Pompilio Zigrino
29/05/2008, 00:19
La violencia urbana, como todo hecho social, tiene causas que la producen y que la favorecen. Como siempre, reconocemos en las ideas y creencias predominantes en la sociedad la causa principal de todos los hechos que acontecen. Para muchos, la violencia se origina en la marginación, o en la desigualdad social, ya que ésta promovería su surgimiento en los menos favorecidos económicamente. De ahí que al delincuente se lo considera como una víctima de la sociedad, mientras que el ciudadano común termina siendo el mayor culpable por esa situación. Jorge Bosch escribió: “Uno de los argumentos favoritos de los ideólogos de la desestructuración en el ámbito de la justicia, consiste en afirmar que el delincuente no es el verdadero culpable, sino que siempre hay alguien detrás de él, alguien más poderoso y en consecuencia perteneciente a clases sociales más altas, y además detrás de éste hay otro, y finalmente se llega a la estructura social propiamente dicha. Así, la culpabilidad del delincuente se diluye en el océano de un orden social supuestamente injusto” (De “Cultura y contracultura” – Emecé Editores)
Esta postura surge en quienes consideran que el factor económico determina completamente al individuo, quien, además, sólo actuaría por influencia del medio social. Aceptan de esa manera la violencia y la consideran como una justa venganza contra ese medio. Sin embargo, sabemos que hay personas de limitados recursos económicos que poseen valores éticos adecuados e incluso aceptables niveles intelectuales. Alentar la violencia en la gente de menores recursos implica degradarlos e intentar marginarlos verdaderamente de la sociedad, aunque se culpe a otros sectores por una intención similar. Mientras que en los países avanzados se cita como ejemplo el caso del gerente de una empresa que comenzó a trabajar en el puesto menos jerárquico, en la Argentina se supone que el que nació pobre, ha de seguir siéndolo durante toda su vida. De tanto escuchar que es imposible mejorar su situación, es posible que termine convencido de ello.
Cuando el ciudadano común pide “mano dura”, por lo general no busca venganza contra el delincuente, sino que espera que sea separado de la sociedad para que deje de constituir un peligro para los demás.
Muchos son los que lamentan más la muerte de un delincuente que la de un policía, incluso sienten satisfacción cuando muere un ciudadano común, víctima de un hecho delictivo, especialmente cuando se trata de alguien con aceptable nivel económico. Desde la justicia se apoya indirectamente al que delinque, ya que se ha establecido que el policía, o el habitante común, sólo pueden actuar legalmente si lo hacen en defensa propia, luego de que la iniciativa haya sido tomada por el delincuente. Esta ventaja que le ha sido otorgada ha favorecido notablemente su accionar.
El delincuente juvenil se va formando de a poco, en una sociedad en que se inculca el respeto hacia los derechos propios, aunque pocas veces se pide cumplir con los deberes, que son los derechos de los demás. La precocidad para los vicios y el libertinaje es por todos conocida, sin embargo, cuando se trata de un hecho delictivo, la ley lo ampara a través de la “inimputabilidad de los menores de edad” por el delito cometido. En lugar de hacerlos imputables, para su propio beneficio, para que no sigan delinquiendo y marginándose cada vez más de la sociedad, la ley promueve indirectamente ese accionar.
Mientras que el policía debe dar una “ventaja” al delincuente común, cuando se trata de menores que delinquen, su accionar se ve restringido casi totalmente, ya que cualquier exceso, o incluso una falsa denuncia, puede costarle la pérdida de su empleo. Jorge Bosch escribió: “Llamo contrajusticia al conjunto de normas legales, procedimientos y actuaciones que, bajo apariencia de un espíritu progresista interesado en tratar humanitariamente a los delincuentes, conduce de hecho a la sociedad a un estado de indefensión y propicia de este modo un trato antihumanitario a las personas inocentes. Muchas veces este «humanitarismo» protector de la delincuencia es una expresión de frivolidad: «queda bien» hacer gala de humanitarismo y de preocupación por los marginados que delinquen, sin mostrar el mismo celo en la defensa de las víctimas y sin siquiera preocuparse por reflexionar seriamente y profundamente sobre el tema”.
La delincuencia también se ve estimulada por los medios masivos de comunicación cuando legitiman la burla y la grosería, que resultan ser otro factor de violencia. Los asesinatos no sólo son cometidos junto a robos y asaltos, ya que existe un gran porcentaje de crímenes ocurridos entre personas conocidas; hechos derivados casi siempre del trato irrespetuoso entre seres humanos, que afecta incluso al que posee un aceptable nivel económico.
A los alumnos secundarios se les toleran actitudes caprichosas y exigentes, por ello no es extraña la ocurrencia de casos como el de un docente, cuya firma fue falsificada por un alumno y que, sin embargo, fue culpado por ese hecho por el directivo de la escuela quien adujo que el “buen alumno” tuvo que actuar de esa forma por alguna deficiencia del docente. Presionado a renunciar, el docente tuvo que soportar faltas de respeto de algunos alumnos dentro y fuera del ámbito educativo ante la actitud adoptada por el directivo mencionado. (Caso ocurrido en la Escuela G. del Mazo, de Mendoza). La actitud “demagógica” surge del que quiere congraciarse con el “débil” tratando de defenderlo de su “opresor”, escuchando difamaciones y promoviéndolas por ese hecho, debilitando la capacidad del “débil” para una posterior adaptación al medio social.
La contracultura, amparada por el relativismo cultural y moral, y promovida a través de actitudes demagógicas, en sus distintas formas, está llevando a la sociedad hacia la masificación y la violencia. Desde la política, los medios de comunicación, la educación y la justicia se trata de mostrar a los demás un verdadero interés por cada individuo. Sin embargo, casi siempre se actúa como el padre que se muestra exigente e intolerante ante los docentes, para mostrarles a sus hijos que se interesa mucho por ellos, cuando en realidad está tratando de disfrazar un profundo desinterés.
La sociedad de la virtud y de los valores va cediendo a la sociedad de la hipocresía y del cinismo. Una parte de la población aún acepta los valores éticos, pero opta por la simulación de su búsqueda. Otro sector ha llegado a la etapa del cinismo, en la que ni siquiera finge la valoración y la búsqueda mencionada.
Muchos tratan de ser “generosos” sugiriendo distribuir los bienes ajenos, pero pocas veces buscan hacerlo con lo propio. Pretenden que se distribuya equitativamente la cosecha antes de hacerlo con la siembra. Adoptan como ídolos a los violentos y a los que fracasaron, dejando de lado a quienes mostraron que con la no violencia, la fuerza del amor y la verdad, se logra liberar a los pueblos, no sólo de la dependencia respecto de otros pueblos, sino en relación a las actitudes erróneas que impiden la plena realización de cada ser humano.
Esta postura surge en quienes consideran que el factor económico determina completamente al individuo, quien, además, sólo actuaría por influencia del medio social. Aceptan de esa manera la violencia y la consideran como una justa venganza contra ese medio. Sin embargo, sabemos que hay personas de limitados recursos económicos que poseen valores éticos adecuados e incluso aceptables niveles intelectuales. Alentar la violencia en la gente de menores recursos implica degradarlos e intentar marginarlos verdaderamente de la sociedad, aunque se culpe a otros sectores por una intención similar. Mientras que en los países avanzados se cita como ejemplo el caso del gerente de una empresa que comenzó a trabajar en el puesto menos jerárquico, en la Argentina se supone que el que nació pobre, ha de seguir siéndolo durante toda su vida. De tanto escuchar que es imposible mejorar su situación, es posible que termine convencido de ello.
Cuando el ciudadano común pide “mano dura”, por lo general no busca venganza contra el delincuente, sino que espera que sea separado de la sociedad para que deje de constituir un peligro para los demás.
Muchos son los que lamentan más la muerte de un delincuente que la de un policía, incluso sienten satisfacción cuando muere un ciudadano común, víctima de un hecho delictivo, especialmente cuando se trata de alguien con aceptable nivel económico. Desde la justicia se apoya indirectamente al que delinque, ya que se ha establecido que el policía, o el habitante común, sólo pueden actuar legalmente si lo hacen en defensa propia, luego de que la iniciativa haya sido tomada por el delincuente. Esta ventaja que le ha sido otorgada ha favorecido notablemente su accionar.
El delincuente juvenil se va formando de a poco, en una sociedad en que se inculca el respeto hacia los derechos propios, aunque pocas veces se pide cumplir con los deberes, que son los derechos de los demás. La precocidad para los vicios y el libertinaje es por todos conocida, sin embargo, cuando se trata de un hecho delictivo, la ley lo ampara a través de la “inimputabilidad de los menores de edad” por el delito cometido. En lugar de hacerlos imputables, para su propio beneficio, para que no sigan delinquiendo y marginándose cada vez más de la sociedad, la ley promueve indirectamente ese accionar.
Mientras que el policía debe dar una “ventaja” al delincuente común, cuando se trata de menores que delinquen, su accionar se ve restringido casi totalmente, ya que cualquier exceso, o incluso una falsa denuncia, puede costarle la pérdida de su empleo. Jorge Bosch escribió: “Llamo contrajusticia al conjunto de normas legales, procedimientos y actuaciones que, bajo apariencia de un espíritu progresista interesado en tratar humanitariamente a los delincuentes, conduce de hecho a la sociedad a un estado de indefensión y propicia de este modo un trato antihumanitario a las personas inocentes. Muchas veces este «humanitarismo» protector de la delincuencia es una expresión de frivolidad: «queda bien» hacer gala de humanitarismo y de preocupación por los marginados que delinquen, sin mostrar el mismo celo en la defensa de las víctimas y sin siquiera preocuparse por reflexionar seriamente y profundamente sobre el tema”.
La delincuencia también se ve estimulada por los medios masivos de comunicación cuando legitiman la burla y la grosería, que resultan ser otro factor de violencia. Los asesinatos no sólo son cometidos junto a robos y asaltos, ya que existe un gran porcentaje de crímenes ocurridos entre personas conocidas; hechos derivados casi siempre del trato irrespetuoso entre seres humanos, que afecta incluso al que posee un aceptable nivel económico.
A los alumnos secundarios se les toleran actitudes caprichosas y exigentes, por ello no es extraña la ocurrencia de casos como el de un docente, cuya firma fue falsificada por un alumno y que, sin embargo, fue culpado por ese hecho por el directivo de la escuela quien adujo que el “buen alumno” tuvo que actuar de esa forma por alguna deficiencia del docente. Presionado a renunciar, el docente tuvo que soportar faltas de respeto de algunos alumnos dentro y fuera del ámbito educativo ante la actitud adoptada por el directivo mencionado. (Caso ocurrido en la Escuela G. del Mazo, de Mendoza). La actitud “demagógica” surge del que quiere congraciarse con el “débil” tratando de defenderlo de su “opresor”, escuchando difamaciones y promoviéndolas por ese hecho, debilitando la capacidad del “débil” para una posterior adaptación al medio social.
La contracultura, amparada por el relativismo cultural y moral, y promovida a través de actitudes demagógicas, en sus distintas formas, está llevando a la sociedad hacia la masificación y la violencia. Desde la política, los medios de comunicación, la educación y la justicia se trata de mostrar a los demás un verdadero interés por cada individuo. Sin embargo, casi siempre se actúa como el padre que se muestra exigente e intolerante ante los docentes, para mostrarles a sus hijos que se interesa mucho por ellos, cuando en realidad está tratando de disfrazar un profundo desinterés.
La sociedad de la virtud y de los valores va cediendo a la sociedad de la hipocresía y del cinismo. Una parte de la población aún acepta los valores éticos, pero opta por la simulación de su búsqueda. Otro sector ha llegado a la etapa del cinismo, en la que ni siquiera finge la valoración y la búsqueda mencionada.
Muchos tratan de ser “generosos” sugiriendo distribuir los bienes ajenos, pero pocas veces buscan hacerlo con lo propio. Pretenden que se distribuya equitativamente la cosecha antes de hacerlo con la siembra. Adoptan como ídolos a los violentos y a los que fracasaron, dejando de lado a quienes mostraron que con la no violencia, la fuerza del amor y la verdad, se logra liberar a los pueblos, no sólo de la dependencia respecto de otros pueblos, sino en relación a las actitudes erróneas que impiden la plena realización de cada ser humano.