rebelderenegado
06/01/2012, 09:14
La derrota en Afganistán seguirá a la de Irak
Iba a ser la guerra que establecería el imperio como una realidad estadounidense. Resultaría en mil años de Pax Americana. Debía ser una “misión cumplida” de principio a fin. Y entonces, claro está, no fue así. Y luego, casi nueve funestos años después, se acabó (más o menos). Fue la Guerra de Iraq, y EE.UU. fue el visitante no invitado que no quería irse a casa. En el último segundo, a pesar de la repetida promesa del presidente Obama de que todas las tropas estadounidenses iban a partir, a pesar de un acuerdo firmado por el gobierno iraquí con el gobierno de George W. Bush en 2008, los comandantes militares de EE.UU. siguieron cabildeando y Washington siguió negociando para que entre 10.000 y 20.000 soldados estadounidenses permanecieran en el país como consejeros y entrenadores.
Solo cuando los iraquíes simplemente se negaron a garantizar a esos soldados la inmunidad contra la ley local los últimos estadounidenses comenzaron a cruzar la frontera hacia Kuwait. Solo entonces los máximos funcionarios de EE.UU. comenzaron a saludar lo que nunca habían querido: el fin de la presencia militar estadounidense en Iraq, como si marcara una era de “logros”. También comenzaron a elogiar como si fuera un triunfo su propia “decisión” de partir, y proclamaron que los soldados partían –dijo el presidente– con “sus cabezas bien altas”.
En la ceremonia final de arriar la bandera en Bagdad, claramente hecha para el consumo interno de EE.UU. y con buena asistencia del cuerpo de prensa estadounidense y no de funcionarios iraquíes o de los medios locales, el secretario de Defensa Leon Panetta habló del logro del “éxito decisivo”. Aseguró a los soldados que partían que habían sido una “fuerza impulsora de un progreso notable” y que podían abandonar orgullosamente el país “seguros de saber que vuestro sacrificio ha ayudado al pueblo iraquí a comenzar un nuevo capítulo en la historia, libre de tiranía y pleno de esperanza de prosperidad y paz”. Más adelante en su viaje por Medio Oriente, al hablar del coste humano de la guerra, agregó: “Pienso que el precio valió la pena”.
Finalmente los últimos de esos soldados realmente “volvieron a casa”, si la palabra “casa” es suficientemente amplia para incluir no solo bases en EE.UU., sino también guarniciones en Kuwait, en otros sitios en el Golfo Pérsico, y antes o después en Afganistán.
El 14 de diciembre en Fort Bragg, Carolina del Norte, el presidente y su esposa dieron una bienvenida conmovedora a los veteranos de guerra retornados de la 82 División Aerotransportada y otras unidades. Algunos portaban pintorescas boinas color marrón, y también vitorearon de modo pintoresco al hombre que otrora dijo que la guerra era “********”. Pensando indudablemente en su campaña en 2012, el presidente Obama también habló emotivamente de “éxito” en Iraq, y de “beneficios”; de su orgullo por los soldados, de la “gratitud” del país hacia ellos, de los espectaculares logros así como de los días duros vividos por “la mejor fuerza combatiente de la historia del mundo”, y de los sacrificios de nuestros “guerreros heridos” y “héroes caídos”.
Elogió “un extraordinario logro gestado en nueve años” y describió su partida como sigue: “Por cierto, todo lo que los soldados estadounidenses han hecho en Iraq –todos los combates y todas las muertes, el desangramiento y la construcción, el entrenamiento y la cooperación– todo ello ha llevado a este momento de éxito… Dejamos atrás un Iraq soberano, estable e independiente, con un gobierno representativo elegido por su pueblo”.
Y estos temas –incluyendo los “beneficios” y los “éxitos”, así como el orgullo y la gratitud que supuestamente deben sentir los estadounidenses hacia sus tropas– fueron recogidos por los medios y diversos expertos. Al mismo tiempo, otras noticias destacaban la posibilidad de que Iraq estuviera cayendo en un nuevo infierno sectario, alimentado por unas fuerzas armadas creadas por EE.UU. pero en su mayor parte chiíes, en un país en el cual los ingresos por el petróleo apenas excedieron los niveles de la era de Sadam Hussein, en una capital que todavía tiene solo unas horas de electricidad diarias y que fue rápidamente afectada por una serie de atentados con bombas y por suicidas de un grupo afiliado a al Qaida (inexistente antes de la invasión de 2003), incluso mientras aumentaba la influencia de Irán y la de Washington se desgastaba silenciosamente.
Una sociedad consumista en guerra
Es verdad que si se buscaran victorias a bajo coste en una guerra de casi un billón de dólares esta vez, como señalaron diversos periodistas y expertos, los diplomáticos de EE.UU. no se apresuraron a tomar el último helicóptero en el tejado de la embajada en medio del caos y de barriles de dólares en llamas. En otras palabras, no fue Vietnam y, como todos saben, ésa fue una derrota. De hecho, como señalaron otros artículos, nuestra –como no se ha encontrado una palabra adecuada baste con– retirada, fue una magnífica proeza de ingeniería inversa, digna de una fuerza que no tuvo igual en el planeta.
Incluso el presidente lo mencionó. A fin de cuentas, después de haber llevado lo que parecía ser gran parte de EE.UU. a Iraq, abandonarlo no era una tarea desdeñable. Cuando los militares de EE.UU. comenzaron a despojar las 505 bases que habían construido en ese país al coste de cantidades multimillonarias desconocidas de dineros públicos, abandonaron equipamiento ya no deseado por 580 millones de dólares en manos iraquíes. Y a pesar de ello todavía lograron embarcar a Kuwait, a otras guarniciones en el Golfo Pérsico, a Afganistán, e incluso a pequeñas ciudades en EE.UU., más de dos millones de artículos que iban de chalecos antibalas a inodoros portátiles. Estamos hablando del equivalente de 20.000 camiones repletos.
No es sorprendente, considerando la sociedad de la que provienen, que los militares de EE.UU. libren un estilo de guerra de consumo intensivo y por ello, solo en términos comerciales, la partida de Iraq fue una retirada memorable. Tampoco debemos olvidar los trofeos que se llevaron los militares, incluyendo una vasta base de datos de impresiones digitales y de escaneos de retinas de aproximadamente un 10% de la población iraquí. (Un programa similar sigue existiendo en Afganistán.)
En cuanto al “éxito”, Washington tuvo mucho más que eso. Después de todo, planea mantener una embajada en Bagdad tan gigantesca que deja chica a la embajada de Saigón de 1973. Con un contingente de entre 16.000 y 18.000 personas, incluyendo una fuerza de unos 5.000 mercenarios armados (suministrados por contratistas privados de seguridad como Triple Canopy con su contrato del Departamento de Estado por 1.500 millones de dólares), la “misión” deja chica cualquier definición normal de “embajada” o “diplomacia”.
Solo en 2012 está previsto que gastarán 3.800 millones de dólares, un tercio de eso en un programa de entrenamiento de la policía muy criticado. Únicamente un 12% de esa cantidad llegará efectivamente a la policía iraquí.
A pesar de todo, dejando de lado los eufemismos y la retórica reverberante, y si se quiere como simple medida de la profundidad de la debacle de EE.UU. en el corazón petrolero del planeta, hay que considerar cómo abandonó Iraq la última unidad de la tropa estadounidense. Según Tim Arango y Michael Schmidt del New York Times, salió a las 2:30 de la madrugada en medio de la noche. Ningún helicóptero en los tejados, pero 110 vehículos salieron a oscuras de la Base Adder de Operación de Contingencia. El día antes de su partida, según los periodistas del Times, se ordenó a los intérpretes de la unidad que llamaran a funcionarios iraquíes locales y a jeques con los que los estadounidenses tenían estrechas relaciones e hicieran planes para el futuro, como si todo fuese a continuar a su ritmo usual la semana siguiente.
En otras palabras, se quería que los iraquíes despertaran a la mañana siguiente y vieran que sus compañeros extranjeros se habían ido, sin despedirse siquiera. Da una idea de la confianza que la última unidad estadounidense sentía respecto a sus mejores aliados locales. Después de ‘conmoción y pavor’, la toma de Bagdad, el momento de la misión cumplida y la captura, juicio y la ejecución de Sadam Hussein, después de Abu Ghraib y la sangría de la guerra civil, después de la ‘oleada’ y el movimiento del Despertar Suní, y de los dedos marcados con tinta púrpura (las elecciones, N. de T.) y los fondos de reconstrucción desaparecidos, después de todas las matanzas y los muertos, los militares de EE.UU. se escabulleron hacia la oscuridad sin una palabra.
Sin embargo, si necesitáramos una o dos palabras para describir todo el asunto, algo menos elegantes que las que circulan actualmente, “debacle” y “derrota” podrían satisfacer los requisitos. Los militares de la autoproclamada mayor potencia del planeta Tierra, cuyos dirigentes consideraron un día que la ocupación de Oriente Medio sería la clave de la futura política global y planificaron el mantenimiento de tropas en Iraq durante generaciones, tuvieron que salir corriendo. Debería considerarse bastante asombroso.
Si se considera directamente lo que pasó en Iraq se sabrá que estamos en un nuevo planeta.
Redoblando la debacle
Por cierto, Iraq solo fue una de nuestras invasiones-convertidas-en-contrainsurgencias-convertidas-en-desastres. La otra, que comenzó primero y continúa, puede resultar la mayor debacle. Aunque menos costosa hasta ahora en vidas estadounidenses y tesoro nacional, amenaza con convertirse en la más decisiva de las dos derrotas, a pesar de que las fuerzas que se oponen a los militares de EE.UU. en Afganistán siguen siendo un conjunto mal armado, relativamente débil, de insurgencias minoritarias.
Por grande que haya sido la hazaña de crear la infraestructura de una ocupación militar y la guerra en Iraq, y luego equipar y abastecer a una masiva fuerza militar en ese país año tras año, no fue nada en comparación con lo que EE.UU. tuvo que hacer en Afganistán. Algún día, la decisión de invadir ese país, ocuparlo, construir más de 400 bases, llevar otros 60.000 o más soldados, masas de contratistas, agentes de la CIA, diplomáticos y otros funcionarios civiles, y luego presionar a un débil gobierno local para que permitiera que EE.UU. se quedara más o menos perpetuamente, se interpretarán como acciones ilusorias de un Washington incapaz de evaluar los límites de su poder en el mundo.
Hablando de curvas de aprendizaje: después de ver el fracaso de su país en una gran guerra en el continente asiático tres décadas antes, los dirigentes de EE.UU. se convencieron de alguna manera de que nada estaba fuera de la gesta militar de la “única superpotencia”. De modo que enviaron a más de 250.000 soldados estadounidenses (junto con todos esos Burger Kings, Subways, y Cinnabons) a dos guerras terrestres en Eurasia. El resultado ha sido otro capítulo de una historia de derrotas estadounidense, esta vez de una potencia que, a pesar de sus pretensiones, no solo era más débil que en la era de Vietnam, sino mucho más débil de lo que sus dirigentes eran capaces de imaginar.
Se pensaría que, después de ver el desarrollo de esa doble debacle durante una década, podría haber una estampida a fondo hacia las salidas. Y sin embargo no se prevé que la reducción de las tropas de “combate” de EE.UU. en Afganistán se complete hasta el 31 de diciembre de 2014 (y se planea que se queden miles de consejeros, entrenadores, y fuerzas de operaciones especiales); el gobierno de Obama sigue negociando febrilmente con el gobierno del presidente afgano Hamid Karzai un acuerdo que –sean cuales sean los eufemismos elegidos– permita el estacionamiento de guarniciones durante años; y, como en Iraq en 2010 y 2011, los comandantes estadounidenses están cabildeando abiertamente a favor de un programa de retirada aún más lento.
De nuevo como en Iraq, de cara a lo obvio, la palabra oficial no podría ser más aterciopelada. A mediados de diciembre, el secretario de Defensa Leon Panetta dijo a soldados estadounidenses de primera línea en ese país que estaban “ganando” la guerra. Nuestros comandantes allí siguen alardeando de “progreso” y “beneficios”, así como de un debilitamiento del control de los talibanes en el área central de los pastunes en Afganistán meridional, gracias a la inundación de la región con tropas estadounidenses y continuos y devastadores ataques nocturnos de las fuerzas de operaciones especiales de EE.UU.
Iba a ser la guerra que establecería el imperio como una realidad estadounidense. Resultaría en mil años de Pax Americana. Debía ser una “misión cumplida” de principio a fin. Y entonces, claro está, no fue así. Y luego, casi nueve funestos años después, se acabó (más o menos). Fue la Guerra de Iraq, y EE.UU. fue el visitante no invitado que no quería irse a casa. En el último segundo, a pesar de la repetida promesa del presidente Obama de que todas las tropas estadounidenses iban a partir, a pesar de un acuerdo firmado por el gobierno iraquí con el gobierno de George W. Bush en 2008, los comandantes militares de EE.UU. siguieron cabildeando y Washington siguió negociando para que entre 10.000 y 20.000 soldados estadounidenses permanecieran en el país como consejeros y entrenadores.
Solo cuando los iraquíes simplemente se negaron a garantizar a esos soldados la inmunidad contra la ley local los últimos estadounidenses comenzaron a cruzar la frontera hacia Kuwait. Solo entonces los máximos funcionarios de EE.UU. comenzaron a saludar lo que nunca habían querido: el fin de la presencia militar estadounidense en Iraq, como si marcara una era de “logros”. También comenzaron a elogiar como si fuera un triunfo su propia “decisión” de partir, y proclamaron que los soldados partían –dijo el presidente– con “sus cabezas bien altas”.
En la ceremonia final de arriar la bandera en Bagdad, claramente hecha para el consumo interno de EE.UU. y con buena asistencia del cuerpo de prensa estadounidense y no de funcionarios iraquíes o de los medios locales, el secretario de Defensa Leon Panetta habló del logro del “éxito decisivo”. Aseguró a los soldados que partían que habían sido una “fuerza impulsora de un progreso notable” y que podían abandonar orgullosamente el país “seguros de saber que vuestro sacrificio ha ayudado al pueblo iraquí a comenzar un nuevo capítulo en la historia, libre de tiranía y pleno de esperanza de prosperidad y paz”. Más adelante en su viaje por Medio Oriente, al hablar del coste humano de la guerra, agregó: “Pienso que el precio valió la pena”.
Finalmente los últimos de esos soldados realmente “volvieron a casa”, si la palabra “casa” es suficientemente amplia para incluir no solo bases en EE.UU., sino también guarniciones en Kuwait, en otros sitios en el Golfo Pérsico, y antes o después en Afganistán.
El 14 de diciembre en Fort Bragg, Carolina del Norte, el presidente y su esposa dieron una bienvenida conmovedora a los veteranos de guerra retornados de la 82 División Aerotransportada y otras unidades. Algunos portaban pintorescas boinas color marrón, y también vitorearon de modo pintoresco al hombre que otrora dijo que la guerra era “********”. Pensando indudablemente en su campaña en 2012, el presidente Obama también habló emotivamente de “éxito” en Iraq, y de “beneficios”; de su orgullo por los soldados, de la “gratitud” del país hacia ellos, de los espectaculares logros así como de los días duros vividos por “la mejor fuerza combatiente de la historia del mundo”, y de los sacrificios de nuestros “guerreros heridos” y “héroes caídos”.
Elogió “un extraordinario logro gestado en nueve años” y describió su partida como sigue: “Por cierto, todo lo que los soldados estadounidenses han hecho en Iraq –todos los combates y todas las muertes, el desangramiento y la construcción, el entrenamiento y la cooperación– todo ello ha llevado a este momento de éxito… Dejamos atrás un Iraq soberano, estable e independiente, con un gobierno representativo elegido por su pueblo”.
Y estos temas –incluyendo los “beneficios” y los “éxitos”, así como el orgullo y la gratitud que supuestamente deben sentir los estadounidenses hacia sus tropas– fueron recogidos por los medios y diversos expertos. Al mismo tiempo, otras noticias destacaban la posibilidad de que Iraq estuviera cayendo en un nuevo infierno sectario, alimentado por unas fuerzas armadas creadas por EE.UU. pero en su mayor parte chiíes, en un país en el cual los ingresos por el petróleo apenas excedieron los niveles de la era de Sadam Hussein, en una capital que todavía tiene solo unas horas de electricidad diarias y que fue rápidamente afectada por una serie de atentados con bombas y por suicidas de un grupo afiliado a al Qaida (inexistente antes de la invasión de 2003), incluso mientras aumentaba la influencia de Irán y la de Washington se desgastaba silenciosamente.
Una sociedad consumista en guerra
Es verdad que si se buscaran victorias a bajo coste en una guerra de casi un billón de dólares esta vez, como señalaron diversos periodistas y expertos, los diplomáticos de EE.UU. no se apresuraron a tomar el último helicóptero en el tejado de la embajada en medio del caos y de barriles de dólares en llamas. En otras palabras, no fue Vietnam y, como todos saben, ésa fue una derrota. De hecho, como señalaron otros artículos, nuestra –como no se ha encontrado una palabra adecuada baste con– retirada, fue una magnífica proeza de ingeniería inversa, digna de una fuerza que no tuvo igual en el planeta.
Incluso el presidente lo mencionó. A fin de cuentas, después de haber llevado lo que parecía ser gran parte de EE.UU. a Iraq, abandonarlo no era una tarea desdeñable. Cuando los militares de EE.UU. comenzaron a despojar las 505 bases que habían construido en ese país al coste de cantidades multimillonarias desconocidas de dineros públicos, abandonaron equipamiento ya no deseado por 580 millones de dólares en manos iraquíes. Y a pesar de ello todavía lograron embarcar a Kuwait, a otras guarniciones en el Golfo Pérsico, a Afganistán, e incluso a pequeñas ciudades en EE.UU., más de dos millones de artículos que iban de chalecos antibalas a inodoros portátiles. Estamos hablando del equivalente de 20.000 camiones repletos.
No es sorprendente, considerando la sociedad de la que provienen, que los militares de EE.UU. libren un estilo de guerra de consumo intensivo y por ello, solo en términos comerciales, la partida de Iraq fue una retirada memorable. Tampoco debemos olvidar los trofeos que se llevaron los militares, incluyendo una vasta base de datos de impresiones digitales y de escaneos de retinas de aproximadamente un 10% de la población iraquí. (Un programa similar sigue existiendo en Afganistán.)
En cuanto al “éxito”, Washington tuvo mucho más que eso. Después de todo, planea mantener una embajada en Bagdad tan gigantesca que deja chica a la embajada de Saigón de 1973. Con un contingente de entre 16.000 y 18.000 personas, incluyendo una fuerza de unos 5.000 mercenarios armados (suministrados por contratistas privados de seguridad como Triple Canopy con su contrato del Departamento de Estado por 1.500 millones de dólares), la “misión” deja chica cualquier definición normal de “embajada” o “diplomacia”.
Solo en 2012 está previsto que gastarán 3.800 millones de dólares, un tercio de eso en un programa de entrenamiento de la policía muy criticado. Únicamente un 12% de esa cantidad llegará efectivamente a la policía iraquí.
A pesar de todo, dejando de lado los eufemismos y la retórica reverberante, y si se quiere como simple medida de la profundidad de la debacle de EE.UU. en el corazón petrolero del planeta, hay que considerar cómo abandonó Iraq la última unidad de la tropa estadounidense. Según Tim Arango y Michael Schmidt del New York Times, salió a las 2:30 de la madrugada en medio de la noche. Ningún helicóptero en los tejados, pero 110 vehículos salieron a oscuras de la Base Adder de Operación de Contingencia. El día antes de su partida, según los periodistas del Times, se ordenó a los intérpretes de la unidad que llamaran a funcionarios iraquíes locales y a jeques con los que los estadounidenses tenían estrechas relaciones e hicieran planes para el futuro, como si todo fuese a continuar a su ritmo usual la semana siguiente.
En otras palabras, se quería que los iraquíes despertaran a la mañana siguiente y vieran que sus compañeros extranjeros se habían ido, sin despedirse siquiera. Da una idea de la confianza que la última unidad estadounidense sentía respecto a sus mejores aliados locales. Después de ‘conmoción y pavor’, la toma de Bagdad, el momento de la misión cumplida y la captura, juicio y la ejecución de Sadam Hussein, después de Abu Ghraib y la sangría de la guerra civil, después de la ‘oleada’ y el movimiento del Despertar Suní, y de los dedos marcados con tinta púrpura (las elecciones, N. de T.) y los fondos de reconstrucción desaparecidos, después de todas las matanzas y los muertos, los militares de EE.UU. se escabulleron hacia la oscuridad sin una palabra.
Sin embargo, si necesitáramos una o dos palabras para describir todo el asunto, algo menos elegantes que las que circulan actualmente, “debacle” y “derrota” podrían satisfacer los requisitos. Los militares de la autoproclamada mayor potencia del planeta Tierra, cuyos dirigentes consideraron un día que la ocupación de Oriente Medio sería la clave de la futura política global y planificaron el mantenimiento de tropas en Iraq durante generaciones, tuvieron que salir corriendo. Debería considerarse bastante asombroso.
Si se considera directamente lo que pasó en Iraq se sabrá que estamos en un nuevo planeta.
Redoblando la debacle
Por cierto, Iraq solo fue una de nuestras invasiones-convertidas-en-contrainsurgencias-convertidas-en-desastres. La otra, que comenzó primero y continúa, puede resultar la mayor debacle. Aunque menos costosa hasta ahora en vidas estadounidenses y tesoro nacional, amenaza con convertirse en la más decisiva de las dos derrotas, a pesar de que las fuerzas que se oponen a los militares de EE.UU. en Afganistán siguen siendo un conjunto mal armado, relativamente débil, de insurgencias minoritarias.
Por grande que haya sido la hazaña de crear la infraestructura de una ocupación militar y la guerra en Iraq, y luego equipar y abastecer a una masiva fuerza militar en ese país año tras año, no fue nada en comparación con lo que EE.UU. tuvo que hacer en Afganistán. Algún día, la decisión de invadir ese país, ocuparlo, construir más de 400 bases, llevar otros 60.000 o más soldados, masas de contratistas, agentes de la CIA, diplomáticos y otros funcionarios civiles, y luego presionar a un débil gobierno local para que permitiera que EE.UU. se quedara más o menos perpetuamente, se interpretarán como acciones ilusorias de un Washington incapaz de evaluar los límites de su poder en el mundo.
Hablando de curvas de aprendizaje: después de ver el fracaso de su país en una gran guerra en el continente asiático tres décadas antes, los dirigentes de EE.UU. se convencieron de alguna manera de que nada estaba fuera de la gesta militar de la “única superpotencia”. De modo que enviaron a más de 250.000 soldados estadounidenses (junto con todos esos Burger Kings, Subways, y Cinnabons) a dos guerras terrestres en Eurasia. El resultado ha sido otro capítulo de una historia de derrotas estadounidense, esta vez de una potencia que, a pesar de sus pretensiones, no solo era más débil que en la era de Vietnam, sino mucho más débil de lo que sus dirigentes eran capaces de imaginar.
Se pensaría que, después de ver el desarrollo de esa doble debacle durante una década, podría haber una estampida a fondo hacia las salidas. Y sin embargo no se prevé que la reducción de las tropas de “combate” de EE.UU. en Afganistán se complete hasta el 31 de diciembre de 2014 (y se planea que se queden miles de consejeros, entrenadores, y fuerzas de operaciones especiales); el gobierno de Obama sigue negociando febrilmente con el gobierno del presidente afgano Hamid Karzai un acuerdo que –sean cuales sean los eufemismos elegidos– permita el estacionamiento de guarniciones durante años; y, como en Iraq en 2010 y 2011, los comandantes estadounidenses están cabildeando abiertamente a favor de un programa de retirada aún más lento.
De nuevo como en Iraq, de cara a lo obvio, la palabra oficial no podría ser más aterciopelada. A mediados de diciembre, el secretario de Defensa Leon Panetta dijo a soldados estadounidenses de primera línea en ese país que estaban “ganando” la guerra. Nuestros comandantes allí siguen alardeando de “progreso” y “beneficios”, así como de un debilitamiento del control de los talibanes en el área central de los pastunes en Afganistán meridional, gracias a la inundación de la región con tropas estadounidenses y continuos y devastadores ataques nocturnos de las fuerzas de operaciones especiales de EE.UU.