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Ver la versión completa : El aroma de mis ancestros



Minelis
08/05/2015, 11:54
;-) Tiempo hace que no escribo mucho por acá, así que les comparto un relato que busca de cierta forma honrar a quienes sembraron mis raíces en esta tierra.

…A momentos, aunque muy escasos, me tira el toque del tambor, lo rechazo por mi fe, por lo que hay más allá de lo que percibe el ojo humano, me puede más sin duda, y ahí me dejo arrastrar, las notas de Chopin, disfruto el trasfondo árabe de la gaita española, me pica el catolicismo, grita el protestantismo y los orishas y el vudú no dejan de acechar a la sombra.

Miro desde mi pequeña estatura abriendo los ojos, apretando los labios, uniendo las manos sobre las piernas y dando un paso hacia atrás buscando el calor y protección de mi padre, a la negra Asunción. Su piel es tan negra, y pregunto a mi padre

-¿Mi abuela Asunción tizna? – mi padre sonríe

-No mi niña, no tizna, ve, salúdala.

Me le acerco despacio, es alta, esbelta para sus casi 90 años, muy delgada, y me observa seria, le doy el beso: -“Su bendición”. Coloca las manos arrugadas, de dedos largos sobre mi frente y con una casi sonrisa responde “Santo hija”.

Mientras entabla conversación con mi padre devoro con la vista cada pared con sus cuadros añejos, cada mueble. Respiro el olor a viejo y a negros, pero no me desagrada, algo de aquel ambiente me resulta mío. Regreso la vista a Asunción y trato de penetrar su alma.

Tiene un aire, no sé por qué, pero un aire de reina. Quizás sea eso lo que enamoró hace más de 70 años al bisabuelo Vicente. No pude conocerlo a él, sé que era alto, casi rubio, y por la pequeña foto del carnet, aprecio que fue un hombre muy severo. Abuela habla de él con orgullo, aunque también habla con orgullo de su abuelo haitiano, el padre de Asunción.

Cuenta abuela que era cagüeiro, que se transformaba en animal, sobre todo por las noches, no saben si en serpiente, perro jíbaro, o gavilán, o si en los tres; pero asegura que cuando salían de casa de los abuelos para ir a caballo de regreso a casa de Asunción y Vicente, siempre se les atravesaba alguno de estos animales, y al llegar a casa, allí estaba el taita, sonriente, mascando tabaco, muy fresco sentado en un taburete y nadie podía explicar cómo, a pie, llegaba siempre antes que ellos a caballo; por eso, cuando supe por primera vez de Makandal a los 17, me maravillé tanto como de real parecía y se sentía aquella historia, quien sabe y el viejo Planche fue también mosquito.




Wicha tenía una mezcla intrigante no solo de negra y blanco, sino también de mujer respetable y sensual. Disfrutaba cada vez que me hacía la historia de cómo un árabe le ofreció un par de mulos cargados de mercancía al abuelo Vicente a cambio de su mano, allá por los años 40 del siglo pasado, en las montañas del Salvador. Vicente ofendido mandó al árabe a …un lugar muy lejos. Además ya Wicha había fijado sus ojos negros en un mulato que tocaba las maracas en un pequeño conjunto musical que amenizaba los guateques de los sábados en “El Caró”.




Pepilla fue hermosa a los 15 como a los 50. Mulata aindiada, con el cabello más allá de la cintura. Prendó a muchos, pero su corazón solo lo cautivó un francés acriollado y humilde que le hizo una boda que fue recordada por mucho tiempo. Los hijos de Pepilla y Enrique fueron hermosos, orgullosos, y codiciados, todos parecidos, y todos diferentes, los había blancos, indios, trigueños, mulatos y hasta un pelirrojo. Tuvieron una familia enorme con integrantes tanto de la derecha reservada, como de la izquierda comprometida, convertido alguno en mártir.

El joven Raúl trabajaba en la zafra, y en “tiempo muerto”, disfrutaba al son de sus maracas, sabiéndose centro de atención de las jovencitas y de no tan jóvenes, pues tenía un encanto que era imposible ignorar.

Difícil la tuvo Wicha, pero pudo más que todas su rivales, quien sabe y el espíritu del taita hizo de las suyas para alegrar el corazón de la nieta. Se sintió dueña cuando una vez casada, recibió el abrazo de Pepilla, quien le dijo: “eres justo la mujer que quise para mi hijo.”



Marcolina se vino de Canarias a Puerto Rico, y de ahí a Cuba. Llegó con el vientre cargado y un buen hombre se hizo cargo de la cría por venir, y de los que ya estaban, y de los de luego. Alta, de cabellos crespos y ojos claros, luchadora, horcón de una descendencia que se multiplicó por todo el Oriente cubano.



Nina llegó muy chica de España, tuvo cinco hijas que llenó de amor, ternura y sensibilidad. De Marcolina fue Millo revolucionario severo; y de Nina, Dulce María, de cabello muy lacio y sedoso, ojos achinados, mirada feliz, y labios que no dejaban de sonreír. No fue mujer de un solo hombre porque el primero no le resultó; Millo el segundo, le dio un poco de felicidad, algo de amargura y unos cuantos hijos, más de los que ya traía, y la dejó con sus muchos hijos y su risa constante para irse detrás de unos grandes ojos verdes, cabellos rubios y piel virgen que conoció en su años de rebelde en la Sierra. Llegó un tercer hombre para Dulce, pero la muerte se lo arrebató temprano, dejándole una princesa en brazos. Luchó con sus hijos sin perder un segundo de alegría, a pesar de la vida y de los golpes.



Wicha también olía a negra, pero era un olor dulce. Días antes de morir perdió su olor, la infección le fue ganando y ella fue disminuyendo, hasta que la agonía de ver llegar a Nena Turcaz, la tía que le hizo pasar tragos amargos, para llevarla consigo arrebató su último suspiro. Guardé su olor por casi un año en el conjunto verde que heredé, aún no le lavado, creyendo en vano que su aroma aún pueda tocar mi nariz.

Dulce María tenía un olor más agrio, pero me gustaba también sentirlo, sobre todo en sus cabellos. Conservó su olor hasta el último día, ese en que por primera vez vi cómo el brillo de sus ojos se había marchado, y sus labios ya no querían, o no lograban sonreír.

Millo olía a limpio, a blanco limpio. Su olor me fue siempre más ajeno, aunque no su eterno cariño.
Raúl fue hermoso hasta el momento en que su corazón decidió quebrarse en tres, más de 70 años y seguía hermoso como un dios de bronce, y tenía aquel olor que me busca buscar en los hombres, un aroma que amo y me recuerda los años 80, porque fue cuando más cerca le tuve.

A mí entonces me queda por la mezcla, el agridulce donde es más fuerte el negro. Eso somos los cubanos, un agradable revolico de olores, sabores, matices, ideas, sueños.

Se puede cerrar los ojos y aspirar profundo, se siente un aroma único y a la vez diverso, que solo puede respirarse en esta tierra, y que viene de otros siglos, y que está impregnado en las paredes, la corteza de árboles, en la tierra, en esa que reposan quietos, nuestros ancestros.