Pompilio Zigrino
02/09/2009, 17:32
Noticias de Opinión:
Lunes 31 de agosto de 2009 | Publicado en edición impresa
¿Por qué el Gobierno puso freno al salto productivo del sector agropecuario? (Nota I de II)
Cruzada contra el campo
Héctor Huergo
Para LA NACION
Entre 1994 y 1996, la producción agrícola argentina se había estabilizado en 45 millones de toneladas. Diez años después, alcanzaba a los cien millones. Sorpresa: el agro argentino dejaba de ser una eterna promesa. Se había desatado la Segunda Revolución de las Pampas.
El experimento K intenta abortarla. Un pecado.
Nadie en el mundo había crecido tanto. No sólo se expandía la agricultura, sino el stock ganadero, la producción de leche, la industria avícola, los cerdos. Y junto con ello, toda la agroindustria del interior. Corriente arriba, proveedora de insumos y equipos para el campo. Y corriente abajo, el procesamiento para agregarle valor a la producción de granos y exportar a un mundo cada día más voraz.
Además de este salto en volumen, hubo un aumento del valor de las cosechas, que pasó de 10.000 a 25.000 millones de dólares en apenas diez años. Esto fue consecuencia de la mayor proporción de soja, la abanderada de esta revolución, cuyo valor duplica al de los cereales.
Pero la expansión fue general y dio lugar a una poderosa transformación de la estructura económica del interior. El centro de gravedad de la economía se corría más al Norte, al corazón de la pampa gringa.
El mundo asistía sorprendido al despertar del gigante de la eterna promesa. La nueva epopeya de las pampas se basaba en la incorporación masiva de nueva tecnología, como la siembra directa y la fertilización. La biotecnología, la intensificación ganadera, la nueva manera de organizar la agricultura con los contratistas, los fondos de inversión, los fideicomisos, el gran dinamismo del mercado de alquileres para sembrar. Un fenómeno que ahora se expande por el mundo, con patente argentina.
Como todo parto natural, sin anestesia y sin asistencia, fue doloroso y difícil. Antes que un proceso de crecimiento armónico, una vertiginosa huida hacia adelante. Darwin y Schumpeter se hubieran regocijado sin pudor en esta especie de San Fermín, con la marea humana corriendo a la par de los toros bravos. El que perdía ritmo quedaba sangrando en el camino. Pero se fueron forjando un agro nuevo y un país nuevo desde el interior, basado en la agroindustria moderna y competitiva. Fue mucho más que la vapuleada soja. Pero arrancó con ella.
En 1970, en la Argentina, la soja era apenas una curiosidad botánica. Un cuarto de siglo después, con 15 millones de toneladas, ya explicaba la tercera parte de la cosecha. Después, esta cifra se triplicaría, para alcanzar más de 45 millones de toneladas en 2007 y 2008. Es ahora la mitad del volumen cosechado, un hecho relevante, sobre todo considerando que el resto de la canasta agrícola siguió creciendo: la producción de maíz, trigo y los demás granos subió de 30 a 50 millones de toneladas entre 1996 y 2007.
La soja fue una apuesta acertada. La demanda de proteínas y aceites vegetales se expandía vertiginosamente y la Argentina se perfilaba como un gran proveedor. Se desató una fuerte corriente de inversiones por parte de los grandes actores locales e internacionales del negocio, para procesar la semilla y exportar sus dos componentes fundamentales: la harina de alto contenido proteico y el aceite.
De la noche a la mañana, la Argentina se convirtió en el mayor exportador mundial de ambos insumos básicos de la industria alimenticia. Más de cien países, liderados por los asiáticos, están en plena transición dietética e incorporan crecientes cantidades de carne de todo tipo a su alimentación. La harina de soja es el insumo clave de la producción intensiva de proteínas animales. China, de donde es oriunda la soja, producía y consumía 15 millones de toneladas hace diez años. Ahora produce lo mismo, pero los cerdos chinos consumen 50 millones de toneladas. Así que tienen que importar 35.
Pero el cultivo de soja no era sencillo. Los intentos por insertarlo en la agricultura argentina fracasaron una y otra vez, hasta que maduró la tecnología apropiada.
El vertiginoso crecimiento agrícola se explicó, en un 50%, por el aumento de la superficie cultivada, que pasó de 20 a 30 millones de hectáreas. El otro 50% fue incremento de la productividad. En ambos casos, el germen del cambio fue la tecnología. Ni los altos precios (que siempre fueron esporádicos) ni las "políticas activas", que nunca llegaron al sector, salvo para cosechar los frutos.
¿Qué había pasado antes? Durante muchos años, la Argentina agropecuaria había padecido una tenaza mortal: la existencia de un doble estándar cambiario. Un dólar para lo que compraba; otro, muy inferior, para lo que vendía. El "modelo" se fundamentó, históricamente, en dos pilares: la necesidad de mantener bajos los precios de los alimentos y el objetivo de proteger a la industria. En algunas épocas, las diferencias fueron siderales.
En estas condiciones, lo que sufría era la incorporación de tecnología de insumos y equipos, que es lo que los productores compran. La única alternativa, dentro de semejante cepo, es producir usando técnicas de costo cero (elegir una fecha de siembra o la profundidad a la que se coloca la semilla, etc.) o costo mínimo. Así, la tierra era el factor principal de la producción, y no por lo que significaba como superficie de captación solar para el maravilloso proceso de la fotosíntesis, base de la agricultura, sino como proveedor de nutrientes.
Eso llevaba directamente al desfallecimiento de los campos. Era imposible fertilizar. Y el rudimentario control de las malezas provocó la invasión de especies perennes, como el gramón y el sorgo de Alepo, que hacían inviable la agricultura aun en las mejores tierras, ya entrados los años 80.
Toda la tecnología era "defensiva". La genética apuntaba a lograr semillas rústicas, capaces de resistir enfermedades e insectos sin uso de funguicidas e insecticidas. El objetivo de obtener más rendimiento no incluía el uso de abonos, porque nadie podía fertilizar. Y como el control de malezas era deficiente, lo que uno lograba con los abonos eran yuyos más vigorosos, que competían con el cultivo.
Así, la producción agropecuaria argentina estaba condenada a ser "extensiva". Es decir: el insumo principal era la tierra. La revolución verde, que había atravesado a todo el mundo agrícola y había disparado la productividad a niveles nunca vistos, estaba vedada a la Argentina.
La convertibilidad pasará a la historia como un período tremendamente traumático para el campo. Pero debe concedérsele un atributo positivo: el uno a uno sirvió para terminar con el doble estándar. Por primera vez, se vendía con el mismo dólar con el que se compraba. Así, se abarató la tecnología y eclosionó el espíritu innovador.
A partir de los años 70, decenas de muy bien formados ingenieros agrónomos ?egresados de las universidades públicas y privadas? llegaron al campo, en coincidencia con el arribo de una nueva generación de productores, herederos de la tradición, pero atraídos por las vibraciones de la modernidad. El INTA, los grupos CREA, las empresas proveedoras de insumos y equipos, los emprendedores libres, preñaron de aire fresco a estas tierras, que desfallecían por inanición. Iban a parir, años después, la Segunda Revolución del las Pampas. La primera había sido la de la conquista territorial, la de los gringos que poblaron la Argentina. La segunda es la conquista tecnológica, con los nietos y bisnietos de aquellos gringos. Es la avanzada colonizadora de la sociedad del conocimiento.
Lunes 31 de agosto de 2009 | Publicado en edición impresa
¿Por qué el Gobierno puso freno al salto productivo del sector agropecuario? (Nota I de II)
Cruzada contra el campo
Héctor Huergo
Para LA NACION
Entre 1994 y 1996, la producción agrícola argentina se había estabilizado en 45 millones de toneladas. Diez años después, alcanzaba a los cien millones. Sorpresa: el agro argentino dejaba de ser una eterna promesa. Se había desatado la Segunda Revolución de las Pampas.
El experimento K intenta abortarla. Un pecado.
Nadie en el mundo había crecido tanto. No sólo se expandía la agricultura, sino el stock ganadero, la producción de leche, la industria avícola, los cerdos. Y junto con ello, toda la agroindustria del interior. Corriente arriba, proveedora de insumos y equipos para el campo. Y corriente abajo, el procesamiento para agregarle valor a la producción de granos y exportar a un mundo cada día más voraz.
Además de este salto en volumen, hubo un aumento del valor de las cosechas, que pasó de 10.000 a 25.000 millones de dólares en apenas diez años. Esto fue consecuencia de la mayor proporción de soja, la abanderada de esta revolución, cuyo valor duplica al de los cereales.
Pero la expansión fue general y dio lugar a una poderosa transformación de la estructura económica del interior. El centro de gravedad de la economía se corría más al Norte, al corazón de la pampa gringa.
El mundo asistía sorprendido al despertar del gigante de la eterna promesa. La nueva epopeya de las pampas se basaba en la incorporación masiva de nueva tecnología, como la siembra directa y la fertilización. La biotecnología, la intensificación ganadera, la nueva manera de organizar la agricultura con los contratistas, los fondos de inversión, los fideicomisos, el gran dinamismo del mercado de alquileres para sembrar. Un fenómeno que ahora se expande por el mundo, con patente argentina.
Como todo parto natural, sin anestesia y sin asistencia, fue doloroso y difícil. Antes que un proceso de crecimiento armónico, una vertiginosa huida hacia adelante. Darwin y Schumpeter se hubieran regocijado sin pudor en esta especie de San Fermín, con la marea humana corriendo a la par de los toros bravos. El que perdía ritmo quedaba sangrando en el camino. Pero se fueron forjando un agro nuevo y un país nuevo desde el interior, basado en la agroindustria moderna y competitiva. Fue mucho más que la vapuleada soja. Pero arrancó con ella.
En 1970, en la Argentina, la soja era apenas una curiosidad botánica. Un cuarto de siglo después, con 15 millones de toneladas, ya explicaba la tercera parte de la cosecha. Después, esta cifra se triplicaría, para alcanzar más de 45 millones de toneladas en 2007 y 2008. Es ahora la mitad del volumen cosechado, un hecho relevante, sobre todo considerando que el resto de la canasta agrícola siguió creciendo: la producción de maíz, trigo y los demás granos subió de 30 a 50 millones de toneladas entre 1996 y 2007.
La soja fue una apuesta acertada. La demanda de proteínas y aceites vegetales se expandía vertiginosamente y la Argentina se perfilaba como un gran proveedor. Se desató una fuerte corriente de inversiones por parte de los grandes actores locales e internacionales del negocio, para procesar la semilla y exportar sus dos componentes fundamentales: la harina de alto contenido proteico y el aceite.
De la noche a la mañana, la Argentina se convirtió en el mayor exportador mundial de ambos insumos básicos de la industria alimenticia. Más de cien países, liderados por los asiáticos, están en plena transición dietética e incorporan crecientes cantidades de carne de todo tipo a su alimentación. La harina de soja es el insumo clave de la producción intensiva de proteínas animales. China, de donde es oriunda la soja, producía y consumía 15 millones de toneladas hace diez años. Ahora produce lo mismo, pero los cerdos chinos consumen 50 millones de toneladas. Así que tienen que importar 35.
Pero el cultivo de soja no era sencillo. Los intentos por insertarlo en la agricultura argentina fracasaron una y otra vez, hasta que maduró la tecnología apropiada.
El vertiginoso crecimiento agrícola se explicó, en un 50%, por el aumento de la superficie cultivada, que pasó de 20 a 30 millones de hectáreas. El otro 50% fue incremento de la productividad. En ambos casos, el germen del cambio fue la tecnología. Ni los altos precios (que siempre fueron esporádicos) ni las "políticas activas", que nunca llegaron al sector, salvo para cosechar los frutos.
¿Qué había pasado antes? Durante muchos años, la Argentina agropecuaria había padecido una tenaza mortal: la existencia de un doble estándar cambiario. Un dólar para lo que compraba; otro, muy inferior, para lo que vendía. El "modelo" se fundamentó, históricamente, en dos pilares: la necesidad de mantener bajos los precios de los alimentos y el objetivo de proteger a la industria. En algunas épocas, las diferencias fueron siderales.
En estas condiciones, lo que sufría era la incorporación de tecnología de insumos y equipos, que es lo que los productores compran. La única alternativa, dentro de semejante cepo, es producir usando técnicas de costo cero (elegir una fecha de siembra o la profundidad a la que se coloca la semilla, etc.) o costo mínimo. Así, la tierra era el factor principal de la producción, y no por lo que significaba como superficie de captación solar para el maravilloso proceso de la fotosíntesis, base de la agricultura, sino como proveedor de nutrientes.
Eso llevaba directamente al desfallecimiento de los campos. Era imposible fertilizar. Y el rudimentario control de las malezas provocó la invasión de especies perennes, como el gramón y el sorgo de Alepo, que hacían inviable la agricultura aun en las mejores tierras, ya entrados los años 80.
Toda la tecnología era "defensiva". La genética apuntaba a lograr semillas rústicas, capaces de resistir enfermedades e insectos sin uso de funguicidas e insecticidas. El objetivo de obtener más rendimiento no incluía el uso de abonos, porque nadie podía fertilizar. Y como el control de malezas era deficiente, lo que uno lograba con los abonos eran yuyos más vigorosos, que competían con el cultivo.
Así, la producción agropecuaria argentina estaba condenada a ser "extensiva". Es decir: el insumo principal era la tierra. La revolución verde, que había atravesado a todo el mundo agrícola y había disparado la productividad a niveles nunca vistos, estaba vedada a la Argentina.
La convertibilidad pasará a la historia como un período tremendamente traumático para el campo. Pero debe concedérsele un atributo positivo: el uno a uno sirvió para terminar con el doble estándar. Por primera vez, se vendía con el mismo dólar con el que se compraba. Así, se abarató la tecnología y eclosionó el espíritu innovador.
A partir de los años 70, decenas de muy bien formados ingenieros agrónomos ?egresados de las universidades públicas y privadas? llegaron al campo, en coincidencia con el arribo de una nueva generación de productores, herederos de la tradición, pero atraídos por las vibraciones de la modernidad. El INTA, los grupos CREA, las empresas proveedoras de insumos y equipos, los emprendedores libres, preñaron de aire fresco a estas tierras, que desfallecían por inanición. Iban a parir, años después, la Segunda Revolución del las Pampas. La primera había sido la de la conquista territorial, la de los gringos que poblaron la Argentina. La segunda es la conquista tecnológica, con los nietos y bisnietos de aquellos gringos. Es la avanzada colonizadora de la sociedad del conocimiento.