Avicarlos
22/03/2013, 07:24
Esta minihistoria, la transcribo en nombre de "Un apreciado amigo", que se halla indispuesto para subirla él.
LA CRUZ DE HIERRO
INTRODUCCIÓN
En un lugar del tiempo, hace ya una incierta cantidad de millones de años, separadas las tierras de las aguas, un átomo químico de los océanos contrariando su propia indivisibilidad liberó cantidades incontables de partículas que después trasmutaron en inmensa variedad de especies primarias dando origen a nutridas formas de vida; de entre ellas fue formándose el hombre. La creación de esta especie tuvo un largo proceso evolutivo y a esta última rama de la creación perteneció Hanz Sielder. Seguramente no es esta su historia completa; todo hombre sabe guardar un secreto; lo único que he sabido de él es lo que narró.
I - ¿QUIÉN ES ESTE HOMBRE?
Caminaba rumbo a la avenida Oro de mi viejo pueblo de Manzanares. Yo le llamaba “pueblo”, pese a que desde muchos años atrás sus habitantes le llamaban pomposamente ciudad. En Manzanares había me había criado y allí, casi seguramente iré a entregar el día final, hasta que mi nombre escrito en una piedra se vaya erosionando sin pausa por el paso del tiempo que desvanece inexorable cualquier vestigio de vida pasada.
El frío de aquel mayo inclemente y lluvioso hacía estragos en mi humanidad, no obstante marchaba con paso rápido en dirección del “apples old coffee” donde iba a encontrarme con un amigo. El temporal parecía cobrar más fuerzas; aceleré la marcha embistiendo con firmeza el aguacero que me hostigaba de frente; allá en el fondo de la calle del otro lado de las vías, las luces del aserradero brillaban fragmentadas en los charcos de agua formados por la lluvia, y más atrás, los faroles del alumbrado público se hamacaban furiosamente entre los cables y parecerían desmembrarse con cada embate del viento.
El sonido metálico de varios objetos, detuvo mis pasos casi en la esquina de la avenida. Dos o tres monedas rodaron en el agua arrastradas por las ráfagas de la ventisca que formaba en la acera un pequeño y veloz arroyuelo, pero firme como adherida al piso se encontraba una hermosa cruz de metal, en las que se destacaba entrelazada por dentro de un anillo pequeño en el borde superior de la pieza, una cinta multicolor que reconocí al instante como los de la bandera alemana. Al dorso de la cruz se advertían ilegibles filigranas. No sé qué instinto hizo que la recogiera y la guardase en el interior de mi chaqueta invernal. Las monedas ya habían desaparecido de mi vista tragadas por el alcantarillado de la esquina.
Pero si la extraña aparición de estos objetos provocaron mi asombro, mayor fue aún cuando al doblar la esquina, ya en la acera de la avenida Oro, a no más de un metro del vértice formado por el codo de la casa del juez de paz, yacía en el suelo un hombre bastante mayor a simple vista, extendido cuan largo era como si estuviese durmiendo tranquilamente. Vestía un impermeable que al abrirse con la caída, dejaba entrever un traje de lana gris ya empapado por la lluvia; un brazo solamente quebraba esa visión serena, un brazo extendido, rígido y amenazador como señalando algún punto cardinal desconocido.
La tormenta arreciaba y no se veía un alma por las calles inundadas: Llamé con el móvil a emergencias, que en unos minutos se hizo presente en el lugar. Mientras tanto traté de correr con sumo cuidado el cuerpo bajo el balcón de la casa del juez, tratando de evitar que se siguiera mojando como un animal muerto. En un principio daba la impresión que el hombre ya no vivía, pero al tomarle el pulso mientras le acomodaba de la mejor manera en el reparo que ofrecía el balconcillo, noté el débil palpitar de su corazón.
Yo era el único testigo del hecho, y ambos, los paramédicos y la policía que llegó detrás de estos, me preguntaron si podía acompañarlos. Como no sabía con quienes tenía que ir, luego de un intercambio de palabras entre los uniformados y los profesionales sanitarios, quedamos en que fuera en la ambulancia con estos últimos; “que si el paciente llegase a morir, ya me llamarían de la estación de policía”.
Haciendo sonar la sirena y brillando las luces intermitentes superiores partió la ambulancia a gran velocidad, mientras dentro de la misma yo veía las manipulaciones que hacían los paramédicos para detectar el estado del hombre; le conectaron a un monitor mientras le inyectaban algún tipo de medicamento, pero la persona aparentaba no dar signos de vida. Realmente parecía muerto, pero no lo estaba. La vida es auto combativa por naturaleza propia.
Llegamos al hospital, donde me hicieron firmar un papel en el que constaba fecha y hora del suceso informado y del arribo de la ambulancia –curiosamente decía “al lugar del siniestro”.También consignaba en la casilla para el nombre y apellido, la sigla “NN”, puesto que al parecer el hombre no portaba documento alguno.
Antes de irme y mientras esperaba el taxi que acababa de llamar, pregunté a uno de los paramédicos que ya habían entregado el cuerpo en la sala de emergencias, si podía venir a ver como “andaba ese hombre”. Me dijeron que si se reponía, podía visitarlo en los horarios estipulados para las visitas y que eso debía arreglarlo con el área administrativa.
Llegó mi automóvil y marché a casa; la lluvia se había transformado en una tenue garúa, mientras que por sobre el horizonte hacia el norte, se veían llamear por entre las ominosas nubes negras, pavorosos relámpagos acompañados de estampidos lejanos.
(Seguiré con II y III, por no caber aquí). Saludos de Avicarlos.
--- Mensaje agregado ---
Sigue este relato de "Un apreciado amigo"
II – DONDE YO JUGABA
A la tarde siguiente fui hasta el hospital, para ver si se me era permitido visitar y hablar con el “hombre de la lluvia”- tal como yo le había definido ante unos amigos que se enteraron del asunto-, pero me informaron que “hasta dentro de un par de días aproximadamente” ha de estar en terapia intensiva, puesto que su estado es aún algo delicado. Igualmente me indicaron que cuando pasara a internación común, debía respetar los horarios de visita, ya que yo no era pariente suyo.
Cuando salí del hospital, desde la administración me llamaron y me preguntaron si había obtenido algún dato de esta persona. Hice un movimiento negativo con la cabeza. Ellos al igual que la policía tampoco tenían ninguna información. El hombre no llevaba consigo ningún tipo de identificación y seguía siendo un enigma su presencia en Manzanares, y aún no se hallaba con fuerzas como para dialogar y sólo logró balbucear algunas palabras sueltas y entrecortadas, en una lengua extranjera que en un principio no logré identificar.
Días después, le pasaron a una sala común y en el horario de visitas a pacientes pude ingresar a una habitación con dos camas, una de las cuales se hallaba desocupada. En la otra, un hombre, el mismo que recordaba abatido en la tormenta - parecía algo más delgado- se enderezó sobre el lecho como si quisiera sentarse; le ayudé, hizo un gesto de agradecimiento y me miró fijamente; luego de un corto silencio sonrió y respondió a mi saludo en un idioma que de inmediato reconocí como alemán.
Observé en ese hombre unos ojos claros tan habituales en la raza germana, y con mi mejor y amistosa expresión le pregunté en un bárbaro inglés si hablaba otros idiomas. Me respondió con una seña que le alcanzara un papel y un bolígrafo. Conseguí y le entregué lo solicitado y escribió: russe, english, y para mi alegría la última que garabateó: italian; ese era mi idioma de nacimiento y yo aún lo hablaba y entendía sin problemas.
Obviamente que de inmediato, además de presentarme, le conté lo sucedido y la razón por la cual me hallaba con él en esos momentos. Escuchó con mucha atención y me agradeció lo que había hecho. El italiano que hablaba me impresionó por su acento y fluidez. Nada que envidiar a un natural de las tierras del Dante.
Iniciamos una conversación en dicho idioma y pude saber su nombre: Hanz Sielder; luego me indicó que no llevaba encima documentos, pues los había dejado en su equipaje en casa de la viuda de una persona que había venido a visitar desde su Alemania, y se encontró que un par de días antes, durante su vuelo a nuestro país, este hombre había fallecido por lo cual no tenía conocimiento de ello hasta que llegó a su casa. Me dijo que poseía los pasajes aéreos de regreso para una fecha determinada y que los mismos caducaban dentro de dos días. Me pidió que explicara de ese asunto a la policía así la misma tenía tiempo de investigar sus datos y no lo retrasaban cuando dejara el hospital.
Prometí hacerlo y más tarde cumplí con ello. Finalmente me agradeció la ayuda que le había prestado y esta visita; luego buscó algo en la mesilla de noche y me pidió, alcanzándome un dinero, si podía comprarle algunas frutas como, frambuesas, moras, o arándanos; “yo agradecería eso sí, fruta fresca, no en conserva”; no acepté el dinero; “poi mi paga”, dije.
Se terminaba el horario de visitas y le prometí que al día siguiente volvería a verle. Nuevamente me agradeció y luego me despedí tomándole la mano tibia que me extendía. Una sacudida interna me estremeció cuerpo y alma, transmitiéndome la sensación que había algo excepcional o trascendente en aquel alemán que se reponía en el hospital de Manzanares. Yo trataría de averiguar algo más de lo que sentí en aquel apretón de manos, y eso sería mañana, claro está si él se disponía a hablar de algunas cosas más confidenciales que las protocolares. La enfermera de turno me indicó en tono amable pero firme que debía retirarme.
Al día siguiente, le llevé los frutos pedidos; arándanos y frutillas frescas, por lo que recibí un efusivo agradecimiento de Hanz. Yo había advertido que era un hombre que escuchaba con suma atención y tenía la cualidad de solicitar las cosas con un tono muy suave y amable, aunque también había notado que sus pedidos no estaban exentos de un tono oculto, al que prestándole la debida atención, sonaba como imperativo. Quizás se trataba de una ilusión mía, pero así lo percibía en las conversaciones que manteníamos.
Cuando llegamos al momento de las preguntas de su estadía en nuestro pueblo, entrecerró sus ojos grises, me dijo te contaré algo de mi vida y me narró lo siguiente:
"Yo nací y pasé mi infancia en Herreg. Yo era un niño feliz que creció en ese pueblo, cerca de la frontera con Austria y algo más lejana con la de Checoslovaquia, y creo que era un lugar mágico; por entonces soñaba con ser músico o escritor, pero ya sabes, cuando estaba a punto de culminar mis estudios universitarios de filosofía y letra, llegó la guerra. Herreg, dijo, y entrecerró los ojos, allí casi nadie se daba cuenta de que en Herreg vivíamos prendidos en un área especial, tejida con las fibras de la suerte y sus circunstancias. Yo lo supe desde niño, cuando tenía doce años y el mundo era una lámpara mágica y yo veía iluminados por el resplandor verdoso del alcohol de las farolas, el pasado el presente y el futuro.
Mira, al principio todos conocemos algo que llamamos algo así como magia, pero no hablo de los ilusionistas de teatros; la magia de la que hablo es otra; no puedes verla con la vista; la sientes dentro de ti y entonces la entiendes. Todos nacemos envueltos en tempestades, fuegos y misterios en nuestro interior. Nacemos capaces de comprender el canto de los pájaros, interpretar las nubes y de leer nuestro destino en los granos de arena. Pero luego la escuela expulsa esa magia de nuestra alma; nos ponen duros como el hierro, y nos dicen que seamos responsables, serios; que nos hagamos mayores. ¿Para qué?
Cuando una canción despierta algún recuerdo de nuestra infancia, cuando unas motas de polvo revoloteando en un rayo de luz aparta nuestra atención de este mundo de mayores, cuando una noche oímos pasar un tren en la lejanía y nos preguntamos donde irá, estamos dando pasos fuera de nosotros mismos y del lugar donde nos hallamos. En ese instante hemos penetrado en el reino de la magia de la que te hablo. Si, sin dudas, Herreg era un lugar mágico encerrado entre montañas, arroyos encrespados, bosques de pinos, hayas y abetos; el pasto crecía verde e intenso fulgurando como una inmensa esmeralda que no tenía fin frente ante tus ojos; allí los espíritus deambulaban a la luz de la luna; salían del verde cementerio y ascendían a las colinas para hablar de los viejos tiempos. Lo sé; yo los oía. La brisa se colaba por las rendijas de las ventanas, trayendo el olor de las madreselvas y el atronar de los dentados relámpagos azules que se estrellaban contra la tierra. Sufríamos sequías y tormentas y el río que atravesaba la aldea, la comarca toda, tenía la enojosa costumbre de desbordarse.
Yo guardo todos esos recuerdos de la vida del niño que fui sumido en un mundo de encantamientos, lo recuerdo, pero cuando nos hicimos mayores, ese mundo desapareció, y allá en mi patria lejana estalló para imponer sobre niños y grandes , una crueldad indecible, ya no había magia, esa era entonces la realidad………Bueno, no sé si me entiendes, parece que estoy divagando un poco, estoy bastante viejo pero aún me gusta hablar de aquella infancia y de la brutal contrapartida que me trajo a tu pueblo……”
Dijo esto último, cerró sus ojos y se quedó dormido rápidamente. Yo estaba intensamente emocionado por lo que había escuchado de boca de aquel alemán que parecía hablar como un poeta; realmente este hombre era un alma grande, tenía a su alcance el poder de incendiar la imaginación con sus palabras; seguramente hubiera sido un gran escritor, que eso era lo que él quería. Me fui a casa, esperando el día de mañana, el último de su estadía en el hospital; estaba ansioso por conocer las causas que le trajeran a Manzanares.
(Seguirán III y el epílogo, con dos cortes más)
Saludos de Avicarlos
LA CRUZ DE HIERRO
INTRODUCCIÓN
En un lugar del tiempo, hace ya una incierta cantidad de millones de años, separadas las tierras de las aguas, un átomo químico de los océanos contrariando su propia indivisibilidad liberó cantidades incontables de partículas que después trasmutaron en inmensa variedad de especies primarias dando origen a nutridas formas de vida; de entre ellas fue formándose el hombre. La creación de esta especie tuvo un largo proceso evolutivo y a esta última rama de la creación perteneció Hanz Sielder. Seguramente no es esta su historia completa; todo hombre sabe guardar un secreto; lo único que he sabido de él es lo que narró.
I - ¿QUIÉN ES ESTE HOMBRE?
Caminaba rumbo a la avenida Oro de mi viejo pueblo de Manzanares. Yo le llamaba “pueblo”, pese a que desde muchos años atrás sus habitantes le llamaban pomposamente ciudad. En Manzanares había me había criado y allí, casi seguramente iré a entregar el día final, hasta que mi nombre escrito en una piedra se vaya erosionando sin pausa por el paso del tiempo que desvanece inexorable cualquier vestigio de vida pasada.
El frío de aquel mayo inclemente y lluvioso hacía estragos en mi humanidad, no obstante marchaba con paso rápido en dirección del “apples old coffee” donde iba a encontrarme con un amigo. El temporal parecía cobrar más fuerzas; aceleré la marcha embistiendo con firmeza el aguacero que me hostigaba de frente; allá en el fondo de la calle del otro lado de las vías, las luces del aserradero brillaban fragmentadas en los charcos de agua formados por la lluvia, y más atrás, los faroles del alumbrado público se hamacaban furiosamente entre los cables y parecerían desmembrarse con cada embate del viento.
El sonido metálico de varios objetos, detuvo mis pasos casi en la esquina de la avenida. Dos o tres monedas rodaron en el agua arrastradas por las ráfagas de la ventisca que formaba en la acera un pequeño y veloz arroyuelo, pero firme como adherida al piso se encontraba una hermosa cruz de metal, en las que se destacaba entrelazada por dentro de un anillo pequeño en el borde superior de la pieza, una cinta multicolor que reconocí al instante como los de la bandera alemana. Al dorso de la cruz se advertían ilegibles filigranas. No sé qué instinto hizo que la recogiera y la guardase en el interior de mi chaqueta invernal. Las monedas ya habían desaparecido de mi vista tragadas por el alcantarillado de la esquina.
Pero si la extraña aparición de estos objetos provocaron mi asombro, mayor fue aún cuando al doblar la esquina, ya en la acera de la avenida Oro, a no más de un metro del vértice formado por el codo de la casa del juez de paz, yacía en el suelo un hombre bastante mayor a simple vista, extendido cuan largo era como si estuviese durmiendo tranquilamente. Vestía un impermeable que al abrirse con la caída, dejaba entrever un traje de lana gris ya empapado por la lluvia; un brazo solamente quebraba esa visión serena, un brazo extendido, rígido y amenazador como señalando algún punto cardinal desconocido.
La tormenta arreciaba y no se veía un alma por las calles inundadas: Llamé con el móvil a emergencias, que en unos minutos se hizo presente en el lugar. Mientras tanto traté de correr con sumo cuidado el cuerpo bajo el balcón de la casa del juez, tratando de evitar que se siguiera mojando como un animal muerto. En un principio daba la impresión que el hombre ya no vivía, pero al tomarle el pulso mientras le acomodaba de la mejor manera en el reparo que ofrecía el balconcillo, noté el débil palpitar de su corazón.
Yo era el único testigo del hecho, y ambos, los paramédicos y la policía que llegó detrás de estos, me preguntaron si podía acompañarlos. Como no sabía con quienes tenía que ir, luego de un intercambio de palabras entre los uniformados y los profesionales sanitarios, quedamos en que fuera en la ambulancia con estos últimos; “que si el paciente llegase a morir, ya me llamarían de la estación de policía”.
Haciendo sonar la sirena y brillando las luces intermitentes superiores partió la ambulancia a gran velocidad, mientras dentro de la misma yo veía las manipulaciones que hacían los paramédicos para detectar el estado del hombre; le conectaron a un monitor mientras le inyectaban algún tipo de medicamento, pero la persona aparentaba no dar signos de vida. Realmente parecía muerto, pero no lo estaba. La vida es auto combativa por naturaleza propia.
Llegamos al hospital, donde me hicieron firmar un papel en el que constaba fecha y hora del suceso informado y del arribo de la ambulancia –curiosamente decía “al lugar del siniestro”.También consignaba en la casilla para el nombre y apellido, la sigla “NN”, puesto que al parecer el hombre no portaba documento alguno.
Antes de irme y mientras esperaba el taxi que acababa de llamar, pregunté a uno de los paramédicos que ya habían entregado el cuerpo en la sala de emergencias, si podía venir a ver como “andaba ese hombre”. Me dijeron que si se reponía, podía visitarlo en los horarios estipulados para las visitas y que eso debía arreglarlo con el área administrativa.
Llegó mi automóvil y marché a casa; la lluvia se había transformado en una tenue garúa, mientras que por sobre el horizonte hacia el norte, se veían llamear por entre las ominosas nubes negras, pavorosos relámpagos acompañados de estampidos lejanos.
(Seguiré con II y III, por no caber aquí). Saludos de Avicarlos.
--- Mensaje agregado ---
Sigue este relato de "Un apreciado amigo"
II – DONDE YO JUGABA
A la tarde siguiente fui hasta el hospital, para ver si se me era permitido visitar y hablar con el “hombre de la lluvia”- tal como yo le había definido ante unos amigos que se enteraron del asunto-, pero me informaron que “hasta dentro de un par de días aproximadamente” ha de estar en terapia intensiva, puesto que su estado es aún algo delicado. Igualmente me indicaron que cuando pasara a internación común, debía respetar los horarios de visita, ya que yo no era pariente suyo.
Cuando salí del hospital, desde la administración me llamaron y me preguntaron si había obtenido algún dato de esta persona. Hice un movimiento negativo con la cabeza. Ellos al igual que la policía tampoco tenían ninguna información. El hombre no llevaba consigo ningún tipo de identificación y seguía siendo un enigma su presencia en Manzanares, y aún no se hallaba con fuerzas como para dialogar y sólo logró balbucear algunas palabras sueltas y entrecortadas, en una lengua extranjera que en un principio no logré identificar.
Días después, le pasaron a una sala común y en el horario de visitas a pacientes pude ingresar a una habitación con dos camas, una de las cuales se hallaba desocupada. En la otra, un hombre, el mismo que recordaba abatido en la tormenta - parecía algo más delgado- se enderezó sobre el lecho como si quisiera sentarse; le ayudé, hizo un gesto de agradecimiento y me miró fijamente; luego de un corto silencio sonrió y respondió a mi saludo en un idioma que de inmediato reconocí como alemán.
Observé en ese hombre unos ojos claros tan habituales en la raza germana, y con mi mejor y amistosa expresión le pregunté en un bárbaro inglés si hablaba otros idiomas. Me respondió con una seña que le alcanzara un papel y un bolígrafo. Conseguí y le entregué lo solicitado y escribió: russe, english, y para mi alegría la última que garabateó: italian; ese era mi idioma de nacimiento y yo aún lo hablaba y entendía sin problemas.
Obviamente que de inmediato, además de presentarme, le conté lo sucedido y la razón por la cual me hallaba con él en esos momentos. Escuchó con mucha atención y me agradeció lo que había hecho. El italiano que hablaba me impresionó por su acento y fluidez. Nada que envidiar a un natural de las tierras del Dante.
Iniciamos una conversación en dicho idioma y pude saber su nombre: Hanz Sielder; luego me indicó que no llevaba encima documentos, pues los había dejado en su equipaje en casa de la viuda de una persona que había venido a visitar desde su Alemania, y se encontró que un par de días antes, durante su vuelo a nuestro país, este hombre había fallecido por lo cual no tenía conocimiento de ello hasta que llegó a su casa. Me dijo que poseía los pasajes aéreos de regreso para una fecha determinada y que los mismos caducaban dentro de dos días. Me pidió que explicara de ese asunto a la policía así la misma tenía tiempo de investigar sus datos y no lo retrasaban cuando dejara el hospital.
Prometí hacerlo y más tarde cumplí con ello. Finalmente me agradeció la ayuda que le había prestado y esta visita; luego buscó algo en la mesilla de noche y me pidió, alcanzándome un dinero, si podía comprarle algunas frutas como, frambuesas, moras, o arándanos; “yo agradecería eso sí, fruta fresca, no en conserva”; no acepté el dinero; “poi mi paga”, dije.
Se terminaba el horario de visitas y le prometí que al día siguiente volvería a verle. Nuevamente me agradeció y luego me despedí tomándole la mano tibia que me extendía. Una sacudida interna me estremeció cuerpo y alma, transmitiéndome la sensación que había algo excepcional o trascendente en aquel alemán que se reponía en el hospital de Manzanares. Yo trataría de averiguar algo más de lo que sentí en aquel apretón de manos, y eso sería mañana, claro está si él se disponía a hablar de algunas cosas más confidenciales que las protocolares. La enfermera de turno me indicó en tono amable pero firme que debía retirarme.
Al día siguiente, le llevé los frutos pedidos; arándanos y frutillas frescas, por lo que recibí un efusivo agradecimiento de Hanz. Yo había advertido que era un hombre que escuchaba con suma atención y tenía la cualidad de solicitar las cosas con un tono muy suave y amable, aunque también había notado que sus pedidos no estaban exentos de un tono oculto, al que prestándole la debida atención, sonaba como imperativo. Quizás se trataba de una ilusión mía, pero así lo percibía en las conversaciones que manteníamos.
Cuando llegamos al momento de las preguntas de su estadía en nuestro pueblo, entrecerró sus ojos grises, me dijo te contaré algo de mi vida y me narró lo siguiente:
"Yo nací y pasé mi infancia en Herreg. Yo era un niño feliz que creció en ese pueblo, cerca de la frontera con Austria y algo más lejana con la de Checoslovaquia, y creo que era un lugar mágico; por entonces soñaba con ser músico o escritor, pero ya sabes, cuando estaba a punto de culminar mis estudios universitarios de filosofía y letra, llegó la guerra. Herreg, dijo, y entrecerró los ojos, allí casi nadie se daba cuenta de que en Herreg vivíamos prendidos en un área especial, tejida con las fibras de la suerte y sus circunstancias. Yo lo supe desde niño, cuando tenía doce años y el mundo era una lámpara mágica y yo veía iluminados por el resplandor verdoso del alcohol de las farolas, el pasado el presente y el futuro.
Mira, al principio todos conocemos algo que llamamos algo así como magia, pero no hablo de los ilusionistas de teatros; la magia de la que hablo es otra; no puedes verla con la vista; la sientes dentro de ti y entonces la entiendes. Todos nacemos envueltos en tempestades, fuegos y misterios en nuestro interior. Nacemos capaces de comprender el canto de los pájaros, interpretar las nubes y de leer nuestro destino en los granos de arena. Pero luego la escuela expulsa esa magia de nuestra alma; nos ponen duros como el hierro, y nos dicen que seamos responsables, serios; que nos hagamos mayores. ¿Para qué?
Cuando una canción despierta algún recuerdo de nuestra infancia, cuando unas motas de polvo revoloteando en un rayo de luz aparta nuestra atención de este mundo de mayores, cuando una noche oímos pasar un tren en la lejanía y nos preguntamos donde irá, estamos dando pasos fuera de nosotros mismos y del lugar donde nos hallamos. En ese instante hemos penetrado en el reino de la magia de la que te hablo. Si, sin dudas, Herreg era un lugar mágico encerrado entre montañas, arroyos encrespados, bosques de pinos, hayas y abetos; el pasto crecía verde e intenso fulgurando como una inmensa esmeralda que no tenía fin frente ante tus ojos; allí los espíritus deambulaban a la luz de la luna; salían del verde cementerio y ascendían a las colinas para hablar de los viejos tiempos. Lo sé; yo los oía. La brisa se colaba por las rendijas de las ventanas, trayendo el olor de las madreselvas y el atronar de los dentados relámpagos azules que se estrellaban contra la tierra. Sufríamos sequías y tormentas y el río que atravesaba la aldea, la comarca toda, tenía la enojosa costumbre de desbordarse.
Yo guardo todos esos recuerdos de la vida del niño que fui sumido en un mundo de encantamientos, lo recuerdo, pero cuando nos hicimos mayores, ese mundo desapareció, y allá en mi patria lejana estalló para imponer sobre niños y grandes , una crueldad indecible, ya no había magia, esa era entonces la realidad………Bueno, no sé si me entiendes, parece que estoy divagando un poco, estoy bastante viejo pero aún me gusta hablar de aquella infancia y de la brutal contrapartida que me trajo a tu pueblo……”
Dijo esto último, cerró sus ojos y se quedó dormido rápidamente. Yo estaba intensamente emocionado por lo que había escuchado de boca de aquel alemán que parecía hablar como un poeta; realmente este hombre era un alma grande, tenía a su alcance el poder de incendiar la imaginación con sus palabras; seguramente hubiera sido un gran escritor, que eso era lo que él quería. Me fui a casa, esperando el día de mañana, el último de su estadía en el hospital; estaba ansioso por conocer las causas que le trajeran a Manzanares.
(Seguirán III y el epílogo, con dos cortes más)
Saludos de Avicarlos