ALBERTO RODRIGUEZ-SEDANO
03/11/2008, 07:57
Uno de los muchos peligros de la filosofía es tomarse a sí por su finalidad, es decir, creerse y no crearse. Si los pasos que damos se orientan sólo a su determinación nuestro ejercicio cae con facilidad, en cuanto se desposee de conciencia, en ser un tropiezo que termina siendo un obstáculo. Las teorías de ese orden del mundo recrean la limitación que dijimos creer haber superado, y no hacemos sino golpearnos con ella, lo que nos hacía no sólo locos sino estúpidos.
El finalismo de la determinación es presuntuoso y ciego. Alumbra con su red óptica tomando sus condiciones infinitesimalmente límites, el soporte de la verdad matemática, por el seguro ontológico de la totalidad, la tontería que niega la ruptura que hace el aumento de conocimiento.
Fue un físico, Roger Penrose, quien dijo que algo debía andar muy mal en nuestra noción de la física, refiriéndose al objeto habitual de mi crítica, la falta de conciencia a la que nos inclina el límite y su recreo. Admiro que su reducción objetiva pueda desacreditar asuntos cruciales de la física moderna, dicho por él como “dicha teoría pudiera dar un giro inesperado a la propia tarea a realizar”. No puedo pretenderme en cocimientos de física que no tengo –digamos que su justificación llevaría a mucho más que un mero experto, siendo yo sólo un diletante-, para eso muestro una teoría atrevida de un tipo de ciencia que no se dedica a desacreditar la filosofía pues tiene algo mejor que contar. Por el contrario, hay quienes siguen atascados con la ética de la actitud característica que, según se revela, se hace más bien estética que ética, y se recrea en una ideología de parvulario que no hace más que cacarear las bendiciones de la ciencia.
Es de entender que aquellos que se presentan como originales nieguen los méritos de los hombres del pasado que nos dejaron el soporte de nuestras teorías, y se las atribuyan mezquina y farsantemente. En lugar de ilustrar con sus méritos, como Historia de la ciencia, hacen de su filosofía la negación de su mismo ejercicio. ¿Cómo pueden, quienes piensan en la historia, tratar nada de propio?. Esa actividad, lo denuncio de nuevo, es ingenuidad y una descarada ignorancia. Pero es el caso que nos ilustran con su descerebrada neurociencia y, al concurso de la urgencia, lo ahogan a base de maquillar la falta de objeto de un porvenir que absurdamente nos adelantan. La comprensión, por el contrario, con la positividad integrada de la urgencia, su sentido inmediato sintetiza, crea, el camino que cursa, no lo niega como su reducción.
Nunca la urgencia ha sido el suelo en sí que asegure la continuidad. Nuestra profanación, como parece, es sólo nuestro cauce de responsabilidad, y ahí nos exigimos en nuestra ética, no la de los infantes, sino la de los que cursan caminos menos determinados. Ese ejercicio ético no es continuar un soporte de bondad, que eso sí es historia, sino es la urgencia de mirar aquello que hemos de adecuar.
El finalismo de la determinación es presuntuoso y ciego. Alumbra con su red óptica tomando sus condiciones infinitesimalmente límites, el soporte de la verdad matemática, por el seguro ontológico de la totalidad, la tontería que niega la ruptura que hace el aumento de conocimiento.
Fue un físico, Roger Penrose, quien dijo que algo debía andar muy mal en nuestra noción de la física, refiriéndose al objeto habitual de mi crítica, la falta de conciencia a la que nos inclina el límite y su recreo. Admiro que su reducción objetiva pueda desacreditar asuntos cruciales de la física moderna, dicho por él como “dicha teoría pudiera dar un giro inesperado a la propia tarea a realizar”. No puedo pretenderme en cocimientos de física que no tengo –digamos que su justificación llevaría a mucho más que un mero experto, siendo yo sólo un diletante-, para eso muestro una teoría atrevida de un tipo de ciencia que no se dedica a desacreditar la filosofía pues tiene algo mejor que contar. Por el contrario, hay quienes siguen atascados con la ética de la actitud característica que, según se revela, se hace más bien estética que ética, y se recrea en una ideología de parvulario que no hace más que cacarear las bendiciones de la ciencia.
Es de entender que aquellos que se presentan como originales nieguen los méritos de los hombres del pasado que nos dejaron el soporte de nuestras teorías, y se las atribuyan mezquina y farsantemente. En lugar de ilustrar con sus méritos, como Historia de la ciencia, hacen de su filosofía la negación de su mismo ejercicio. ¿Cómo pueden, quienes piensan en la historia, tratar nada de propio?. Esa actividad, lo denuncio de nuevo, es ingenuidad y una descarada ignorancia. Pero es el caso que nos ilustran con su descerebrada neurociencia y, al concurso de la urgencia, lo ahogan a base de maquillar la falta de objeto de un porvenir que absurdamente nos adelantan. La comprensión, por el contrario, con la positividad integrada de la urgencia, su sentido inmediato sintetiza, crea, el camino que cursa, no lo niega como su reducción.
Nunca la urgencia ha sido el suelo en sí que asegure la continuidad. Nuestra profanación, como parece, es sólo nuestro cauce de responsabilidad, y ahí nos exigimos en nuestra ética, no la de los infantes, sino la de los que cursan caminos menos determinados. Ese ejercicio ético no es continuar un soporte de bondad, que eso sí es historia, sino es la urgencia de mirar aquello que hemos de adecuar.