karlacris
10/06/2010, 17:52
Para RebeldeRenegado, quien me hizo recordar subida en el caparazón de unos caracoles...
Se llamaba Clara, nació el 12 de agosto de 1924 en un pueblo escondido entre cerros. Era hija natural (como que si hubiese otra forma de ser hija o hijo, ¿acaso no todos somos “naturales”? nunca he escuchado de un “hijo artificial” pero esa es harina de otro costal…), en esa época era todavía más condenado por la sociedad esa situación y, para colmo de males, nació en plena zona rural, es decir más rigidez social todavía. Para evitar más habladurías de las necesarias, fue entregada a la abuela materna para que fuera criada. Luego su mamá se casó y tuvo más hijos, pero Clara permaneció siempre en la casa de Mamá Lina.
Poco conoció a sus hermanos y hermanas, más bien fue que los reecontró cuando ella misma era una abuela ya. Sus compañeros de juegos fueron sus primos, todos niños y sólo ella niña, pero no importó: subía árboles como el mejor de ellos, cierto que rompía los vestidos cuando se le enredaban en las ramas, pero eso la impulsó a aprender a coser… eso y el miedo a Mamá Lina quien siempre la sentenciaba: “¡No vayás a venir con el vestido roto que te lo saco del lomo!”, semejante recomendación hizo que aprendiera a coser de tal forma que a penas se notaba el remiendo.
En esa época las niñas no iban a la escuela, “¿para qué desperdiciar el tiempo cuando hay que enseñarles a hacer oficio?” decía Mamá Lina, quien tampoco sabía reconocer una O ni por ser redonda (la verdad es que esto no ha cambiado mucho, las niñas son las que menos escolarizadas están en mi país)… Así que mientras uno de sus primos recibía clases personalizadas “porque los niños al crecer se encargan de la casa y por eso deben aprender a leer”, a Clara le daban clases sobre como hacer tortillas: desde desgranar el maíz, cocerlo, molerlo en piedra (que no existían los molinos cerca) hasta hacerlas redondas como lunas nuevas, y todos los otros quehaceres “para los que la mujer fue hecha, si te casás no van a decir que se llevan una inútil que no sabe hacer nada!”
Pero ella no quería sólo saber hacer las labores domésticas, Clara quería aprender a leer y saber que dicen esos libros con tanta “pintita” negra en ellos. Así que ideó un plan: se había fijado que el profesor llegaba a la casa y se sentaba a dar la lección debajo del palo de mango más frondoso de la casa, así que bajo el pretexto de ir a buscar fruta, se subía al árbol, se instalaba entre las ramas de tal forma que no le viese nadie desde abajo y que, aún así escondida, no se perdiese detalle alguno de lo que el maestro decía…
-Sebastián, que ahí viene el profesor… apurate, andá sacá el cuaderno!
-Yo no quiero! Mejor mándeme a tapisquear!
-Que te apurés te digo, mirá que cuando estés grande te van a fregar si no sabés lo que dicen los papeles… apurate, cipote malcriado!
Y allá iba Sebastián arrastrando los pies, como quien se prepara para un castigo…
-Y la Clara, Sebastián? No la has visto? Que bichita más cueruda, cualquier cosa se inventa con tal de no tortiar… ya va a ver esta mona caraja!
Mientras tanto, Clara ya estaba subida y sentada cómodamente esperando que la clase comenzara.
-A ver Sebastián, hiciste la plana?
-No, no la hice es que me mandaron a la milpa.
-Sebastián, pero tu abuela dice que te da tiempo de hacer los deberes…
-Pues a saber a que horas, porque ella misma me mandó…
-Está bien, Sebastián… a ver, empecemos con la lección…
Y mientras Sebastián luchaba por reconocer las uniones de las letras en sílabas, Clara las decía mentalmente atendiendo a las correcciones que el maestro le hacía a su primo. A veces le daba ganas de bajar y de decirle al profesor que ella sí se sabía las vocales y el alfabeto completo (y que no se le olvidaba la “ñ” ni la “ll”), además de enseñarle el cuaderno viejo que Sebastián había desechado porque “ya está muy colocho de las puntas” y donde ella reproducía las palabras que le dejaban en las planas al primo… pero se resistía a la idea de sólo pensar que al darse cuenta de su secreto, la Mamá Lina ya no la iba a dejar que saliera de la casa justo a esa hora, así que se las aguantaba.
Y así pasó el tiempo, una vez se atrevió a preguntarle al maestro si escribía bien su nombre y lo dibujó con una rama seca en la tierra del patio, el profesor se quedó asombrado y le preguntó como había aprendido a lo que ella rápidamente respondió: “Es que Sebastián me enseña”, al maestro le quedó la duda ya que, por más que intentaba, Sebastián no podía diferenciar la o de la a y mucho menos sabía reconocer acertadamente los fonemas… pero no le dio importancia, total, que aprendiera a escribir “Clara” no era gran cosa.
El tiempo pasó, los niños crecieron. Sebastián siguió sin aprender a leer ni escribir: “es que trabajar la tierra es más importante” y Clara se hizo una señorita muy hacendosa, que podía leer y escribir pero no se lo decía nadie.
La vida da muchas vueltas y así como su madre había sido madre soltera, Clara se encontró un día con la sorpresa que albergaba en su vientre a un bebé, como el padre de la criatura era el hijo de un hacendado que era muy codiciado por las cipotas del lugar y que además no creía en “las tonteras esas que enseñan en la escuela”, Clara sin decirle nada a nadie (y como la única responsable de ella, Mamá Lina, había muerto hacía tiempo) se fue del pueblo a una ciudad lo más lejos posible, donde nadie la pudiese encontrar. Puso tanta “tierra de por medio” que de verdad nadie la encontró hasta mucho tiempo después, cuando sus hijos ya eran hombres.
Y se fue del terruño que la vio nacer porque no quería que su hijo o hija se quedase sin estudiar, quería que él o ella tuviesen una vida distinta y con mejores oportunidades que las que ella tuvo… y lo vio cumplido: su hijo mayor, Roberto, por el que se fue, se graduó como maestro y luego fue a la Universidad a estudiar Periodismo. El menor, Ernesto, se graduó de bachiller y entró a la Universidad, pero como no todos los hijos son iguales, nunca se graduó.
Pero ambos estudiaron y pudieron tener una vida mejor, tal como Clara lo había soñado…
Esta historia la escuché de sus labios incontables veces, mientras nos aconsejaba a mi hermana y a mí para hacer las tareas: “Hijas, hagan los deberes, miren que el estudio es lo único que no les pueden quitar. Aprendan todo y aprovechen el esfuerzo de su papá y de su mamá, miren que a mi me hubiera gustado mucho que me dijeran: Clara andá a estudiá”…
Y esta historia es parte de la vida de mi abuelita, esa mujer fuerte y valiente escondida en el más pequeño y delgado de los cuerpos que he visto, la que nos empujaba a ser mejores estudiantes con su historia de haber aprendido a leer y escribir subida en un palo de mango…
Ah, y Sebastián? Sebastián, al estar ya de ochenta y pico de años, aprendió a leer y escribir con el método de Freire, sentado en medio de su maizal, “Es que hija, la Clara si tuvo cabeza para el estudio ¡mirá que aprender a leer y escribir subida en el mango!, pero mirá que bonito escribo ya!” me dijo un día mientras me enseñaba un cuaderno con las puntas muy rectecitas donde había escrito con su mayor empeño la plana del día: Machete…
Se llamaba Clara, nació el 12 de agosto de 1924 en un pueblo escondido entre cerros. Era hija natural (como que si hubiese otra forma de ser hija o hijo, ¿acaso no todos somos “naturales”? nunca he escuchado de un “hijo artificial” pero esa es harina de otro costal…), en esa época era todavía más condenado por la sociedad esa situación y, para colmo de males, nació en plena zona rural, es decir más rigidez social todavía. Para evitar más habladurías de las necesarias, fue entregada a la abuela materna para que fuera criada. Luego su mamá se casó y tuvo más hijos, pero Clara permaneció siempre en la casa de Mamá Lina.
Poco conoció a sus hermanos y hermanas, más bien fue que los reecontró cuando ella misma era una abuela ya. Sus compañeros de juegos fueron sus primos, todos niños y sólo ella niña, pero no importó: subía árboles como el mejor de ellos, cierto que rompía los vestidos cuando se le enredaban en las ramas, pero eso la impulsó a aprender a coser… eso y el miedo a Mamá Lina quien siempre la sentenciaba: “¡No vayás a venir con el vestido roto que te lo saco del lomo!”, semejante recomendación hizo que aprendiera a coser de tal forma que a penas se notaba el remiendo.
En esa época las niñas no iban a la escuela, “¿para qué desperdiciar el tiempo cuando hay que enseñarles a hacer oficio?” decía Mamá Lina, quien tampoco sabía reconocer una O ni por ser redonda (la verdad es que esto no ha cambiado mucho, las niñas son las que menos escolarizadas están en mi país)… Así que mientras uno de sus primos recibía clases personalizadas “porque los niños al crecer se encargan de la casa y por eso deben aprender a leer”, a Clara le daban clases sobre como hacer tortillas: desde desgranar el maíz, cocerlo, molerlo en piedra (que no existían los molinos cerca) hasta hacerlas redondas como lunas nuevas, y todos los otros quehaceres “para los que la mujer fue hecha, si te casás no van a decir que se llevan una inútil que no sabe hacer nada!”
Pero ella no quería sólo saber hacer las labores domésticas, Clara quería aprender a leer y saber que dicen esos libros con tanta “pintita” negra en ellos. Así que ideó un plan: se había fijado que el profesor llegaba a la casa y se sentaba a dar la lección debajo del palo de mango más frondoso de la casa, así que bajo el pretexto de ir a buscar fruta, se subía al árbol, se instalaba entre las ramas de tal forma que no le viese nadie desde abajo y que, aún así escondida, no se perdiese detalle alguno de lo que el maestro decía…
-Sebastián, que ahí viene el profesor… apurate, andá sacá el cuaderno!
-Yo no quiero! Mejor mándeme a tapisquear!
-Que te apurés te digo, mirá que cuando estés grande te van a fregar si no sabés lo que dicen los papeles… apurate, cipote malcriado!
Y allá iba Sebastián arrastrando los pies, como quien se prepara para un castigo…
-Y la Clara, Sebastián? No la has visto? Que bichita más cueruda, cualquier cosa se inventa con tal de no tortiar… ya va a ver esta mona caraja!
Mientras tanto, Clara ya estaba subida y sentada cómodamente esperando que la clase comenzara.
-A ver Sebastián, hiciste la plana?
-No, no la hice es que me mandaron a la milpa.
-Sebastián, pero tu abuela dice que te da tiempo de hacer los deberes…
-Pues a saber a que horas, porque ella misma me mandó…
-Está bien, Sebastián… a ver, empecemos con la lección…
Y mientras Sebastián luchaba por reconocer las uniones de las letras en sílabas, Clara las decía mentalmente atendiendo a las correcciones que el maestro le hacía a su primo. A veces le daba ganas de bajar y de decirle al profesor que ella sí se sabía las vocales y el alfabeto completo (y que no se le olvidaba la “ñ” ni la “ll”), además de enseñarle el cuaderno viejo que Sebastián había desechado porque “ya está muy colocho de las puntas” y donde ella reproducía las palabras que le dejaban en las planas al primo… pero se resistía a la idea de sólo pensar que al darse cuenta de su secreto, la Mamá Lina ya no la iba a dejar que saliera de la casa justo a esa hora, así que se las aguantaba.
Y así pasó el tiempo, una vez se atrevió a preguntarle al maestro si escribía bien su nombre y lo dibujó con una rama seca en la tierra del patio, el profesor se quedó asombrado y le preguntó como había aprendido a lo que ella rápidamente respondió: “Es que Sebastián me enseña”, al maestro le quedó la duda ya que, por más que intentaba, Sebastián no podía diferenciar la o de la a y mucho menos sabía reconocer acertadamente los fonemas… pero no le dio importancia, total, que aprendiera a escribir “Clara” no era gran cosa.
El tiempo pasó, los niños crecieron. Sebastián siguió sin aprender a leer ni escribir: “es que trabajar la tierra es más importante” y Clara se hizo una señorita muy hacendosa, que podía leer y escribir pero no se lo decía nadie.
La vida da muchas vueltas y así como su madre había sido madre soltera, Clara se encontró un día con la sorpresa que albergaba en su vientre a un bebé, como el padre de la criatura era el hijo de un hacendado que era muy codiciado por las cipotas del lugar y que además no creía en “las tonteras esas que enseñan en la escuela”, Clara sin decirle nada a nadie (y como la única responsable de ella, Mamá Lina, había muerto hacía tiempo) se fue del pueblo a una ciudad lo más lejos posible, donde nadie la pudiese encontrar. Puso tanta “tierra de por medio” que de verdad nadie la encontró hasta mucho tiempo después, cuando sus hijos ya eran hombres.
Y se fue del terruño que la vio nacer porque no quería que su hijo o hija se quedase sin estudiar, quería que él o ella tuviesen una vida distinta y con mejores oportunidades que las que ella tuvo… y lo vio cumplido: su hijo mayor, Roberto, por el que se fue, se graduó como maestro y luego fue a la Universidad a estudiar Periodismo. El menor, Ernesto, se graduó de bachiller y entró a la Universidad, pero como no todos los hijos son iguales, nunca se graduó.
Pero ambos estudiaron y pudieron tener una vida mejor, tal como Clara lo había soñado…
Esta historia la escuché de sus labios incontables veces, mientras nos aconsejaba a mi hermana y a mí para hacer las tareas: “Hijas, hagan los deberes, miren que el estudio es lo único que no les pueden quitar. Aprendan todo y aprovechen el esfuerzo de su papá y de su mamá, miren que a mi me hubiera gustado mucho que me dijeran: Clara andá a estudiá”…
Y esta historia es parte de la vida de mi abuelita, esa mujer fuerte y valiente escondida en el más pequeño y delgado de los cuerpos que he visto, la que nos empujaba a ser mejores estudiantes con su historia de haber aprendido a leer y escribir subida en un palo de mango…
Ah, y Sebastián? Sebastián, al estar ya de ochenta y pico de años, aprendió a leer y escribir con el método de Freire, sentado en medio de su maizal, “Es que hija, la Clara si tuvo cabeza para el estudio ¡mirá que aprender a leer y escribir subida en el mango!, pero mirá que bonito escribo ya!” me dijo un día mientras me enseñaba un cuaderno con las puntas muy rectecitas donde había escrito con su mayor empeño la plana del día: Machete…