Davidmor
01/07/2011, 15:48
Hay tres textos bíblicos en los que se usa la palabra griega a‧pó‧kry‧fos en su sentido original para referirse a algo “cuidadosamente ocultado”. (Mr 4:22; Lu 8:17; Col 2:3.) En lo que respecta a escritos, en un principio aplicaba a los que no se leían en público y por lo tanto estaban “ocultados” de otros. Sin embargo, más tarde esa palabra adquirió el significado de espurio o no canónico, y en la actualidad se suele usar con referencia a los escritos que la Iglesia católica romana declaró parte del canon bíblico en el Concilio de Trento (1546). Los escritores católicos los llaman deuterocanónicos, que significa “del segundo [o posterior] canon”, a diferencia de los protocanónicos.
Estos escritos que se añadieron son: Tobías, Judit, Sabiduría (de Salomón), Eclesiástico (no Eclesiastés), Baruc, Primero y Segundo de los Macabeos, añadiduras al libro de Ester y tres añadiduras a Daniel: el Cántico de los tres jóvenes, la Historia de Susana y la Historia de Bel y el dragón. No se puede precisar con exactitud cuándo se escribieron, pero se sabe que no fue antes del siglo II o III a. E.C.
Prueba en contra de su canonicidad. Aunque en algunos casos estos escritos tienen cierto valor histórico, afirmar que son canónicos carece de base sólida. Los hechos indican que el canon hebreo se completó después de la escritura de los libros de Esdras, Nehemías y Malaquías, en el siglo V a. E.C. Los escritos apócrifos nunca se incluyeron en el canon judío de las Escrituras inspiradas y no forman parte de ellas en la actualidad.
El historiador judío Josefo, del primer siglo, indica que solo se daba reconocimiento a aquellos pocos libros (del canon hebreo) que se consideraban sagrados. Dijo: “Por esto entre nosotros no hay multitud de libros que discrepen y disientan entre sí; sino solamente veintidós libros [el equivalente de los treinta y nueve libros de las Escrituras Hebreas según la división moderna], que abarcan la historia de todo tiempo y que, con razón, se consideran divinos”. Después demuestra que conoce la existencia de los libros apócrifos y su exclusión del canon hebreo, al añadir: “Además, desde el imperio de Artajerjes hasta nuestra época, todos los sucesos se han puesto por escrito; pero no merecen tanta autoridad y fe como los libros mencionados anteriormente, pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas”. (Contra Apión, libro I, sec. 8.)
Su inclusión en la Versión de los Setenta. Los argumentos en favor de la canonicidad de estos escritos por lo general se basan en el hecho de que se hallan en muchas copias antiguas de la Versión de los Setenta griega de las Escrituras Hebreas, traducción que se comenzó en Egipto alrededor del año 280 a. E.C. No obstante, puesto que no existen ejemplares originales de la Versión de los Setenta, no se puede afirmar de forma categórica que los libros apócrifos estuvieran incluidos originalmente en esa obra. Se reconoce que muchos de estos escritos, quizás la mayoría, se escribieron después de comenzarse a traducir la Versión de los Setenta, así que es obvio que no estuvieron en la lista original de los libros que debían traducirse. Por consiguiente, en el mejor de los casos, solo pueden considerarse como adiciones a esa obra.
Además, aunque los judíos de habla griega de Alejandría finalmente insertaron esos escritos apócrifos en la Versión de los Setenta y al parecer los consideraban como parte de un canon ampliado de escritos sagrados, las palabras de Josefo citadas antes indican que nunca se incluyeron en el canon de Jerusalén (palestinense), y como máximo se les tuvo por escritos de segundo orden, y no de origen divino. Por lo tanto, el Concilio judío de Jamnia (alrededor del año 90 E.C.) excluyó específicamente todos esos escritos del canon hebreo.
La necesidad de dar la debida consideración a la postura judía al respecto se desprende con claridad de lo que el apóstol Pablo escribió en Romanos 3:1, 2.
Otros testimonios antiguos. Una de las principales pruebas externas en contra de la canonicidad de los libros apócrifos es el hecho de que ninguno de los escritores cristianos de la Biblia citó de ellos. Aunque esto no es concluyente, dado que tampoco se cita de algunos libros que sí son reconocidos como canónicos (Ester, Eclesiastés y El Cantar de los Cantares), no obstante, el que no se cite ni una sola vez de ninguno de los once escritos apócrifos no cabe duda de que es significativo.
También pesa el hecho de que los principales eruditos bíblicos, así como los “padres de la Iglesia” de los primeros siglos de la era común, por lo general han catalogado los libros apócrifos como escritos de segundo orden. Orígenes, de principios del siglo III E.C., después de una investigación cuidadosa, también distinguió entre estos escritos y los del canon verdadero. Atanasio, Cirilo de Jerusalén, Gregorio Nacianceno y Anfíloco, todos del siglo IV E.C., prepararon catálogos de los escritos sagrados según el canon hebreo, en los que ignoraron los escritos apócrifos o los colocaron en una categoría secundaria.
Jerónimo, considerado “el mejor hebraísta” de la Iglesia primitiva y traductor de la Vulgata latina (405 E.C.), adoptó una postura clara en contra de esos libros, y fue el primero en usar explícitamente la palabra “apócrifo” en el sentido de no canónico con referencia a ellos. En consecuencia, en su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo menciona los libros inspirados de las Escrituras Hebreas según el canon hebreo (en el que los treinta y nueve libros están agrupados en veintidós), y entonces dice: “Así que hay veintidós libros [...]. Este prólogo de las Escrituras puede servir de advertencia al que se acerca a todos los libros que traducimos del hebreo al latín; para que sepamos que cualquiera que esté fuera de estos tiene que ser puesto entre los libros apócrifos”. Al escribirle a una dama de nombre Leta sobre la educación de su hija, Jerónimo aconsejó: “Guárdese de todo linaje de apócrifos. Y si alguna vez los quiere leer, no para buscar la verdad de los dogmas, sino por reverencia de los símbolos, sepa que no pertenecen a los autores cuyos nombres figuran a su cabeza, y que llevan revuelto mucho elemento vicioso. No se requiere menuda prudencia para buscar oro entre el fango”. (Cartas de San Jerónimo, CVII.)
Opiniones católicas divergentes. Agustín (354-430 E.C.) fue el primero en intentar incluir estos escritos en el canon bíblico, aunque en obras posteriores reconoció que había una clara diferenciación entre los libros del canon hebreo y esos “libros ajenos”. Sin embargo, la Iglesia católica, siguiendo a Agustín, los incluyó en el canon de los libros sagrados fijado por el Concilio de Cartago en el año 397 E.C. No obstante, no confirmó definitivamente que aceptaba estos escritos en su catálogo de libros bíblicos sino hasta el año 1546 E.C., en el Concilio de Trento, y esta acción se juzgó necesaria debido a que había diferentes opiniones al respecto, incluso dentro de la Iglesia. Juan Wiclef, el sacerdote y erudito católico romano que en el siglo XIV hizo la primera traducción al inglés de la Biblia con la ayuda posterior de Nicolás de Hereford, no incluyó los libros apócrifos en su obra, y en el prefacio de esta traducción dijo que esos escritos “carecían de la autoridad conferida por la aceptación general”. El cardenal dominico Cayetano, principal teólogo católico de su tiempo (1469-1534 E.C.), a quien Clemente VII llamó la “lámpara de la Iglesia”, también distinguió entre los libros del canon hebreo verdadero y las obras apócrifas, para lo que se apoyó en la autoridad de los escritos de Jerónimo.
Debe notarse así mismo que el Concilio de Trento no aceptó todos los escritos que se habían aprobado en el anterior Concilio de Cartago, sino que excluyó a tres de estos: la Oración de Manasés y Primero y Segundo de Esdras (no los libros 1 y 2 Esdras que en la versión católica Torres Amat corresponden a Esdras y Nehemías). Así, estos tres escritos, que por más de mil cien años habían formado parte de la versión aprobada de la Vulgata latina, a partir de entonces quedaron excluidos.
Prueba interna. La prueba interna de estos escritos apócrifos cuestiona aún más que la externa su canonicidad. No existe en ellos el elemento profético. Su contenido y enseñanza en ocasiones contradice a los libros canónicos y ellos mismos también se contradicen entre sí. En ellos abundan las inexactitudes históricas y geográficas y los anacronismos. En algunos casos, los escritores son culpables de falta de honradez al presentar falsamente sus obras como si fuesen de escritores inspirados de épocas anteriores. Demuestran estar bajo la influencia griega, y en ocasiones recurren a un lenguaje extravagante y un estilo literario totalmente ajeno al estilo de las Escrituras inspiradas. Dos de los escritores dan a entender que no fueron inspirados. (Véase el prólogo de Eclesiástico; 2 Macabeos 2:24-32; 15:38-40, BC.) De modo que se puede decir que la prueba más contundente contra la canonicidad de los libros apócrifos son ellos mismos. A continuación se examina cada uno de estos libros.
Estos escritos que se añadieron son: Tobías, Judit, Sabiduría (de Salomón), Eclesiástico (no Eclesiastés), Baruc, Primero y Segundo de los Macabeos, añadiduras al libro de Ester y tres añadiduras a Daniel: el Cántico de los tres jóvenes, la Historia de Susana y la Historia de Bel y el dragón. No se puede precisar con exactitud cuándo se escribieron, pero se sabe que no fue antes del siglo II o III a. E.C.
Prueba en contra de su canonicidad. Aunque en algunos casos estos escritos tienen cierto valor histórico, afirmar que son canónicos carece de base sólida. Los hechos indican que el canon hebreo se completó después de la escritura de los libros de Esdras, Nehemías y Malaquías, en el siglo V a. E.C. Los escritos apócrifos nunca se incluyeron en el canon judío de las Escrituras inspiradas y no forman parte de ellas en la actualidad.
El historiador judío Josefo, del primer siglo, indica que solo se daba reconocimiento a aquellos pocos libros (del canon hebreo) que se consideraban sagrados. Dijo: “Por esto entre nosotros no hay multitud de libros que discrepen y disientan entre sí; sino solamente veintidós libros [el equivalente de los treinta y nueve libros de las Escrituras Hebreas según la división moderna], que abarcan la historia de todo tiempo y que, con razón, se consideran divinos”. Después demuestra que conoce la existencia de los libros apócrifos y su exclusión del canon hebreo, al añadir: “Además, desde el imperio de Artajerjes hasta nuestra época, todos los sucesos se han puesto por escrito; pero no merecen tanta autoridad y fe como los libros mencionados anteriormente, pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas”. (Contra Apión, libro I, sec. 8.)
Su inclusión en la Versión de los Setenta. Los argumentos en favor de la canonicidad de estos escritos por lo general se basan en el hecho de que se hallan en muchas copias antiguas de la Versión de los Setenta griega de las Escrituras Hebreas, traducción que se comenzó en Egipto alrededor del año 280 a. E.C. No obstante, puesto que no existen ejemplares originales de la Versión de los Setenta, no se puede afirmar de forma categórica que los libros apócrifos estuvieran incluidos originalmente en esa obra. Se reconoce que muchos de estos escritos, quizás la mayoría, se escribieron después de comenzarse a traducir la Versión de los Setenta, así que es obvio que no estuvieron en la lista original de los libros que debían traducirse. Por consiguiente, en el mejor de los casos, solo pueden considerarse como adiciones a esa obra.
Además, aunque los judíos de habla griega de Alejandría finalmente insertaron esos escritos apócrifos en la Versión de los Setenta y al parecer los consideraban como parte de un canon ampliado de escritos sagrados, las palabras de Josefo citadas antes indican que nunca se incluyeron en el canon de Jerusalén (palestinense), y como máximo se les tuvo por escritos de segundo orden, y no de origen divino. Por lo tanto, el Concilio judío de Jamnia (alrededor del año 90 E.C.) excluyó específicamente todos esos escritos del canon hebreo.
La necesidad de dar la debida consideración a la postura judía al respecto se desprende con claridad de lo que el apóstol Pablo escribió en Romanos 3:1, 2.
Otros testimonios antiguos. Una de las principales pruebas externas en contra de la canonicidad de los libros apócrifos es el hecho de que ninguno de los escritores cristianos de la Biblia citó de ellos. Aunque esto no es concluyente, dado que tampoco se cita de algunos libros que sí son reconocidos como canónicos (Ester, Eclesiastés y El Cantar de los Cantares), no obstante, el que no se cite ni una sola vez de ninguno de los once escritos apócrifos no cabe duda de que es significativo.
También pesa el hecho de que los principales eruditos bíblicos, así como los “padres de la Iglesia” de los primeros siglos de la era común, por lo general han catalogado los libros apócrifos como escritos de segundo orden. Orígenes, de principios del siglo III E.C., después de una investigación cuidadosa, también distinguió entre estos escritos y los del canon verdadero. Atanasio, Cirilo de Jerusalén, Gregorio Nacianceno y Anfíloco, todos del siglo IV E.C., prepararon catálogos de los escritos sagrados según el canon hebreo, en los que ignoraron los escritos apócrifos o los colocaron en una categoría secundaria.
Jerónimo, considerado “el mejor hebraísta” de la Iglesia primitiva y traductor de la Vulgata latina (405 E.C.), adoptó una postura clara en contra de esos libros, y fue el primero en usar explícitamente la palabra “apócrifo” en el sentido de no canónico con referencia a ellos. En consecuencia, en su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo menciona los libros inspirados de las Escrituras Hebreas según el canon hebreo (en el que los treinta y nueve libros están agrupados en veintidós), y entonces dice: “Así que hay veintidós libros [...]. Este prólogo de las Escrituras puede servir de advertencia al que se acerca a todos los libros que traducimos del hebreo al latín; para que sepamos que cualquiera que esté fuera de estos tiene que ser puesto entre los libros apócrifos”. Al escribirle a una dama de nombre Leta sobre la educación de su hija, Jerónimo aconsejó: “Guárdese de todo linaje de apócrifos. Y si alguna vez los quiere leer, no para buscar la verdad de los dogmas, sino por reverencia de los símbolos, sepa que no pertenecen a los autores cuyos nombres figuran a su cabeza, y que llevan revuelto mucho elemento vicioso. No se requiere menuda prudencia para buscar oro entre el fango”. (Cartas de San Jerónimo, CVII.)
Opiniones católicas divergentes. Agustín (354-430 E.C.) fue el primero en intentar incluir estos escritos en el canon bíblico, aunque en obras posteriores reconoció que había una clara diferenciación entre los libros del canon hebreo y esos “libros ajenos”. Sin embargo, la Iglesia católica, siguiendo a Agustín, los incluyó en el canon de los libros sagrados fijado por el Concilio de Cartago en el año 397 E.C. No obstante, no confirmó definitivamente que aceptaba estos escritos en su catálogo de libros bíblicos sino hasta el año 1546 E.C., en el Concilio de Trento, y esta acción se juzgó necesaria debido a que había diferentes opiniones al respecto, incluso dentro de la Iglesia. Juan Wiclef, el sacerdote y erudito católico romano que en el siglo XIV hizo la primera traducción al inglés de la Biblia con la ayuda posterior de Nicolás de Hereford, no incluyó los libros apócrifos en su obra, y en el prefacio de esta traducción dijo que esos escritos “carecían de la autoridad conferida por la aceptación general”. El cardenal dominico Cayetano, principal teólogo católico de su tiempo (1469-1534 E.C.), a quien Clemente VII llamó la “lámpara de la Iglesia”, también distinguió entre los libros del canon hebreo verdadero y las obras apócrifas, para lo que se apoyó en la autoridad de los escritos de Jerónimo.
Debe notarse así mismo que el Concilio de Trento no aceptó todos los escritos que se habían aprobado en el anterior Concilio de Cartago, sino que excluyó a tres de estos: la Oración de Manasés y Primero y Segundo de Esdras (no los libros 1 y 2 Esdras que en la versión católica Torres Amat corresponden a Esdras y Nehemías). Así, estos tres escritos, que por más de mil cien años habían formado parte de la versión aprobada de la Vulgata latina, a partir de entonces quedaron excluidos.
Prueba interna. La prueba interna de estos escritos apócrifos cuestiona aún más que la externa su canonicidad. No existe en ellos el elemento profético. Su contenido y enseñanza en ocasiones contradice a los libros canónicos y ellos mismos también se contradicen entre sí. En ellos abundan las inexactitudes históricas y geográficas y los anacronismos. En algunos casos, los escritores son culpables de falta de honradez al presentar falsamente sus obras como si fuesen de escritores inspirados de épocas anteriores. Demuestran estar bajo la influencia griega, y en ocasiones recurren a un lenguaje extravagante y un estilo literario totalmente ajeno al estilo de las Escrituras inspiradas. Dos de los escritores dan a entender que no fueron inspirados. (Véase el prólogo de Eclesiástico; 2 Macabeos 2:24-32; 15:38-40, BC.) De modo que se puede decir que la prueba más contundente contra la canonicidad de los libros apócrifos son ellos mismos. A continuación se examina cada uno de estos libros.