ALBERTO RODRIGUEZ-SEDANO
31/07/2008, 06:31
La sociología trata los problemas surgidos en el ámbito social. Como consecuencia de las formas generadas en esos ámbitos han aparecido nuevos patrones de cambio social. Si hace dos o más siglos el cambio era lento o inexistente, las nuevas formas de lo social producen una compleja novedad en otras formas de complejidad.
Los pasados cauces sociales, las antiguas formas de solidaridad, dejan de operar al no tener adecuación con la realidad social. Serg apuntó con finura a ello con “espacios de cambio más inmediato”. La estructura del cambio social, que en un pasado se creía sometida a una legalidad superior, se desmoronó con dos urgencias: lo imparable y autoconsciente de un modo de ética individualista y las formas a las que conducía la modernización. Todo ello es uno mismo. Los primeros grandes sociólogos buscaban el desenredo en su análisis del obstáculo.
El sueño visionario y prehistórico de Comte debía quedar en los cajones del arqueólogo que sigue pensando que la realidad está donde estuvo ayer y mira al mañana en su reproducción. Por definición, el objeto, como leyes naturales, sólo es válido en su supuesto y no en su institucionalización. Lamentablemente, las leyes naturales en lo social se saben dependientes de un órgano más complejo que una mera noción de causalidad. Dicha causalidad, como ley básica, la extraen de la física y quieren trasladar su metafísica allí donde no se ajusta. Debiéramos llamarlos los chapuceros de lo social, los defensores del nihilismo social.
La crispación moral que Nietzsche intuyó fue atendida con sutileza por maestros como Weber y Simmel por lo acertado del mal que reproducía. Sin duda, la seriedad de esa gente, entendía que el hombre se acercaba al límite de la posibilidad relacional a la que conllevaba el nihilismo. Tanta suposición como forma de vida resultaba crispante, incluso, nociva para ella misma. El hombre se empezaba a reconocer en otro sitio.
La desnaturalización en la que se ha encontrado el hombre lo requiere ahora en un rápido ejercicio de conciencia que haga posible, al menos, su adecuación ante El Gran Otro, como decía Durkheim, “un primer problema es saber dónde está”.
El cisma científico de la capacidad de predicción se derrumba en los métodos sociales. Se pretende ciencia en lo que no se comprende. La economía cumple su margen, no conforme a unas ridículas leyes, sino a costa de garantizar su estructura operante: su lógica. En sociología, la misma organización de su conciencia en su agrupamiento alrededor de sí, hace aún más difícil el asunto.
La insistencia maníaca sobre el estado científico de la sociología sólo preocupa a los que no dan ninguna importancia a su urgencia. Existen interesantes teorías modernas como las de Nisbet, Popper, Stompzka, Elias o Beck, que, en su sentido ético, se pretenden hacer conscientes y responsables del problema más allá de cómo se lo llame. Su problema es su inadecuación, no una ridícula y simplista causación. Es la urgencia social como responsabilidad de su propio sentido de acción social.
La irracionalidad de la falta de conciencia es asumir la crispación, lo desbocado, como lo integrado como mal, como enfermedad. Los significados no son unos allí y en sí para que juguetee con ellos el investigador. La calamidad científica está en asumir el problema en su nombre, en su casilla, y no en su urgencia. Está claro que eso no debe ser llamado ciencia, sólo ligereza.
Como sostengo, la crispación en lo social se encuentra en la conciencia de su urgencia. Los problemas no es que sólo sean graves, sino que hemos llegado tarde a ellos: estamos retrasados. El giro que necesitamos nos urge en nuestra responsabilidad como forma de relacionarnos con la actualidad. Los chismes de viejas, su continuidad tradicional, merecen su sitio y respeto si no se exigen como totalidad.
Los pasados cauces sociales, las antiguas formas de solidaridad, dejan de operar al no tener adecuación con la realidad social. Serg apuntó con finura a ello con “espacios de cambio más inmediato”. La estructura del cambio social, que en un pasado se creía sometida a una legalidad superior, se desmoronó con dos urgencias: lo imparable y autoconsciente de un modo de ética individualista y las formas a las que conducía la modernización. Todo ello es uno mismo. Los primeros grandes sociólogos buscaban el desenredo en su análisis del obstáculo.
El sueño visionario y prehistórico de Comte debía quedar en los cajones del arqueólogo que sigue pensando que la realidad está donde estuvo ayer y mira al mañana en su reproducción. Por definición, el objeto, como leyes naturales, sólo es válido en su supuesto y no en su institucionalización. Lamentablemente, las leyes naturales en lo social se saben dependientes de un órgano más complejo que una mera noción de causalidad. Dicha causalidad, como ley básica, la extraen de la física y quieren trasladar su metafísica allí donde no se ajusta. Debiéramos llamarlos los chapuceros de lo social, los defensores del nihilismo social.
La crispación moral que Nietzsche intuyó fue atendida con sutileza por maestros como Weber y Simmel por lo acertado del mal que reproducía. Sin duda, la seriedad de esa gente, entendía que el hombre se acercaba al límite de la posibilidad relacional a la que conllevaba el nihilismo. Tanta suposición como forma de vida resultaba crispante, incluso, nociva para ella misma. El hombre se empezaba a reconocer en otro sitio.
La desnaturalización en la que se ha encontrado el hombre lo requiere ahora en un rápido ejercicio de conciencia que haga posible, al menos, su adecuación ante El Gran Otro, como decía Durkheim, “un primer problema es saber dónde está”.
El cisma científico de la capacidad de predicción se derrumba en los métodos sociales. Se pretende ciencia en lo que no se comprende. La economía cumple su margen, no conforme a unas ridículas leyes, sino a costa de garantizar su estructura operante: su lógica. En sociología, la misma organización de su conciencia en su agrupamiento alrededor de sí, hace aún más difícil el asunto.
La insistencia maníaca sobre el estado científico de la sociología sólo preocupa a los que no dan ninguna importancia a su urgencia. Existen interesantes teorías modernas como las de Nisbet, Popper, Stompzka, Elias o Beck, que, en su sentido ético, se pretenden hacer conscientes y responsables del problema más allá de cómo se lo llame. Su problema es su inadecuación, no una ridícula y simplista causación. Es la urgencia social como responsabilidad de su propio sentido de acción social.
La irracionalidad de la falta de conciencia es asumir la crispación, lo desbocado, como lo integrado como mal, como enfermedad. Los significados no son unos allí y en sí para que juguetee con ellos el investigador. La calamidad científica está en asumir el problema en su nombre, en su casilla, y no en su urgencia. Está claro que eso no debe ser llamado ciencia, sólo ligereza.
Como sostengo, la crispación en lo social se encuentra en la conciencia de su urgencia. Los problemas no es que sólo sean graves, sino que hemos llegado tarde a ellos: estamos retrasados. El giro que necesitamos nos urge en nuestra responsabilidad como forma de relacionarnos con la actualidad. Los chismes de viejas, su continuidad tradicional, merecen su sitio y respeto si no se exigen como totalidad.