, recorría las calles de Toledo, una ciudad de allá lejos, de España, de donde vino ella, que allí nació, ¿sabe?, que tengo sangre española, don Diplodocus.

-De España teníais que ser tú y el monigote. Del país de Goya. Nunca te olvides de eso, Galatea, España es, sobre todo y ante todo, el país de don Francisco de Goya, nada más y nada menos.

Aquel disparate se convirtió en el juego deseado que sólo cesaba cuando,para disimular, posaba la niña un rato como Virgen para que la pintara el pintor como tal, para que la madre, que venía cuando venía y venía más de lo que el pintor deseara, no se alebrestara y viera cómo progresaba el cuadro ya que el cuadro progresaba porque cuando se quedaba a solas, Diego Rivera le ponía la mantilla a un maniquí y en sus manos de madera los lirios para copiarlos, para no perder el tiempo con una modelo que había nacido más para ser arte que Virgen guadalupana.



Llegó la tarde que fue la última tarde. La peor tarde de todas, no sólo por ser la última sino también, y ahí la desgracia, la definitiva... y eso los dos lo sabían: se acabó, había llegado el punto final del juego favorito y de la risa.

El pintor hubiera querido ser Penélope, la heroína de Homero, para deshacer por la noche lo pintado por el día. Pero llegó a la conclusión -después de una primera y única vez tramposa- que eso solamente sería engañar al tiempo más que a una madre, que no hacía más que repetir en cada visita pues está igual que el otro día.

No pudo, a su pesar, dilatar más la historia que se convirtió en obra oficial, en obra para ser vista y admirada por todos como la figura central de un fresco que avanzaba lentamente en las paredes del Ministerio de Educación de la Ciudad de México donde el pintor, subido en un andamio, pintaba hasta el agotamiento para recuperar las tres tardes semanales en que desaparecía, para desesperación de sus ayudantes, del ministro de Educación, de Vasconcelos, su amigo y valedor, y del presidente Obregón en persona, que todos ellos se preguntaban las tres tardes: ¿Dónde se meterá ese cabrón?


La Virgen de Guadalupe ya estaba terminada en su cuadro y en veinte bocetos que la trasplantarían al mural. Era la obra encargada, la bellísima obra pintada y dibujada para ser protagonista del mural, mientras que la obra prohibida seguiría prohibida para todos menos para ellos dos, la obra secreta que derramaba todo lo que de dulce, de miel y azúcar, tenía la niña que ya no parecía tan niña desde el lapicero y el carboncillo y el pincel del pintor que, cada noche de lunes, miércoles y viernes se desahogaba en la taberna de su amigo, el anarquista español, y en la casa de putas, después, de Francisca Lozano, la más **** de todas las putas de la Ciudad de México, que por cada virgen como la mía hay cien mil putas como tú, Francisca, que mira que te gusta el puterío. Y se reían como locos, después de.

Aquella tarde de primeros de septiembre fue la última tarde, la tarde gris, triste, nublada, neutra, vigilada, la tarde que se llevó a la niña para siempre de la mano de su madre que no hacía más que repetir ahorita sí, don Diego, y que rechula que está mi niña, daré siempre gracias a Dios por haberme permitido que a través de su pincel mi nena pase a la posteridad como la Virgen de Guadalupe, rezaré mucho por su alma.

Pues nada, gracias, señora, que buena falta me hacen sus plegarias, que más bien voy caminito del Averno.

-¡Bah! ¡Qué patochada! Un hombre que pinta así de bien a la Virgen no puede ser malo... a pesar de ser comunista, que cada cual es libre de equivocarse en esta vida ya que Dios nos perdonará a todos en la otra, que hasta al mismito señor Stalin perdonará, aún a su pesar, que ése sí que ateo y de los malos.

-Pues muchas gracias, señora; me quita usted un peso de encima. Y estos dos dibujos son para usted, para que tenga en casa un recuerdo de la niña como Virgen, ya que como la de Guadalupe se los hice.

-¡Ay! Pues muchas gracias, don Diego. Que aquí sí que es la mismita Virgen.Y qué bonita mantilla. Y las manos con los lirios, que parecen de verdad.Venga, niña Lupita, dale un beso de despedida a don Diego.

Y, ahora sí, la despedida. Y el primer beso. Y el último beso. Un sonoro beso en cada mejilla acompañado de un susurro: Adiós, don Elefante. Adiós, don Cachalote.

La puerta se cerró detrás de Guadalupe Atienza, y su mirada, de reojo, apenas un instante en que los ojos de la niña, más brillantes que cuando se reía, le dijeron, de verdad, el adiós que el pintor esperaba.

Ya en la calle, la madre preguntó:
-¿Qué le dijiste, mijita?

-Nada, mamá -furiosa, mordiéndose los labios, llorando de rabia.

Habían quedado en que la última tarde el pintor le regalaría los veintinueve dibujos secretos, con la condición de que, con la ayuda de la mucama cómplice, los guardara, los ocultara, los sepultara para que nadie los viera. Regalo de despedida peligroso. También aquella última tarde habían quedado en que el pintor, a cambio, haría el último desnudo de su modelo, que él se quedaría junto al primer y último beso que no eres más que una niña, Lupita, y yo un eunuco requetecapado, que me cago en mi conciencia mil veces,ahorita mismo y sin parar.

Lo lamentó durante años. El no haber tenido la oportunidad de dibujarla para él la última tarde, de contemplar una vez más su precioso cuerpo desnudo que ya consideraba suyo y que salió por la puerta de la mano de la inesperada madre, para no volver, después de dos besos de virgen que no de mujer, como él deseaba, y dos susurros que le rompieron el corazón a partes iguales de pena y de alegría: adiós, don Elefante, adiós, don Cachalote.

Elvirita, la criada, se llevó un susto de muerte cuando se encontró con el pintor en la puerta del mercado, a los tres días. Y le siguió hasta el estudio, para volver a casa llorando y sudando de los nervios, consciente de que si la señora la descubría la mataba, seguro. Llevaba bajo el brazo la carpeta con los dibujos, y en el bolsillo la fortuna de diez monedas de plata y una de oro tintineando música celestial en su bolsillo... y el recado bien aprendido:“Esta carpeta es para la señorita. Pero por nada del mundo debe verla la señora. Es un secreto entre la señorita Lupita, tú y yo, que de los tres se trata, que como vea la carpeta la doña nos mata a los tres, a ti, por Celestina, la primera... y no llores más, sonsa, y escúchalo todo bien otra vez: lo que tienes que hacer es...”

La carpeta fue el secreto mejor guardado de la casa y oculta estuvo en el desván hasta que Guadalupe la sacó de su escondite para volver a esconderla en su casa de recién casada, adquirida con los dólares americanos del que se convirtió en su marido, un tal Robert L. Remington. En la nueva casa fue más feliz de lo que esperaba, gracias a que el gringo era más cariñoso y tranquilode lo que aparentaba, pero también gracias al recuerdo de la carpeta nuevamente oculta que le hablaba de un tiempo breve y feliz que se negaba a olvidar, pero que no se atrevió a repetir, por aquello de cualquier tiempo pasado...

A las cuatro de la tarde del 23 de noviembre de 1957, veintinueve años,cuatro meses y seis días después (conté el tiempo en un calendario perpetuo,don Diego) Guadalupe Atienza, liberada ya del apellido Remington gracias a un ventajoso divorcio, entró en el taller de Diego Rivera.

Seguidora de su fama, coleccionista de sus obras y conocedora por la prensa de la gravedad de la enfermedad que le aquejaba, Guadalupe Atienza concertó con Emma Hurtado, ayudante y ahora segunda mujer del pintor, una visita.

El pintor la recibió sentado en su sillón de mimbre, con una manta de cuadros abrigándole las piernas, y aunque hizo ademán de levantarse agradeció el gesto amable que le excusaba de hacerlo, ya que estaba seguro de que no habría podido ni siquiera intentarlo.

-Estás muy guapa, Lupita, reina.

-Y a usted le encuentro muy bien, don Diego.

-Pura fachada. Vaya, te has convertido en toda una señora. ¿Cuántos años tienes? ¡No! No me lo digas -el gesto de la mano tajante- Mejor, dime: ¿Cuántos tenías?

-Doce, don Diego. ¿Y usted?

-Cuarenta y uno. ¡Quién lo pillara! ¡Madre mía! Doce años, doce años… Mira Emma -dirigiéndose a su mujer- esta señora es mi Virgen de Guadalupe, la del mural, de la que tanto han escrito, como siempre, los que no sabían nada. Es mi secreto, mi juego tan sexual como inocente que vuelve a través del tiempo a visitarme, cuando ya no puedo jugar. Cuenta, cuenta, chula Lupita.

Discreta y silenciosa, la esposa-ayudante-enfermera salió del estudio a preparar un café… que tardaría en llegar el tiempo que las manos que lo hacían estimaron que sería el necesario para las confidencias y el recuerdo.

La Virgen de Guadalupe contó -de nuevo, después de tanto tiempo, la sonrisa y la risa en el rostro de Diego Rivera- su matrimonio absurdo con un gringo podrido de dinero, don Diego, con más dólares que potencia donde usted bien sabe y que compró lo que quería, caprichosote él, su virgencita mexicana. A mi manera, le quise, hasta que la violencia, más sorprendente por inesperada, pues era muy bueno de puritito sonso, digo, la violencia con que me obligó a devolverle a usted los dibujos precipitó un final que ya se barruntaba.

-Ahora mismo le devuelves a ese Pancho andrajoso, a ese comunista de******, toda esta basura -imitándolo, puesta en pie, muy tiesa. Así se atusaba el bigote, don Diego, el bigote con el que, en el fondo, quería parecer mexicano, aunque le traicionaba el pelo color panocha heredado según él de una abuela irlandesa que llegó a América en el mismito Mayflower, que de eso presumen todos los gringos, que como fuera verdad el famoso barquito tendría que haber sido como el Arca de Noé o como veinte portaviones, digo yo.
Pausa para la risa, que llegó potente.

-El divorcio tardó en llegarlo que tardó en llegar el otoño y de pronto me vi, ventajas de casarte con un ricachón, dueña de una fortuna que ni imaginaba y eso que, según los abogados, fue una limosna que me soltó sin pestañear, al lado de lo que poseía.

Rudyard
29/09/2015, 19:05
Tenía que haberle visto cuando descubrió, detrás del armario del dormitorio y a los ocho años de casados, que ya tardó el idiota, la carpeta con los dibujos. Se puso rojo de ira, color de camarón cocido, más del que tenía normalmente. Le dio un ataque de cuernos tal que por más que traté de calmarlo,que no torearlo, no pude conseguirlo.
Era la primera vez que le vi perder los estribos sin estar montado a caballo. Me obligó, y yo me dejé obligar, a devolverle a usted los veintinueve maravillosos dibujos que me regaló, por el bien de un matrimonio que era una parada de circo, una charada, una puritita charlotada.

Vuelta a la risa y a hacer un descanso a instancias del pintor.
Para, para, me vas a matar de risa… pero no pares del todo, duquesa, que me estás haciendo muy feliz cuando menos lo esperaba.

-En el fondo no me fue tan mal, ya que logré ocultar los veintinueve dibujos durante un montón de años de la mirada de mi madre, que todavía no me explico cómo. Lo mismo que de la mirada del Gringo Remington.

-¿Remington? Tiene nombre de revolver ¡Qué miedo!

Y otra vez la risa, que detuvo Emma Hurtado, encantada de escuchar la alegría de su marido después de tantos meses de dolor. Y vuelta de nuevo a la cocina, discreta, después de servido el café.
-No puede imaginarse lo que me costó escribir aquella maldita carta, tan formal, tan absurda, tan falsa. Y más que me costó separarme de aquellos dibujos que guardé como un tesoro durante diecisiete años. Los contemplaba en secreto, en cuanto me quedaba tranquila y sola en casa. Era mi museo oculto, mi colección privada y muy privada, que así comenzó y que ahora ha aumentado hasta cincuenta obras de usted y de la señora Frida Kahlo.
Las he ido comprando durante todos estos años, que para algo tenía que servir la plata del gringo panocho¡ Qué dulce venganza! Pero mi pena, don Diego, fue perder aquellos dibujos que me hablaban del feliz tiempo pasado, de aquellos tres meses en su estudio del Barrio de la Condesa y de mi pudor convertido bajo su pincel en pura liberación, descubriéndome a mí misma, sintiéndome como no me he vuelto a sentir nunca ante un hombre: desnuda igual que una reina vestida de seda y encajes, convertida en una reina a la que usted respetó para que fuera el gringo pelirrojo el que se comiera la manzana.
No me explico cómo pudo usted contenerse, sobre todo cuando descubrí lo que era la quemazón del sexo, al que usted aportó la primera chispa. Pero aquellos dibujos…

-¿Cómo andas de fuerzas?
-¿ … ?
-Corre esa cómoda hacia un lado, solamente un poco, lo suficiente para meter la mano. Y no pongas esa cara, que no te la va a comer el lobo.

Allí estaba. La carpeta verde con las cintas negras que la cerraban. Y allí estaban los veintinueve dibujos que le hicieron perder la respiración y acelerar el pulso, subiéndole el corazón -sístole, diástole- a la garganta. Los dibujos que, uno tras otro, fue colocando en pie sobre el caballete que enfrentó al sillón en el que descansaba el pintor, para que los contemplara también, con ella.

Recordaron el cómo y el cuándo de cada dibujo, y cada tarde de cada dibujo.Y el trajín de me pongo me quito la mantilla y te pinto ahora de rojo y ahora de azul y ven acá que te lavo y las manos quietas, don Toqueteón.

-¿Cómo me llamabas?

-Don Elefante, don Hipopótamo, don Mastodonte, don Diplodocus, don Gigante, don Toqueteón, don Diegotote...

-Cómo me gustaba que una niña se riera así de mí, del pintor más famoso de México, del hombre admirado y tan temido como respetado. Cómo me gustaba que una niña malcriada insultará así al gran pintor, se carcajeara de él. Pues bien, al grano: son tuyos. No, no me digas nada. Estos dibujos siempre han sido tuyos. Vuelven a casa. Pero acuérdate, como yo me acuerdo, para que veas que no estoy tan viejo, que tu madre, la mala pécora, no me dejó hacerte el último retrato, el que quería guardar para mí.

-Pues aún estamos a tiempo.

-Pues aún estamos.

Buscó para él y encontró un tablero y un papel, y carboncillos y barras de pastel de colores y lapiceros.

-Hubiera sido otro muy distinto, pero con este me conformo, mi virgencita ya no tan virgen, pero igual de chula y guapa. Tienes los mismos ojos y el mismo pelo. Venga, no te muevas.

La modelo se sentó en una banqueta frente al pintor, lo suficientemente cerca como para que la vieran bien los ojos que imaginaba cansados.

Cuando, por fin, llegó el café de la cocina ya estaba anocheciendo, las luces encendidas, el dibujo terminado y en la calle lloviendo.

Guadalupe Atienza aparecía desnuda, de frente, de medio cuerpo, con el pelo más largo de lo que lo llevaba y los pechos tan firmes como hubiera deseado, en una mezcla de presente y pasado en el que la única verdad eran los enormes ojos negros que me despidieron llorando, que me partiste el alma, Lupita, preciosa.

Emma, sonriendo, clavó con cuatro chinchetas el dibujo en la pared, a la entrada del estudio. Al verlo, al verse otra vez sobre el fondo azul añil de la pared ahora inventada por recordada, Guadalupe lloró como aquella tarde de hacía tantos años pero sin tener que tragarse sus lágrimas ante la madre que ya no estaba.

-No llores, duquesa. Sólo es el dibujo que tú me debías y que yo esperaba.
Diego Rivera murió al día siguiente, el 27 de noviembre de 1957 en su taller de San Ángel. Dijeron, los que lo vieron, que el cadáver sonreía. Fue inhumado, con toda la solemnidad que él rechazaba, en la Rotonda de los Hombres Ilustres del Cementerio Civil de Dolores.

Rudyard
12/11/2015, 21:29
Un día cualquiera


Llego, como siempre, a las 8.45, media hora más tarde de lo lógico. Antes venía en el metro; ahora, me traen. O mejor, me acercan, me depositan en un semáforo de una de esas avenidas de pesadilla que son como los túneles de un desfiladero inmobiliario, y yo ya me apaño para hacer, a pie, el resto del recorrido hasta la pequeña oficina, el minúsculo taller que, después de tres crisis, aún mantenemos en un pisito escuálido, frío y destartalado de otra avenida periférica.
Llego con el periódico bajo el brazo. Y prendida de la mano que cuelga al final del otro brazo traigo una pequeña bolsita, en la que traslado alguno de los proyectos en los que estoy “trabajando”. No, no se rían. Las comillas son intencionadas, casi diría que necesarias. Para no engañar a nadie.
Subo en el inquietante ascensor, que chirría y se bambolea con la intensidad necesaria para recordarme la claustrofobia que me aqueja desde hace unos años, de modo que cuando llega y se para en el sexto, respiro aliviado. ¡Otro día salvado de la catástrofe!
El piso está frío –sobre todo en invierno– y esgrime su carácter inhóspito, desangelado. Parece deseoso de manifestar, en cada detalle, su desacuerdo con el uso que le damos. Antes fue una vivienda, y proclama a toda hora, no sólo su pasado, sino su voluntad de retorno. Y luego están los recordatorios: el cuarto de baño, la cocina, la despensa..., escenarios de un hogar, no de una oficina.
Mi cuarto es el último al fondo, donde acaba el interminable pasillo. Un extraño rectángulo con una poderosa ventana que se abre a la ancha avenida, justo frente al edificio de la policía local, al parque del Oeste y, más allá, al perfil homogéneo de las barriadas periféricas: edificios baratos de ocho plantas, donde se hacinan cientos de familias. Y, por encima, un fragmento geométrico de cielo, recortado por los límites del ventanal. Un fragmento que puedo ampliar o reducir, a mi gusto, simplemente subiendo o bajando la vieja persiana.
Mi “mesa de trabajo” (que es una antigua mesa de montador, de la época gloriosa en que las artes gráficas eran un oficio respetable, una artesanía) consiste en un cristal traslúcido enmarcado en madera, quiero decir, aglomerado barnizado de un marrón que envejece, y está situada justo en un rincón del cuarto, junto a la ventana, no frontal, sino rinconera. Para mirar al mundo exterior sólo tengo que girar la cabeza a la derecha.
Si hay alguien cuando llego, lo saludo e inmediatamente me voy a mi rincón. Aunque traiga algún buen propósito en la cabeza, la idea de hacer algo, de emprender alguna tarea, de poner en marcha una iniciativa nueva, lo primero que hago indefectiblemente es extender el periódico abierto sobre el cristal grisáceo de la mesa y dedicar una buena hora a dar cuenta –normalmente con indignación contenida– de los titulares del diario. Todo va mal. Todo va siempre muy mal. La situación internacional –pese a que vivimos en un país relativamente alejado de todo conflicto– le pone a uno los pelos de punta. Pero no es nada en comparación con lo enervante de la situación nacional, donde todo es disparatado, increíble, desmoralizador.
La mayoría de los días, el “chute de adrenalina” del diario –cuya línea editorial detesto– dura hasta la hora de irse a almorzar, las 10.30.
Entonces bajo –otra vez en el temible ascensor– con las dos teclistas y nos llegamos a una pequeña y aseada cafetería que regenta –como casi todo en el barrio– una china diligente. Los tiempos del bocadillo, la cerveza y el carajillo hace rato que pasaron. Ahora nos limitamos a un amargo y aguado café con leche y una tostada de aceite; mientras ellas repasan animadamente los eventos televisivos de la noche anterior, yo miro con fruición los titulares del diario local. A veces comentamos lo mal que va todo y las escasas perspectivas de cobrar a fin de mes.
El resto de la mañana la cosa no mejora. A veces llama alguien por teléfono a la oficina. Cada dos o tres semanas viene un mensajero. Una o dos veces al mes me pasan para que lea y corrija textos de una o dos páginas: un calendario, la solapa de un libro, el programa de un máster que ha reducido su horario de 500 a 150 horas. Cada mes hacemos, además, una asamblea de diez o doce minutos para corroborar que, quizá, este mes tampoco haya dinero para los salarios. Es de ver la cara que ponemos de funeral en esas ocasiones que, de tan reiteradas, son ya una verdadera “tradición” en la empresa.
Las horas que van del almuerzo a la salida son casi las peores. El furor del diario se ha disuelto. El café, lejos de despejar, deja un poso negro de inacción y abatimiento. Hojeo viejas revistas que acumulo y he repasado mil veces. Me leo una vez más los artículos que escribí in illo tempore, y que ya apenas si resaltan en las amarillentas hojas A4 que forman un montón en la estantería de mi espalda.
Antes tenía uno y hasta dos ordenadores en el cuarto, y me entretenía un rato mirando por internet, pero hace tiempo que se los han llevado para sustituir a otros que se rompieron o simplemente caducaron. Ahora hay dos mesas vacías a mi izquierda, que yo uso para seguir acumulando periódicos. El polvo lo cubre todo, como si fuera un sudario.
Los días que hace sol el cielo proyecta sobre el cristal de mi mesa un rectángulo creciente, con su azul vaporoso, las nubes andarinas y un destello brillante y cegador. A veces pasa un avión. Otras, una bandada de pájaros en formación. Pienso que ya no tardaré mucho en imitarlos, claro que con la suerte cambiada. Aunque a veces me invade el pánico: no sé si desde el sexto será suficiente.
A partir de la una comienzo a mirar el reloj con inquietud. A las dos, agrupo los bártulos que voy a llevarme, para no olvidar ninguno: las llaves, el monedero, el móvil, el periódico, los indicios de lo que traje de casa para hacer y que no he hecho. Mis nervios están de punta, con la tensión acumulada de ese infernal juego de horas con la nada. Y mañana será igual. Y pasado.
El metro vuelve lleno a mediodía. Sobre todo, si trae a la gente del aeropuerto: decenas de turistas que miran con desconfianza a la gente mientras se arrebujan junto a sus maletas lustrosas y bien cerradas. Para evitar la claustrofobia, me leo la página de atrás del diario. Últimamente, siempre incluye referencias gastronómicas. Así voy abriendo el apetito.
Mientras cubro a pie el largo tramo que une la parada del metro con mi domicilio, pienso que mañana podría empezar a hacer justo lo que hoy no he hecho. Eso me anima. Claro que quizás mañana decidamos cerrar la empresa, o jubilarnos, o disolvernos... Mañana, je, je. ¿Quién sabe lo que pasará mañana?







El desorden de nuestras vidas
Manuel Turégano