buholobo
02/03/2013, 10:54
I – Ñanco Trafil
1993.
Mi viaje de trabajo a la ciudad lacustre terminó a las once de la mañana de un gélido día de mayo.
Almorcé al mediodía en el pequeño restaurante en el que durante tres días me había hartado de una de mis debilidades; pescados de río asados en hornillos de leña y acompañados con guarnición de patatas, hierbas aromáticas y legumbres.
Luego de pagar la cuenta, en un primer momento pensé en dirigirme al hotel donde me alojaba. Era temprano aún para re***** mi equipaje y preparar mi regreso. El ómnibus partía a las seis y media de la tarde, así que tenía por delante unas cuatro horas para hacer un paseo por la bellísima ciudad atestada de turistas. Tomé el abrigo e inicié el camino hacia el Centro Cívico, con la idea de visitar el museo regional y de paso tomar algunas fotos con mi inseparable y pequeña “Ricoh”.
Cuando llegué, encontré para mi disgusto, que el museo estaba cerrado por reparaciones.
Las nubes, tan bajas que ocultaban totalmente las montañas nevadas, anunciaban la proximidad de la lluvia. El frío, omnipresente durante todo el invierno, imponía su presencia, pero aún así el inicio de la tarde invitaba a caminar por aquella ciudad de ensueño que con los años iba muy rápidamente dejando a un lado su estilo de aldea de montaña, para transformarse en una pequeña metrópolis erizada de modernos edificios y hoteles, donde en cualquier hora y lugar, idiomas de todo el mundo mezclaban sus tonos con el español.
Me dispuse regresar al centro comercial, bajando las escaleras que daban a la avenida frente al lago ligeramente encrespado, cuando en un recodo de la plazoleta, sentado sobre uno de los rústicos troncos que la circundan, vi un hombre, el que por su indumentaria, en un principio se me antojó como uno de esos pintorescos personajes vestidos de “gauchos” que suelen ganarse la vida posando junto a turistas extranjeros que buscan un habitante autóctono de las llanuras argentinas. Por uno de esos impulsos irresistibles que a veces nos asaltan, me acerqué de manera disimulada mientras pensaba “no vaya a ser que también yo - al igual que esos nipones y rubios europeos que merodeaban por allí- termine sacando una foto a un gaucho de utilería”.
Pasé lentamente por su lado y de inmediato advertí que no era un gaucho, no era uno de esos arrieros pampeanos que tan bien conocía, era un hombre viejo vestido a la usanza de los paisanos sureños. Preñado su rostro de arrugas que enmarcaban la piel marrón, el perfil aguileño y el larguísimo cabello negro con algunas vetas del gris que impone el tiempo, lo que le identificaba netamente como un aborigen. Un mapuche tal vez, pero decididamente aquel hombre ataviado con bombachas negras, pañuelo al cuello, botas, sombrero de campo y un también negro saco que le abrigaba, era un indígena de la zona, y estaba solo, inmóvil, como enclavado al lugar y al propio paisaje que le rodeaba.
Me alejaba, cuando oí a mis espaldas... señor, señor..., regresé, y aquel hombre de rostro marrón casi no movió los labios cuando levemente, en un susurro, musitó:
--- Mensaje agregado ---
- “Perdona señore, me dice a mí la hora, por favor”.
- Sí, son las catorce y quince minutos.
“No, disculpe señore, vos dice a mí la una, la dos, la tres, así dice... “
- Ah, entiendo...son las dos y cuarto, de la tarde, agregué ********mente.
- “Bueno gracias señore, yo tiene que irse...no hay caso...no hay caso. “
-¿Qué cosa no hay caso?
“No lo atienden nunca a indio, ya se van pa’ sus casas, nunca lo atienden a uno, ya cierran mucipalidad y no hay papel con firma.”
- A ver – la curiosidad me había picado - ¿Qué le pasa?
- “Pasa siempre, que gobernador no firma, que hombre mucipalidad dice espere que atiende y yo espera, siempre espera y nunca hay papel con firma, ni nada.”
- Qué papel, necesita usted ¿Señor?......... ¿Cómo es su nombre?
- “Yo lo soy Ñanco Trafil, que vive en Valle de toro, a una cuarenta legua de aquí. Vengo, no sé señore, cuantas veces todo lo año, pa’ que me den lo papele con la firma de tierra nuestra.”
- ¡Ah!. Entiendo.... ¿Y hace mucho tiempo de este problema?
-“Tiempo, no lo sé cuanto, pero a mí se me hace que como más de veinte año que lo van pasando.”
Se hizo un silencio que pareció eterno y cuando me repuse le inquirí, ya decididamente intrigado
- Siga, siga por favor, cuénteme.....
- “¿Vos señore, lo va ayudar a Trafil? “
- No sé. Si puedo hacer algo, le prometo que lo haré, pero tiene que decirme de que tierras habla y como es el problema de los papeles y que tiene que ver el municipio... cuénteme, ¿Ñanco.. me dijo que se llamaba? – asintió -, a ver cuénteme todo. Tal vez pueda escribir alguna nota en el diario de la provincia y hacer que miles de personas sepan lo que le está pasando; quien le dice que algún funcionario se interese y haga mover rápido esos papeles de los que usted me habla, otra cosa no le puedo prometer Ñanco, no voy a mentirle yo también; si es posible hacer algo con el diario, le aseguro que lo haré...
Y Ñanco Trafil habló y habló casi por una hora, sin resuello, habló con esa extraña mezcla de tristeza por la tierra cuyo derecho a poseerla no le firmaban, y la alegría que alguien lo escuchara, se interesara por el asunto, aunque interiormente, cada cual a su modo, ambos sabíamos que esto era cosa de políticos y que la solución tendría que venir “ de arriba”, y yo pensaba que seguramente Ñanco Trafil sería en la capital de la provincia, el número de un expediente cubierto por toneladas de expedientes sin resolución, que serían limpiados del polvo cada vez que se cambiara de lugar el archivo, inaccesible a los desvelos de tantos y tantos olvidados por las fuerzas que mueven el dinero y el poder y que ellos llaman alegremente como males menores o como problemas de complejidad, tales como títulos “legales” de propiedad, reclamados insanamente por aborígenes creídos de su inalienable derecho a la tierra.
Y habló Ñanco Trafil, que sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos, tenían la tierra desde siempre allá en el Valle del Toro, que con sus caballadas y chivos, subían a las veranadas en la alta cordillera donde crecía abundante y verde el pasto y retornaban con las primeras nieves al valle cubierto de mallines, vegas y aguadas. Que había una escuela donde enviar a los niños para que al menos pudieran aprender a leer y escribir; que eran unas noventa familias, más o menos, unos cuatrocientos hermanos, que después llegó el alambre, primero cercó aquí, luego allá y se extendió por donde quiso, y encerró las vegas, mallines y las mejores aguadas, y los separó del arroyo “ Lonco Mula”, el único recurso existente de agua potable, hasta que finalmente el alambre maldito los arrinconó junto a una meseta a casi una legua de la única aguada que les habían dejado.
Una ligera llovizna, tenue soplo del cielo, comenzó a mojarnos lentamente y mientras Ñanco Trafil con agua en los ojos, que quizás venía desde adentro y no del cielo, terminaba diciéndome que ya eran muchos los años que hizo trámites para recuperar la tierra donde siempre vivió y vivieron sus ancestros, pero nada, jamás tuvo una respuesta favorable, que siempre le prometieron los papeles firmados por el gobierno, pero que ciento de excusas que él no entendía, eran lo único que le entregaban.
Me dijo, que ya quedaban apenas unos ochenta o menos hermanos, que muchas familias enteras se habían ido a los poblados de los huincas donde hacían los trabajos que los huincas no querían hacer, que la mayoría de los que se quedaban, ya habían muerto y estaban enterrados en la meseta, cerca de la aguada, que nuestro campo santo de antes donde duermen padres, abuelos y hermanos, quedó del otro lado de la alambrada y que ellos han visto como sus tumbas han sido abiertas por máquinas que rompen la tierra y sus huesos tirados por ahí, que “ eso no se hace, señore, no se jode con eso...”, que ya estaba muy viejo, cansado y enfermo para seguir peleando y que quizás “ un día de estos, yo también tendré la tierra mía... mis dos metros de tierra voy a tener señore”.
La lluvia seguía pertinaz y nos cobijamos bajo el alero del museo clausurado.
Antes de despedirme, ya que debía volver al hotel, re***** mis cosas y dirigirme a la terminal de ómnibus, le di mi palabra, una vez más, que iba a escribir en el diario sobre su problema; que era lo único que podía hacer por ahora, y le dejé mi dirección postal por si quería escribirme y tenerme al tanto como iban sus cosas. También le prometí que en el verano -previo explicarme como llegar a la meseta- iría a visitarlo y finalmente le pedí permiso para sacarle un par de fotos. Luego pasó aquello, imborrable, perenne. Ñanco Trafil, me abrazó fuertemente y ahora sí, no era la lluvia la que mojaba sus ojos, y solo atinó a decir con esa voz ronca de tabaco y de tiempo.. “hermano huinca, vos tené que ayudar a mí, alguien tiene que ayudar, vos perdoná indio Trafil, pero él no puede solo, vaya hermano, Dios lo acompañe y mucha gracia señore, mucha gracia... “
Me fui rápido, sin mirar atrás para que Ñanco Trafil no viera como esa lluvia de ****** también resbalaba por mis ojos.
1993.
Mi viaje de trabajo a la ciudad lacustre terminó a las once de la mañana de un gélido día de mayo.
Almorcé al mediodía en el pequeño restaurante en el que durante tres días me había hartado de una de mis debilidades; pescados de río asados en hornillos de leña y acompañados con guarnición de patatas, hierbas aromáticas y legumbres.
Luego de pagar la cuenta, en un primer momento pensé en dirigirme al hotel donde me alojaba. Era temprano aún para re***** mi equipaje y preparar mi regreso. El ómnibus partía a las seis y media de la tarde, así que tenía por delante unas cuatro horas para hacer un paseo por la bellísima ciudad atestada de turistas. Tomé el abrigo e inicié el camino hacia el Centro Cívico, con la idea de visitar el museo regional y de paso tomar algunas fotos con mi inseparable y pequeña “Ricoh”.
Cuando llegué, encontré para mi disgusto, que el museo estaba cerrado por reparaciones.
Las nubes, tan bajas que ocultaban totalmente las montañas nevadas, anunciaban la proximidad de la lluvia. El frío, omnipresente durante todo el invierno, imponía su presencia, pero aún así el inicio de la tarde invitaba a caminar por aquella ciudad de ensueño que con los años iba muy rápidamente dejando a un lado su estilo de aldea de montaña, para transformarse en una pequeña metrópolis erizada de modernos edificios y hoteles, donde en cualquier hora y lugar, idiomas de todo el mundo mezclaban sus tonos con el español.
Me dispuse regresar al centro comercial, bajando las escaleras que daban a la avenida frente al lago ligeramente encrespado, cuando en un recodo de la plazoleta, sentado sobre uno de los rústicos troncos que la circundan, vi un hombre, el que por su indumentaria, en un principio se me antojó como uno de esos pintorescos personajes vestidos de “gauchos” que suelen ganarse la vida posando junto a turistas extranjeros que buscan un habitante autóctono de las llanuras argentinas. Por uno de esos impulsos irresistibles que a veces nos asaltan, me acerqué de manera disimulada mientras pensaba “no vaya a ser que también yo - al igual que esos nipones y rubios europeos que merodeaban por allí- termine sacando una foto a un gaucho de utilería”.
Pasé lentamente por su lado y de inmediato advertí que no era un gaucho, no era uno de esos arrieros pampeanos que tan bien conocía, era un hombre viejo vestido a la usanza de los paisanos sureños. Preñado su rostro de arrugas que enmarcaban la piel marrón, el perfil aguileño y el larguísimo cabello negro con algunas vetas del gris que impone el tiempo, lo que le identificaba netamente como un aborigen. Un mapuche tal vez, pero decididamente aquel hombre ataviado con bombachas negras, pañuelo al cuello, botas, sombrero de campo y un también negro saco que le abrigaba, era un indígena de la zona, y estaba solo, inmóvil, como enclavado al lugar y al propio paisaje que le rodeaba.
Me alejaba, cuando oí a mis espaldas... señor, señor..., regresé, y aquel hombre de rostro marrón casi no movió los labios cuando levemente, en un susurro, musitó:
--- Mensaje agregado ---
- “Perdona señore, me dice a mí la hora, por favor”.
- Sí, son las catorce y quince minutos.
“No, disculpe señore, vos dice a mí la una, la dos, la tres, así dice... “
- Ah, entiendo...son las dos y cuarto, de la tarde, agregué ********mente.
- “Bueno gracias señore, yo tiene que irse...no hay caso...no hay caso. “
-¿Qué cosa no hay caso?
“No lo atienden nunca a indio, ya se van pa’ sus casas, nunca lo atienden a uno, ya cierran mucipalidad y no hay papel con firma.”
- A ver – la curiosidad me había picado - ¿Qué le pasa?
- “Pasa siempre, que gobernador no firma, que hombre mucipalidad dice espere que atiende y yo espera, siempre espera y nunca hay papel con firma, ni nada.”
- Qué papel, necesita usted ¿Señor?......... ¿Cómo es su nombre?
- “Yo lo soy Ñanco Trafil, que vive en Valle de toro, a una cuarenta legua de aquí. Vengo, no sé señore, cuantas veces todo lo año, pa’ que me den lo papele con la firma de tierra nuestra.”
- ¡Ah!. Entiendo.... ¿Y hace mucho tiempo de este problema?
-“Tiempo, no lo sé cuanto, pero a mí se me hace que como más de veinte año que lo van pasando.”
Se hizo un silencio que pareció eterno y cuando me repuse le inquirí, ya decididamente intrigado
- Siga, siga por favor, cuénteme.....
- “¿Vos señore, lo va ayudar a Trafil? “
- No sé. Si puedo hacer algo, le prometo que lo haré, pero tiene que decirme de que tierras habla y como es el problema de los papeles y que tiene que ver el municipio... cuénteme, ¿Ñanco.. me dijo que se llamaba? – asintió -, a ver cuénteme todo. Tal vez pueda escribir alguna nota en el diario de la provincia y hacer que miles de personas sepan lo que le está pasando; quien le dice que algún funcionario se interese y haga mover rápido esos papeles de los que usted me habla, otra cosa no le puedo prometer Ñanco, no voy a mentirle yo también; si es posible hacer algo con el diario, le aseguro que lo haré...
Y Ñanco Trafil habló y habló casi por una hora, sin resuello, habló con esa extraña mezcla de tristeza por la tierra cuyo derecho a poseerla no le firmaban, y la alegría que alguien lo escuchara, se interesara por el asunto, aunque interiormente, cada cual a su modo, ambos sabíamos que esto era cosa de políticos y que la solución tendría que venir “ de arriba”, y yo pensaba que seguramente Ñanco Trafil sería en la capital de la provincia, el número de un expediente cubierto por toneladas de expedientes sin resolución, que serían limpiados del polvo cada vez que se cambiara de lugar el archivo, inaccesible a los desvelos de tantos y tantos olvidados por las fuerzas que mueven el dinero y el poder y que ellos llaman alegremente como males menores o como problemas de complejidad, tales como títulos “legales” de propiedad, reclamados insanamente por aborígenes creídos de su inalienable derecho a la tierra.
Y habló Ñanco Trafil, que sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos, tenían la tierra desde siempre allá en el Valle del Toro, que con sus caballadas y chivos, subían a las veranadas en la alta cordillera donde crecía abundante y verde el pasto y retornaban con las primeras nieves al valle cubierto de mallines, vegas y aguadas. Que había una escuela donde enviar a los niños para que al menos pudieran aprender a leer y escribir; que eran unas noventa familias, más o menos, unos cuatrocientos hermanos, que después llegó el alambre, primero cercó aquí, luego allá y se extendió por donde quiso, y encerró las vegas, mallines y las mejores aguadas, y los separó del arroyo “ Lonco Mula”, el único recurso existente de agua potable, hasta que finalmente el alambre maldito los arrinconó junto a una meseta a casi una legua de la única aguada que les habían dejado.
Una ligera llovizna, tenue soplo del cielo, comenzó a mojarnos lentamente y mientras Ñanco Trafil con agua en los ojos, que quizás venía desde adentro y no del cielo, terminaba diciéndome que ya eran muchos los años que hizo trámites para recuperar la tierra donde siempre vivió y vivieron sus ancestros, pero nada, jamás tuvo una respuesta favorable, que siempre le prometieron los papeles firmados por el gobierno, pero que ciento de excusas que él no entendía, eran lo único que le entregaban.
Me dijo, que ya quedaban apenas unos ochenta o menos hermanos, que muchas familias enteras se habían ido a los poblados de los huincas donde hacían los trabajos que los huincas no querían hacer, que la mayoría de los que se quedaban, ya habían muerto y estaban enterrados en la meseta, cerca de la aguada, que nuestro campo santo de antes donde duermen padres, abuelos y hermanos, quedó del otro lado de la alambrada y que ellos han visto como sus tumbas han sido abiertas por máquinas que rompen la tierra y sus huesos tirados por ahí, que “ eso no se hace, señore, no se jode con eso...”, que ya estaba muy viejo, cansado y enfermo para seguir peleando y que quizás “ un día de estos, yo también tendré la tierra mía... mis dos metros de tierra voy a tener señore”.
La lluvia seguía pertinaz y nos cobijamos bajo el alero del museo clausurado.
Antes de despedirme, ya que debía volver al hotel, re***** mis cosas y dirigirme a la terminal de ómnibus, le di mi palabra, una vez más, que iba a escribir en el diario sobre su problema; que era lo único que podía hacer por ahora, y le dejé mi dirección postal por si quería escribirme y tenerme al tanto como iban sus cosas. También le prometí que en el verano -previo explicarme como llegar a la meseta- iría a visitarlo y finalmente le pedí permiso para sacarle un par de fotos. Luego pasó aquello, imborrable, perenne. Ñanco Trafil, me abrazó fuertemente y ahora sí, no era la lluvia la que mojaba sus ojos, y solo atinó a decir con esa voz ronca de tabaco y de tiempo.. “hermano huinca, vos tené que ayudar a mí, alguien tiene que ayudar, vos perdoná indio Trafil, pero él no puede solo, vaya hermano, Dios lo acompañe y mucha gracia señore, mucha gracia... “
Me fui rápido, sin mirar atrás para que Ñanco Trafil no viera como esa lluvia de ****** también resbalaba por mis ojos.