Orfelunio
12/04/2012, 16:34
3082
La eucarística
trompa de Eustaquio
Era viernes,
y llamaron a la puerta,
pero a Eustaquio
le picaba la oreja.
No pudo salir con sus amigos
ni tampoco irse de fiesta;
sólo pudo rascarse y rascarse,
y rascarse la oreja.
En casa quedó el arte sano
intentando pasar la rasquera;
se puso un vestido de negro,
y asistió a una gran misa negra.
Su vecino, que era diestro rascando,
le invitó a un carnaval de topera;
y travestido de monja,
de las mejores monjas raperas,
tuvo fama en su tongo
predicando cirios y velas.
Y vio un cielo rojo
que se mantuvo siete días
porque no pudo pasar por alto
la melancolía del dolor.
Cumplido este plazo
desató las mil cadenas,
y el mundo, que era nómada en las cuevas,
traspasó el umbral del cielo
saludando a gran ramera
con un saludo atronador.
Allí dejó el inframundo
y lo que quedaba de la víctima pieza;
y entre dioses… lo profundo,
porque de hombres son las riendas.
Que fueras mía
y yo tu dueño;
enviarte a nortes,
devolverte a sures;
que llegué y ya estabas
haciendo de las tuyas;
impidiendo auroras,
apagando ocasos
autoinmune y violadora.
¡Quién te pusiera freno
y domara tu corcel!
Sería leyenda,
héroe o rey;
azote del Cíclope,
pesar del Titán…
La muerte en el infierno
sin vida quedará,
y no será más muerte
sin su resucitar.
Que vivo soy y muerte pido;
que muerto voy a donde digo;
que causa es la vida de hoy,
como el futuro del ombligo,
y la ilusión del soñador.
Porque eres don tan fuerte
que ni un Sansón
en boca de la muerte,
abierta hacia el olvido,
aún nos deja el son tambor,
y no consigue detenerte
si hay memoria del amor.
Tocar el mar
y así la tierra;
como al espacio
el agua era.
Así los vientos
en las banderas,
como los astros
que son emblemas,
soles que arrastran
a las esferas.
Por eso sombras,
desde las olas
de mil fronteras,
son como ondas,
las amapolas
de tus caderas.
Tan delicadas
en sus vaivenes,
tan encantadas
de verdes fuelles,
que en un planeta
llamado Tierra,
curva es la vida
por las mujeres.
Donde los hombres siembran aceras,
que son altares de los quereres,
llenando almas que tiemblan
como blancos soles en fiebre;
que descubren el tiempo perdido
y nos dejan sólo las huellas
en campos que siembran,
en nidos y cuevas,
en vidas y ausencias,
en sacrificios olímpicos
donde Hefestos revienta,
donde Hades molesta,
donde Ares ostenta
a un Perseo paciencia;
donde Zeus está preso
en el tártaro prenda,
y Cronos no pueda
ni dé comienzo a la guerra.
Ni haya fe por la bula,
si quede un dios con su gula
herida que nunca está abierta,
y todas las sangres pululan
como una sola veleta.
Me picaba la oreja
y me rasqué el orificio;
entre pelos y más pelos
saqué ceras y agrias mieles.
Seguí rascando con la uña
que desprendió más dura cera,
tropezones y corcas.
Después, inclinada la cabeza,
un fluido meloso y purulento;
y más terrones, y más de la hierba;
y seguí y seguí hacia dentro
el sinuoso laberinto,
hasta llegar al tímpano
y azuzar sirenas.
Fue el sonido más tremendo
que humano oyera;
sucediéronse las tracas, las carcasas,
los cohetes y disparos de una guerra,
que batallas ya quisieran
tener honores en las salvas
en aquella tarde de la fiesta.
Pero yo estaba en los cielos
escuchando a las estrellas,
con los ángeles siniestros
que fornicaban ora buena.
Me usurparon el martillo
y siguieron la faena;
y al cruzar el intermedio del oído,
la otra parte de la oreja,
cuyo estado siendo el mismo
lo escuché de otra manera,
no mentí, ni miento ahora,
en el recuerdo cuando digo,
que me entré por el oído
y salí por la oidora,
con saber que en recorrido,
sólo importa lo vivido…
Ni encontré entendederas.
Instrumento del demonio
cuya oscura sombra es cipo;
que te tocan un principio
y te dejan incensario.
Eucarístico y propicio,
ritual de vino y sangre
que nos hace ir al servicio;
que de cuerpo vago hacia el calambre
deja abierto el orificio,
donde entran las falanges,
y las manos de los hombres
dan comienzo al sacrificio.
La eucarística
trompa de Eustaquio
Era viernes,
y llamaron a la puerta,
pero a Eustaquio
le picaba la oreja.
No pudo salir con sus amigos
ni tampoco irse de fiesta;
sólo pudo rascarse y rascarse,
y rascarse la oreja.
En casa quedó el arte sano
intentando pasar la rasquera;
se puso un vestido de negro,
y asistió a una gran misa negra.
Su vecino, que era diestro rascando,
le invitó a un carnaval de topera;
y travestido de monja,
de las mejores monjas raperas,
tuvo fama en su tongo
predicando cirios y velas.
Y vio un cielo rojo
que se mantuvo siete días
porque no pudo pasar por alto
la melancolía del dolor.
Cumplido este plazo
desató las mil cadenas,
y el mundo, que era nómada en las cuevas,
traspasó el umbral del cielo
saludando a gran ramera
con un saludo atronador.
Allí dejó el inframundo
y lo que quedaba de la víctima pieza;
y entre dioses… lo profundo,
porque de hombres son las riendas.
Que fueras mía
y yo tu dueño;
enviarte a nortes,
devolverte a sures;
que llegué y ya estabas
haciendo de las tuyas;
impidiendo auroras,
apagando ocasos
autoinmune y violadora.
¡Quién te pusiera freno
y domara tu corcel!
Sería leyenda,
héroe o rey;
azote del Cíclope,
pesar del Titán…
La muerte en el infierno
sin vida quedará,
y no será más muerte
sin su resucitar.
Que vivo soy y muerte pido;
que muerto voy a donde digo;
que causa es la vida de hoy,
como el futuro del ombligo,
y la ilusión del soñador.
Porque eres don tan fuerte
que ni un Sansón
en boca de la muerte,
abierta hacia el olvido,
aún nos deja el son tambor,
y no consigue detenerte
si hay memoria del amor.
Tocar el mar
y así la tierra;
como al espacio
el agua era.
Así los vientos
en las banderas,
como los astros
que son emblemas,
soles que arrastran
a las esferas.
Por eso sombras,
desde las olas
de mil fronteras,
son como ondas,
las amapolas
de tus caderas.
Tan delicadas
en sus vaivenes,
tan encantadas
de verdes fuelles,
que en un planeta
llamado Tierra,
curva es la vida
por las mujeres.
Donde los hombres siembran aceras,
que son altares de los quereres,
llenando almas que tiemblan
como blancos soles en fiebre;
que descubren el tiempo perdido
y nos dejan sólo las huellas
en campos que siembran,
en nidos y cuevas,
en vidas y ausencias,
en sacrificios olímpicos
donde Hefestos revienta,
donde Hades molesta,
donde Ares ostenta
a un Perseo paciencia;
donde Zeus está preso
en el tártaro prenda,
y Cronos no pueda
ni dé comienzo a la guerra.
Ni haya fe por la bula,
si quede un dios con su gula
herida que nunca está abierta,
y todas las sangres pululan
como una sola veleta.
Me picaba la oreja
y me rasqué el orificio;
entre pelos y más pelos
saqué ceras y agrias mieles.
Seguí rascando con la uña
que desprendió más dura cera,
tropezones y corcas.
Después, inclinada la cabeza,
un fluido meloso y purulento;
y más terrones, y más de la hierba;
y seguí y seguí hacia dentro
el sinuoso laberinto,
hasta llegar al tímpano
y azuzar sirenas.
Fue el sonido más tremendo
que humano oyera;
sucediéronse las tracas, las carcasas,
los cohetes y disparos de una guerra,
que batallas ya quisieran
tener honores en las salvas
en aquella tarde de la fiesta.
Pero yo estaba en los cielos
escuchando a las estrellas,
con los ángeles siniestros
que fornicaban ora buena.
Me usurparon el martillo
y siguieron la faena;
y al cruzar el intermedio del oído,
la otra parte de la oreja,
cuyo estado siendo el mismo
lo escuché de otra manera,
no mentí, ni miento ahora,
en el recuerdo cuando digo,
que me entré por el oído
y salí por la oidora,
con saber que en recorrido,
sólo importa lo vivido…
Ni encontré entendederas.
Instrumento del demonio
cuya oscura sombra es cipo;
que te tocan un principio
y te dejan incensario.
Eucarístico y propicio,
ritual de vino y sangre
que nos hace ir al servicio;
que de cuerpo vago hacia el calambre
deja abierto el orificio,
donde entran las falanges,
y las manos de los hombres
dan comienzo al sacrificio.