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jorgesalaz
29/12/2008, 02:49
El abogado extrajo un grueso sobre blanco del bolsillo interior de su saco. –Aquí encontrará usted Don Enrique, las últimas disposiciones de su señora esposa que en gloria esté. Disculpe que se lo haya entregado en éste velatorio, frente a su cuerpo inerte, pero esos fueron los deseos de Doña Rafaela y así prometí cumplirlos. Con su permiso.
Enrique estuvo unas tres horas ocupado, recibiendo a las amistades y parientes que iban a acompañarlo en el duelo. Pensando que seguramente en la carta vendrían indicaciones sobre los funerales, buscó un lugar privado para leer el contenido del sobre. Hasta esa hora no había decidido si ordenaría la cremación o la sepultaría normalmente. Esperaba que llegara el último de sus hijos para escuchar sus opiniones.
Rasgó la envoltura. Al inclinarlo cayó una llave que recogió en el acto y la guardó extrañado, en el bolsillo del pantalón. Eran unas cinco hojas manuscritas con aquella bonita caligrafía que tanto le gustaba leer cuando ella le enviaba cartas al estudiante universitario que en aquellos lejanos tiempos había prometido volver para casarse con ella al término de su carrera en Administración. Dentro del sobre aparecieron también un pañuelo con las letras E y R bordadas en una esquina, una tira de cuatro fotos que se habían tomado en una máquina en algún momento del noviazgo, recortes de periódicos que reseñaban su boda, una pequeña foto de pasaporte donde ella aparecía con sus cinco hijos, un anillo, una tarjeta de negocios del primer trabajo de él: “Enrique A. Jiménez Sosa, Agente de Ventas, Distribuidora Ford del Valle” y así, varios pequeños y significativos objetos que cubrían toda su vida de casados.
Se colocó sus anteojos, desdobló las hojas e inició la lectura:

Mi Querido Enrique:
Tenía tantas cosas que decirte. Nunca pude hacerlo de frente, me faltó valor. Además me parecía algo así como melodramático, así que mejor lo escribí para no olvidar nada y además darle un toque novelesco que ya sabes cuanto me gusta.
Bueno, empezaré por el final. Haz con mis restos lo que desees. Te sugiero la cremación y que mis cenizas sirvan de abono a mis geranios. Así no te preocuparás por visitar mi tumba. Me tendrás cerca y no habrá ninguna necesidad de llevarme flores, pues yo estaré debajo de ellas.
¿Encontraste la llave? Bien. Con ella abrirás una caja metálica que se encuentra al fondo de mi armario. Te sorprenderás, querido, pero ahí está mi testamento. Mi legado te permitirá vivir sin aprietos económicos por todo lo que te queda de vida. Hay un fideicomiso sobre un enorme edificio de oficinas del cual podrás gozar de sus rentas mientras vivas, pero no podrás venderlo jamás, ya que su propiedad será de nuestros hijos cuando tú ya no estés en éste mundo. Hay cuentas bancarias, con dinero suficiente para que pases buenos momentos hasta que se acabe, pues si te conoces como te conozco, sabrás que no te aguantarán las reservas por mucho tiempo. En fin, encontrarás muchas cosas más, seguros de vida, de gastos médicos para ti y los muchachos, pero sé que a estas alturas te estarás preguntando: ¿De donde sacó ésta vieja tanto dinero? Es toda una historia.
Probablemente no recuerdes a mi tía Lucila. Mi abuelo la expulsó de su hogar al quedar embarazada de un tipo que ni siquiera se ocupó de ella y su hijo. Yo lo supe cuando era pequeña. Mi mamá la veía a escondidas siempre con el temor de que mi abuelo la sorprendiera. En ésa casa no se hablaba de ella. Era peor que si hubiera muerto. Muy joven empecé a trabajar en el Banco donde me conociste. Una vez la vi, platiqué con ella, le di algo de dinero y le hice prometer que nos seguiríamos viendo. Su hijo Alfredo, unos diez años mayor que yo se había ido a los Estados Unidos como trabajador indocumentado y no sabía nada de él. Yo me hice cargo de mi tía. Mi mamá había muerto poco antes a consecuencia del cáncer cervical. Físicamente eran muy parecidas. Así estuvimos por tres años. Realmente la carga era algo pesada para mí, pues no ganaba mucho dinero, de modo que tuve que sacrificar muchas cosas para poder cumplir con la responsabilidad que me había impuesto. Mi tía trabajaba en un hospital como afanadora y a veces suplía a alguna enfermera. Por fin tuvo noticias de Alfredo, pero no eran buenas. Había sufrido un accidente junto con otros compañeros de trabajo. La ayudé a trasladarse a California y después me escribió que su hijo había quedado lisiado, cuadripléjico y jamás podría recuperarse. Le envié todo el dinero que pude reunir, me contestó dándome las gracias y anunciando que ya pronto tendría un trabajo. De pronto se esfumó y durante muchísimos años no supe de ella. Con los medios que tenía la busqué y nunca pude encontrarla.
Por entonces llegaste a mi vida. Estabas en tu tercer año de Administración de Negocios. Sabía los aprietos económicos de los estudiantes cuando están fuera de sus casas y me dediqué por completo a ti en pensamiento y en obra. El dinero que tu hermana enviaba en realidad era mío pero acordamos que jamás te lo dijera y no hubo mujer más orgullosa que yo cuando acudí como tu prometida al baile de graduación y mucho más cuando al fin, después de seis meses nos casamos. La casa paterna, donde yo vivía sola al morir también mi padre, es la que por cuarenta años nos ha dado amparo.
Después, vinieron las buenas épocas. Por fin alguien reconoció tu talento y tuviste el puesto ejecutivo que merecías. Hiciste negocios extra que florecieron y disfrutamos durante varios años de bonanza económica. ¿Qué nos pasó? Completamos cinco hijos a intervalos de dos años. Mi figura ya no volvió a ser la de antes y no me preocupó. Mi tiempo se empleó mucho más en la atención de los hijos, al fin que tu estabas muy ocupado con tu trabajo y poco a poco nos fuimos separando. Luego supe de tus devaneos con toda clase de mujeres, los hijos que descuidadamente venían al mundo de cuya existencia era puntualmente informada. Todo esto no hizo sino ampliar más la brecha entre nosotros, hasta que finalmente, apenas pasando mis cuarenta años de edad, se terminó mi vida sexual. Jamás volviste a tocarme y yo en secreto te lo agradecí. Estaba demasiado ocupada de la cintura hacia arriba. Apenas teníamos veinte años de casados.
Los siguientes diez años los ocupé en casar a nuestras hijas, criar a los nietos, atender la casa y descuidar mi salud. Mi constitución física se fue deteriorando lentamente. Cada vez me costaba más trabajo hacer las cosas y pensé que era parte del proceso natural de la vejez. A los cincuenta años de edad ya era una anciana, al menos para mí. Al mismo tiempo empezaron los problemas financieros. Tu empresa quebró y fuiste despedido. Tus negocios particulares hacía tiempo habían fracasado y empezaste a padecer el acoso de los bancos, de los acreedores y el abandono de tus múltiples amantes. No sé cómo pudiste pasar sólo por todo eso.
Mientras, yo no advertía el cáncer que me iba devorando, ni siquiera me dolía, sólo sentía un gran cansancio. En esos días recibí una llamada de Estados Unidos, concretamente de una institución médica de San Francisco, California. Una anciana, Lucille Morgan, había fallecido en un asilo y me había designado heredera de sus bienes. Inmediatamente supuse que era mi tía Lucy quien seguramente se había cambiado el nombre para eludir a las autoridades migratorias. Esa misma semana llegó por correo un paquete. En una carta me decían que las cenizas de la Sra. Morgan habían quedado depositadas, según sus instrucciones en una capilla junto a las de su hijo Alfredo y de su esposo Edward. En otra carta incomprensible para mí, se hacía mención de un legado. Dinero en efectivo, bienes raíces, acciones, etc. Mismas que luego entregué a un abogado de confianza para su trámite. En una carta escrita a máquina dirigida a “Mi querida Rafaelita” Se me explicaba que la Sra. Morgan, impedida para escribir por ella misma, había dictado la presente carta. En ella me relataba cómo había tomado un empleo cuidando a un anciano viudo que se encontraba algo delicado de salud y cómo debido a los cuidados proporcionados por mi tía éste había reaccionado tan favorablemente que volvió a llevar una vida normal, jugando golf, viajando en cruceros y atendiendo sus negocios sin separarse jamás de su ángel protector, mi Tía Lucy con la cual finalmente se casó. Alfredo, su hijo, murió a pesar de todos los esfuerzos que le hicieron los mejores médicos. Así vivieron varios años, hasta que finalmente mi Tío Edward, ahora lo sabía, sucumbió a las enfermedades dejando en la viudez a mi Tía, sola pero no desamparada, ya que la herencia recibida era para ella inimaginable, algo así como cinco millones de dólares. ¿Por qué no se comunicó conmigo? Algo le pasó. Una especie de bloqueo mental. Al cambiar de nombre también su personalidad se transformó. Se dedicó a vivir entre la iglesia y su casa hasta que apareció la terrible enfermedad del Alzheimer. Sin embargo, tuvo tiempo de ordenar sus cosas. Donó una parte de sus bienes a la Iglesia, pagó su tratamiento en una institución especializada y finalmente dio instrucciones para que se me localizara y entregara su herencia y su carta de despedida.

jorgesalaz
29/12/2008, 02:49
¿Por qué no te informé de todo esto a su debido tiempo? Tuve miedo, sí, temía que tu actitud hacia mí cambiara, es decir que el dinero me hizo recelosa de tu amor. Decidí que me tenías que querer así como había sido y que no hubiera influencia alguna del dinero. De cualquier modo debes haber notado que tus acreedores y los bancos dejaron de molestarte y que siempre, de alguna manera se conseguía lo suficiente para pasarla sin apuros en nuestro hogar. Yo, con mi dinero, iba pavimentando por donde tú debías pasar. Nada de derroches y por si no lo notaste, tus hijos fuera del matrimonio tampoco han quedado desamparados. Del cielo les han caído becas a los que se han aplicado al estudio y a sus madres no les han faltado ingresos para llevar a sus casas. Para eso es el dinero ¿No?
Mi enfermedad, de la que tampoco te enteré, seguía su progreso. Con todo el dinero, no había forma de curarla. Me resigné y esperé la muerte. Me encantó cómo estuviste más y más cerca de mí a medida que la vida se disipaba. Los últimos dos años puedo decir que han sido los más felices de mi vida. De cualquier modo, preparé todo para éste momento y puedo decirte que muero tranquila, llevándome de ti el más puro amor y por cierto un gran remordimiento.
Si, un gran remordimiento porque creo que te fallé como mujer. Creo que fui una buena esposa, tal vez una madre para ti, pero una pésima mujer. Tú siempre tuviste grandes y pequeños detalles conmigo. Jamás olvidaste mis cumpleaños, ni nuestro aniversario, me llevabas a comprar las provisiones de la semana. Siempre que podías me acompañabas a misa. Bailabas conmigo en las fiestas familiares. Jamás te avergonzaste de mi figura. Yo no tuve la atención contigo de cuidar mi silueta, maquillarme para ti, vestir como a ti te gustaba o desvestirme cuando a ti te agradara. Siempre hiciste lo posible para que gozara nuestros intercambios amorosos, pero yo le cerré las puertas al placer. Cometí el pecado de no amar. Creía que el amor era soportar tus desvíos cuando yo era la primera culpable de ésa situación. Fuiste un hombre generoso y magnánimo en el amor, mientras yo fui avara e insensible. Tarde lo comprendí. Tarde me arrepentí. Estoy segura que el Señor me reprochará todo esto. Él me dio éste paraíso para que lo disfrutara y yo no obedecí sus designios. Tan grande eres, cariño, que sé que cuento con tu perdón. En todo nuestro matrimonio no lloré como lo estoy haciendo ahora. Estuve siempre tan segura de ti, que cuando alguien me informaba de tus amoríos, no me preocupaba, sabía que tu volverías a mí porque estaba segura de tu amor del cual ¡Tonta de mí! Abusé al extremo. Perdóname esposo mío, perdona a ésta tonta mujer que no supo apreciar el tesoro que le fue dado para su felicidad. Sé feliz, querido. A pesar de todo, a mi modo yo fui muy feliz contigo, conformándome con las migajas a pesar de tener para mí todo el pan para saciarme.
Y…bien, éste es el final. Trata de no pensar demasiado en mí. Cuida a los hijos, disfruta a nuestros nietos y recuérdame siempre como era cuando novios, en la playa, en el baile, en tus brazos, nunca como la vieja decrépita de sesenta años en que me convertí a la hora de mi muerte.
Enrique no soportó más. Había querido ser fuerte, pero en la soledad que lo envolvía lloró y lloró hasta que sus ojos se inflamaron. ¡Perdóname tú querida! ¡Fuiste mi mujer! ¡Una gran mujer! ¡Te agradezco tanto la vida que me ofrendaste! ¡Por ti viviré y serás por siempre mi amada Rafaela!

ALEJANDRANATALY
07/01/2009, 15:14
¿Qué puedo decir de El testamento? Es un relato muy bien contdo, sin necesidad de ser pretencioso o soberbio en sus maneras. Lo dejaste fluir (y en verdad, Caí en la cuenta de que una mujer era la que contaba sus desventuras), me atrapaste. Hay algo que no me dejo de gustar y fue siempre la trágedia. Aunque, bueno, la trágedia hacer que los personajes salgan a la luz en sus mejores (o peores) virtudes, haciendo gala de foraleza, sensibilidad, tacto.

El momento más hermoso en tu relato es el siguiente:

"Siempre hiciste lo posible para que gozara nuestros intercambios amorosos, pero yo le cerré las puertas al placer. Cometí el pecado de no amar. Creía que el amor era soportar tus desvíos cuando yo era la primera culpable de ésa situación. Fuiste un hombre generoso y magnánimo en el amor, mientras yo fui avara e insensible. "

Tu personaje se autoengaña, se juzga, se menosprecia. Igual, tiene razón (insisto que hermosa frase es esta "pero yo le cerré las puertas al placer. Cometí el pecado de no amar", per también evoca a y dulce su vida, sus recuerdos, su ser. Es posbile que no sea un cuento magnanimo, pero si es un hermoso intento por recordarle a las mujeres ellado humano de su ser. Entiendes de mujeres, sus secretos y actos. Eso es lo importante aquí.

Te agradezco este bello testamento. Falto decir que cuando el termina de leer la carta esta destrozado (no de manera material) sino que.. igual, un hombre que descubre muy tarde lo que encierra su compañera debe ser algo que le cala a cualquiera hasta los huesos.


Gracias :D, saludos.