Avicarlos
25/03/2013, 07:45
RUANO
I
Año 1944.
Ojos ardidos, negra retinta la piel, pelo corto y rizado, Feliciano Orihuela llegó a la estancia “Los Nogués” y pidió trabajo.
Un par de horas después lo atendió el patrón, Salvador Nogueira.
- Así que andás buscado trabajo.
- Si señor, si hay algo pa’ conchabarme se lo voy a agradecer.
- Ajá! Y decime: ¿No me andarás huyendo de la justicia, vos?
- No señor, soy hombre tranquilo y no me gustan las pendencias.
- Bueno, bueno... ¿Y de donde sos vos?
- Soy de Durazno... uruguayo soy.
- ¿Y como te llamás?
- Feliciano..... Feliciano Orihuela, pa’ servirle ...
Se hizo un corto silencio;
- Escuchame bien, te voy a hablar clarito. Me está haciendo falta algo de gente, pero aquí hay que trabajar; quiero tipos cumplidores, que no le hagan asco a ninguna labor que sea necesaria; no quiero vagos en mi estancia...así que ya sabés...
- Si señor, quédese tranquilo, no soy arisco pa’ ningún trabajo...
- Está bien, vas a estar unos días a prueba. Si andás bien te quedás en firme.
- Sí señor, muchas gracias.
- Decime don Salvador, nomás
- Gracias don Salvador.
- Andá y hablá con el capataz, decile que yo te mando.
- A sus órdenes, y otra vez gracias, don Salvador.
Y para el lado de los corrales fue el Feliciano y habló con el capataz.
- ¿Y qué sabés hacer vos?
- Sé pialar, herrar y si me apuran también me le animo a la doma
- ¿Dijiste que sabés herrar?
- Sí, más o menos algo le hago.
- Bien, entonces te vas a ir pa’ la herrería. Ahí me hace falta un ayudante.
- Gracias capataz, ya mismo salgo pa’ allá.
- Sí, está bien, pero antes acomodás tus pilchas en el galpón. Vas a tener un catre y cobijas. La comida al mediodía y a la noche, cuando tocan la campana se sirve en la cocina y por turno. Ya te acomodarás con los otros peones.
- Gracias capataz.
- Bueno, andá y hablá con el gringo Massimo, el herrero de la estancia. Y ya sabés, nada de líos ni andar chupando, pa’ eso tienen el domingo y el boliche en el pueblo.
- Si, mi capataz, no habrá problemas, soy tranquilo como agua e’ tanque.
- Eso espero, moreno..... ¡La púcha que sos negro, lo único blanco que tenés son los dientes!
- Y, sí capataz, siendo que la noche es negra, tiene estrellas pa’ brillar, ¿No le parece?
- ¡Ahijuna gran siete!.....mirá vos.... que habías sido medio poeta...Bueno, andá nomás....
Y rascándose la cabeza se quedó el capataz mientras pensaba y trataba de recordar...brillar las estrellas, ¿cómo era que dijo?... de la noche y las estrellas...
Pasó el tiempo y el Feliciano se aquerenció en la estancia. En la herrería trabajaba con el Massimo, un italiano grande y bonachón que muchos años atrás había llegado a dar con sus huesos por esos pagos. El negro aprendió bien el oficio, porque herrar un caballo es una cosa y hacer herraduras y trabajar el hierro caliente es otra, así que pronto se hizo baqueano en la tarea; y era apreciado por la peonada, especialmente por el capataz, que veía en él un hombre laborioso, compañero y leal, y además estaba, esa su alegría innata que contagiaba con esa risa a flor de labios en las que sus dientes brillaban como marfiles pulidos por el sol.
El Feliciano no era un tipo de parrandas ni bebidas. Nunca rumbeó en los domingos para el boliche o la pulpería del pueblo con el resto de la peonada. Solitario, solía montar un pingo de la caballada de la estancia y recorría leguas y leguas por la inmensidad del campo sin más amigos que sus pensamientos. A veces se llegaba hasta el estero cercano, desmontaba y allí se quedaba con los ojos fijos en el agua verde y quieta. Fumaba algún cigarro y de tanto en tanto dirigía alguna palabra al caballo que pastaba a su lado. El Feliciano amaba los caballos. El Feliciano hablaba con los caballos. Siempre solía decir que cuando un hombre montaba a un animal, los dos eran una sola cosa; hombre y caballo una sola pieza, un solo ser, una misma esencia. El negro era ciertamente una especie de poeta.
Tres años después de su llegada, la calma rutinaria del Feliciano se quebró imprevistamente.
Una mañana, orillando los corrales vio a una de las yeguas que estaba pariendo.
Se quedó un rato hasta que nació el potrillo.
Y fue un relámpago de emoción lo que le iluminó la cara y lo paralizó como alcanzado por el mismo rayo. Ahí, frente a sus ojos, casi de rodillas , intentando pararse sobre sus frágiles y temblorosas patas, un potrillo, el más hermoso que viera alguna vez, estaba siendo lamido por la madre para quitarle los restos de placenta de aquel cuerpo en el que ya se advertía incipiente, el gris mechado con el blanco amarillento de los bayos ruanos. Era sin dudas un ruano, un potro tan bello que aprisionó sus sentidos al instante.
Esa noche, el Feliciano tuvo sueños, sueños con visiones de un caballo, de un ruano que se acercaba a él, lo olisqueaba, daba vueltas alrededor de su catre y él le hablaba , le rascaba el morrillo, las costillas, el lomo, y se reía el Feliciano... se reía dormido el Feliciano.
Pasaban los días y apenas el negro tenía un momento, se largaba para el corral. Y se quedaba absorto, contemplando embelesado el potrillito, el ruano, y le decía a los peones, ese será mi caballo, mío y de nadie más. Lo voy comprar aunque tenga que trabajar gratis, aunque tenga que pedírselo de rodillas a don Salvador, pero el ruano será mío. Y seguía mirando embobado al pequeño animal.
Al tiempo, una tarde, luego de haber terminado con su trabajo, fue a verlo al patrón y le pidió el caballo. Salvador Nogueira era un hombre bueno y le había tomado estima al Feliciano, además él ya sabía por boca del capataz cuanto se había encariñado el negro con el potrillo.
Casi se desmaya, cuando oyó de la boca del patrón: “Mirá Feliciano, te lo voy a regalar, te doy el ruano......sos cumplidor y muy bueno pa` todas las tareas... nada tenés que pagar... te lo has ganado por ser un buen peón y buena persona...andá nomás..... el caballo es tuyo”.
Y el Feliciano no durmió. La pasó llorando y riendo a la vez, hasta que al fin se levantó del catre y enfiló para el corral. Se quedó mirando por largo rato al pequeño caballo mientras le susurraba por lo bajo...ruano...ruano, ni nombre te habré de poner, ¡nada, qué carajo! siempre serás mi ruano... y los carbones de sus ojos fulguraban como dos brasas ardientes.
Unos dos años después el potro ya era todo un soberbio ejemplar. Ni siquiera necesitó domarlo. De a poco le fue quitando las cosquillas. Le hablaba a la oreja y el ruano parecía entender lo que el negro le decía. Ya tenía por entonces un pecho amplio, ancas fuertes y angostas y unas patas tan perfectas que parecían talladas por un orfebre. Pelaje gris oscuro mechado con gris tirando a blanco amarillento, crines y cola de un azafranado claro. Ciertamente era un hermoso animal y el Feliciano se desvivía por él. Bien alimentado y cuidado se tornó en una figura imponente que realzaba por sobre el resto de la caballada.
Así fue como el Feliciano parecía haber satisfecho la ambición de su vida. Los domingos montaba su caballo y se largaba sin rumbo bebiendo los vientos pamperos y hablando con su ruano casi en silencio, y al regresar era una hermosa estampa que se recortaba indivisible sobre el horizonte cuando asomaban desde el fondo mismo de la llanura. Tal como decía el negro, los dos formaban una sola pieza, una misma esencia, quizás tan cierto como creer que el hombre comprendía el alma de los caballos.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.
Nota: Esta es parte de la obra de "Un apreciado amigo" de entre varias que me envió. Seguiré próximamente con este relato que al igual que el anterior, no cabe en un post por su extensión.
Saludos de Avicarlos.
I
Año 1944.
Ojos ardidos, negra retinta la piel, pelo corto y rizado, Feliciano Orihuela llegó a la estancia “Los Nogués” y pidió trabajo.
Un par de horas después lo atendió el patrón, Salvador Nogueira.
- Así que andás buscado trabajo.
- Si señor, si hay algo pa’ conchabarme se lo voy a agradecer.
- Ajá! Y decime: ¿No me andarás huyendo de la justicia, vos?
- No señor, soy hombre tranquilo y no me gustan las pendencias.
- Bueno, bueno... ¿Y de donde sos vos?
- Soy de Durazno... uruguayo soy.
- ¿Y como te llamás?
- Feliciano..... Feliciano Orihuela, pa’ servirle ...
Se hizo un corto silencio;
- Escuchame bien, te voy a hablar clarito. Me está haciendo falta algo de gente, pero aquí hay que trabajar; quiero tipos cumplidores, que no le hagan asco a ninguna labor que sea necesaria; no quiero vagos en mi estancia...así que ya sabés...
- Si señor, quédese tranquilo, no soy arisco pa’ ningún trabajo...
- Está bien, vas a estar unos días a prueba. Si andás bien te quedás en firme.
- Sí señor, muchas gracias.
- Decime don Salvador, nomás
- Gracias don Salvador.
- Andá y hablá con el capataz, decile que yo te mando.
- A sus órdenes, y otra vez gracias, don Salvador.
Y para el lado de los corrales fue el Feliciano y habló con el capataz.
- ¿Y qué sabés hacer vos?
- Sé pialar, herrar y si me apuran también me le animo a la doma
- ¿Dijiste que sabés herrar?
- Sí, más o menos algo le hago.
- Bien, entonces te vas a ir pa’ la herrería. Ahí me hace falta un ayudante.
- Gracias capataz, ya mismo salgo pa’ allá.
- Sí, está bien, pero antes acomodás tus pilchas en el galpón. Vas a tener un catre y cobijas. La comida al mediodía y a la noche, cuando tocan la campana se sirve en la cocina y por turno. Ya te acomodarás con los otros peones.
- Gracias capataz.
- Bueno, andá y hablá con el gringo Massimo, el herrero de la estancia. Y ya sabés, nada de líos ni andar chupando, pa’ eso tienen el domingo y el boliche en el pueblo.
- Si, mi capataz, no habrá problemas, soy tranquilo como agua e’ tanque.
- Eso espero, moreno..... ¡La púcha que sos negro, lo único blanco que tenés son los dientes!
- Y, sí capataz, siendo que la noche es negra, tiene estrellas pa’ brillar, ¿No le parece?
- ¡Ahijuna gran siete!.....mirá vos.... que habías sido medio poeta...Bueno, andá nomás....
Y rascándose la cabeza se quedó el capataz mientras pensaba y trataba de recordar...brillar las estrellas, ¿cómo era que dijo?... de la noche y las estrellas...
Pasó el tiempo y el Feliciano se aquerenció en la estancia. En la herrería trabajaba con el Massimo, un italiano grande y bonachón que muchos años atrás había llegado a dar con sus huesos por esos pagos. El negro aprendió bien el oficio, porque herrar un caballo es una cosa y hacer herraduras y trabajar el hierro caliente es otra, así que pronto se hizo baqueano en la tarea; y era apreciado por la peonada, especialmente por el capataz, que veía en él un hombre laborioso, compañero y leal, y además estaba, esa su alegría innata que contagiaba con esa risa a flor de labios en las que sus dientes brillaban como marfiles pulidos por el sol.
El Feliciano no era un tipo de parrandas ni bebidas. Nunca rumbeó en los domingos para el boliche o la pulpería del pueblo con el resto de la peonada. Solitario, solía montar un pingo de la caballada de la estancia y recorría leguas y leguas por la inmensidad del campo sin más amigos que sus pensamientos. A veces se llegaba hasta el estero cercano, desmontaba y allí se quedaba con los ojos fijos en el agua verde y quieta. Fumaba algún cigarro y de tanto en tanto dirigía alguna palabra al caballo que pastaba a su lado. El Feliciano amaba los caballos. El Feliciano hablaba con los caballos. Siempre solía decir que cuando un hombre montaba a un animal, los dos eran una sola cosa; hombre y caballo una sola pieza, un solo ser, una misma esencia. El negro era ciertamente una especie de poeta.
Tres años después de su llegada, la calma rutinaria del Feliciano se quebró imprevistamente.
Una mañana, orillando los corrales vio a una de las yeguas que estaba pariendo.
Se quedó un rato hasta que nació el potrillo.
Y fue un relámpago de emoción lo que le iluminó la cara y lo paralizó como alcanzado por el mismo rayo. Ahí, frente a sus ojos, casi de rodillas , intentando pararse sobre sus frágiles y temblorosas patas, un potrillo, el más hermoso que viera alguna vez, estaba siendo lamido por la madre para quitarle los restos de placenta de aquel cuerpo en el que ya se advertía incipiente, el gris mechado con el blanco amarillento de los bayos ruanos. Era sin dudas un ruano, un potro tan bello que aprisionó sus sentidos al instante.
Esa noche, el Feliciano tuvo sueños, sueños con visiones de un caballo, de un ruano que se acercaba a él, lo olisqueaba, daba vueltas alrededor de su catre y él le hablaba , le rascaba el morrillo, las costillas, el lomo, y se reía el Feliciano... se reía dormido el Feliciano.
Pasaban los días y apenas el negro tenía un momento, se largaba para el corral. Y se quedaba absorto, contemplando embelesado el potrillito, el ruano, y le decía a los peones, ese será mi caballo, mío y de nadie más. Lo voy comprar aunque tenga que trabajar gratis, aunque tenga que pedírselo de rodillas a don Salvador, pero el ruano será mío. Y seguía mirando embobado al pequeño animal.
Al tiempo, una tarde, luego de haber terminado con su trabajo, fue a verlo al patrón y le pidió el caballo. Salvador Nogueira era un hombre bueno y le había tomado estima al Feliciano, además él ya sabía por boca del capataz cuanto se había encariñado el negro con el potrillo.
Casi se desmaya, cuando oyó de la boca del patrón: “Mirá Feliciano, te lo voy a regalar, te doy el ruano......sos cumplidor y muy bueno pa` todas las tareas... nada tenés que pagar... te lo has ganado por ser un buen peón y buena persona...andá nomás..... el caballo es tuyo”.
Y el Feliciano no durmió. La pasó llorando y riendo a la vez, hasta que al fin se levantó del catre y enfiló para el corral. Se quedó mirando por largo rato al pequeño caballo mientras le susurraba por lo bajo...ruano...ruano, ni nombre te habré de poner, ¡nada, qué carajo! siempre serás mi ruano... y los carbones de sus ojos fulguraban como dos brasas ardientes.
Unos dos años después el potro ya era todo un soberbio ejemplar. Ni siquiera necesitó domarlo. De a poco le fue quitando las cosquillas. Le hablaba a la oreja y el ruano parecía entender lo que el negro le decía. Ya tenía por entonces un pecho amplio, ancas fuertes y angostas y unas patas tan perfectas que parecían talladas por un orfebre. Pelaje gris oscuro mechado con gris tirando a blanco amarillento, crines y cola de un azafranado claro. Ciertamente era un hermoso animal y el Feliciano se desvivía por él. Bien alimentado y cuidado se tornó en una figura imponente que realzaba por sobre el resto de la caballada.
Así fue como el Feliciano parecía haber satisfecho la ambición de su vida. Los domingos montaba su caballo y se largaba sin rumbo bebiendo los vientos pamperos y hablando con su ruano casi en silencio, y al regresar era una hermosa estampa que se recortaba indivisible sobre el horizonte cuando asomaban desde el fondo mismo de la llanura. Tal como decía el negro, los dos formaban una sola pieza, una misma esencia, quizás tan cierto como creer que el hombre comprendía el alma de los caballos.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.
Nota: Esta es parte de la obra de "Un apreciado amigo" de entre varias que me envió. Seguiré próximamente con este relato que al igual que el anterior, no cabe en un post por su extensión.
Saludos de Avicarlos.