jorgesalaz
26/11/2007, 02:54
1918. El puerto de Tampico, México, bullía en actividad. El cercano campo petrolero de Ébano y las minas de carbón del norte, así como su privilegiada situación geográfica en las costas del Golfo de México cercano al gran mercado de los Estados Unidos, habían hecho de éste lugar un área de oportunidades para hacer negocios, pero un mal sitio para vivir. Los servicios de la ciudad no iban acordes con el crecimiento poblacional que se había multiplicado por veinte en sólo 15 años. El vicio proliferaba, la violencia era el pan de cada día. No era un lugar apropiado para la familia.
Alfonso había migrado desde la costa del Pacífico a ésta lejana tierra en busca de fortuna. No le fue del todo mal, sin embargo el abuso del alcohol había minado su economía y amenazaba con desestabilizar su matrimonio. En uno de sus ratos de lucidez había decidido volver a la tierra que lo vio nacer. Rita su joven esposa, y sus dos pequeñas hijas (junto con la criatura que ya moraba en el vientre de ésta) partirían con él hacia un destino más promisorio donde esperaban encontrar la paz y un clima social más adecuado para el desarrollo de la familia.
Enterado de que atravesar a todo lo ancho el país resultaría sumamente peligroso dada la cantidad de bandidos y guerrilleros dueños de los caminos y del humo de los cañones revolucionarios, decidió embarcarse junto con su familia en un vapor carguero que, anclado en el puerto desde hacía varios días, estaba a punto de zarpar hacia las costas del Pacífico mexicano, cruzando por el canal de Panamá. Alfonso, consiguió por medio de un compañero de parranda entablar relación con uno de los oficiales del barco, quien les diera cabida como pasajeros a cambio de trabajar en la cocina del barco. El destino final, el puerto de Mazatlán y de ahí por vía terrestre, unos 400 Km. más hacia el norte, el destino de su nuevo hogar, La Villa de Ahome.
El clima era agradable cuando el barco zarpó aquella mañana de Octubre. El trabajo en el barco no era muy pesado, ellos sólo estaban destinados a la cocina de los oficiales, había tiempo para el ocio. La primera escala fue en el Puerto de Veracruz, donde re*****ía carga y de ahí seguiría la ruta trazada hacia el Océano Pacífico. Alfonso bajó junto con unos marineros a tierra y de ahí se encaminó presuroso a apagar la sed inacabable que sentía. En el barco no faltaban oportunidades de beber, pero extrañaba el ambiente de cantina arrabalera como el encontrado a unos pasos del muelle. Poco a poco fue hundiéndose en un mar etílico que no parecía tener fondo. Rita, acostumbrada a sus excesos, no extrañó que esa noche no durmiera con ella, tampoco quiso verle al día siguiente cuando personal del barco introdujo a las bodegas una docena de marineros borrachos que, tratados como fardos, ordenara el Capitán su reclusión en los sótanos del buque para de inmediato levar anclas y partir con una mar espléndida.
Alfonso emergió, sucio y desaliñado, entre unos montones de basura apilados cerca de los muelles. La fuerte resaca producto de sus libaciones lo hacían temblar, mientras un fuerte dolor de cabeza empezaba a insinuarse detrás de sus ojos. Caminó lentamente hacia el muelle y vio consternado el espacio vacío que dejara su embarcación. Unas personas le confirmaron el hecho, -hace más de 12 horas zarpó- le dijeron. El golpe que sintió en su cabeza ante tal situación lo hizo salir del sopor alcohólico que aún lo dominaba y haciendo una rápida evaluación de los hechos no le quedó más vía que trasladarse por tierra al destino final del barco, el puerto de Mazatlán, a unos 2500 Km. de ahí. Por fortuna, la red ferroviaria del país le permitía viajar hasta allá sin muchos contratiempos. Sólo tenía que tomar el tren de Veracruz a la Ciudad de México y ahí abordar el ferrocarril del Pacífico que lo llevaría directamente hasta Mazatlán, donde esperaría el arribo del barco que le devolvería a su familia.
Una semana más y estaba frente a las altas olas del puerto de Mazatlán. Se había conservado sobrio durante el viaje. Necesitaba de todos sus sentidos para ir de trampa en el tren. En unos días llegaría su familia y todos felices. Con todo, sentía tanto optimismo hasta llegar a pensar que podría dominar el vicio del alcohol, trabajar y formar de nuevo un patrimonio.
Acudía diariamente a la agencia marítima donde esperaba informes del buque. En ésa época ya se tenía información telegráfica de los puntos que iba tocando el barco en su largo recorrido. Mientras, trabajaba como cargador en los muelles esperando contar con una pequeña cantidad de dinero que le sería útil para el traslado al pueblo elegido, y así continuar su hasta ahora accidentada vida. No era una casualidad su elección. Allá vivían su hermana Alejandra y sus cuñados, bien relacionados con la gente importante del lugar.
Un compañero de trabajo, enterado de su situación, le dió la terrible noticia -He pasado por la Agencia, dicen que tu barco se ha hundido-. Alfonso corrió a la oficina donde le confirmaron el hecho. A su paso por Honduras, un tardío huracán había tomado por sorpresa al barco y lo había hecho zozobrar. Sólo se salvaron dos marineros quienes aseguraron ser los únicos que habían logrado sobrevivir.
Alfonso, aturdido, no podía articular palabra. Salió de ahí y encontró su viejo refugio: una botella de ron. Por varios días permaneció casi inconsciente repitiendo “ellos viven, sí, ellos viven” sin probar alimento. La policía lo llevó a la cárcel local acusándolo de vagancia. En los días que estuvo confinado, ya sin beber, pudo recobrar algo de su perdida razón. Decidió seguir con su antiguo plan, iría a la Villa de Ahome y ahí esperaría a su mujer y sus hijos. Se aferró a esa idea pues si cavilaba en la muerte entonces sucumbiría él.
Su hermana Alejandra y su cuñado Doroteo lo recibieron con cariño y consideración, más aún al saber del suceso. Comprendieron que la gran tragedia lo había afectado tanto que estaba al borde de la locura. El único hilo que lo mantenía dentro de la cordura era el pensar que ellos vivían y cualquiera de ésos días irrumpirían por ahí. Entonces despertaría de éste mal sueño y emprenderían la vida que tanto habían planeado.
Alfonso había migrado desde la costa del Pacífico a ésta lejana tierra en busca de fortuna. No le fue del todo mal, sin embargo el abuso del alcohol había minado su economía y amenazaba con desestabilizar su matrimonio. En uno de sus ratos de lucidez había decidido volver a la tierra que lo vio nacer. Rita su joven esposa, y sus dos pequeñas hijas (junto con la criatura que ya moraba en el vientre de ésta) partirían con él hacia un destino más promisorio donde esperaban encontrar la paz y un clima social más adecuado para el desarrollo de la familia.
Enterado de que atravesar a todo lo ancho el país resultaría sumamente peligroso dada la cantidad de bandidos y guerrilleros dueños de los caminos y del humo de los cañones revolucionarios, decidió embarcarse junto con su familia en un vapor carguero que, anclado en el puerto desde hacía varios días, estaba a punto de zarpar hacia las costas del Pacífico mexicano, cruzando por el canal de Panamá. Alfonso, consiguió por medio de un compañero de parranda entablar relación con uno de los oficiales del barco, quien les diera cabida como pasajeros a cambio de trabajar en la cocina del barco. El destino final, el puerto de Mazatlán y de ahí por vía terrestre, unos 400 Km. más hacia el norte, el destino de su nuevo hogar, La Villa de Ahome.
El clima era agradable cuando el barco zarpó aquella mañana de Octubre. El trabajo en el barco no era muy pesado, ellos sólo estaban destinados a la cocina de los oficiales, había tiempo para el ocio. La primera escala fue en el Puerto de Veracruz, donde re*****ía carga y de ahí seguiría la ruta trazada hacia el Océano Pacífico. Alfonso bajó junto con unos marineros a tierra y de ahí se encaminó presuroso a apagar la sed inacabable que sentía. En el barco no faltaban oportunidades de beber, pero extrañaba el ambiente de cantina arrabalera como el encontrado a unos pasos del muelle. Poco a poco fue hundiéndose en un mar etílico que no parecía tener fondo. Rita, acostumbrada a sus excesos, no extrañó que esa noche no durmiera con ella, tampoco quiso verle al día siguiente cuando personal del barco introdujo a las bodegas una docena de marineros borrachos que, tratados como fardos, ordenara el Capitán su reclusión en los sótanos del buque para de inmediato levar anclas y partir con una mar espléndida.
Alfonso emergió, sucio y desaliñado, entre unos montones de basura apilados cerca de los muelles. La fuerte resaca producto de sus libaciones lo hacían temblar, mientras un fuerte dolor de cabeza empezaba a insinuarse detrás de sus ojos. Caminó lentamente hacia el muelle y vio consternado el espacio vacío que dejara su embarcación. Unas personas le confirmaron el hecho, -hace más de 12 horas zarpó- le dijeron. El golpe que sintió en su cabeza ante tal situación lo hizo salir del sopor alcohólico que aún lo dominaba y haciendo una rápida evaluación de los hechos no le quedó más vía que trasladarse por tierra al destino final del barco, el puerto de Mazatlán, a unos 2500 Km. de ahí. Por fortuna, la red ferroviaria del país le permitía viajar hasta allá sin muchos contratiempos. Sólo tenía que tomar el tren de Veracruz a la Ciudad de México y ahí abordar el ferrocarril del Pacífico que lo llevaría directamente hasta Mazatlán, donde esperaría el arribo del barco que le devolvería a su familia.
Una semana más y estaba frente a las altas olas del puerto de Mazatlán. Se había conservado sobrio durante el viaje. Necesitaba de todos sus sentidos para ir de trampa en el tren. En unos días llegaría su familia y todos felices. Con todo, sentía tanto optimismo hasta llegar a pensar que podría dominar el vicio del alcohol, trabajar y formar de nuevo un patrimonio.
Acudía diariamente a la agencia marítima donde esperaba informes del buque. En ésa época ya se tenía información telegráfica de los puntos que iba tocando el barco en su largo recorrido. Mientras, trabajaba como cargador en los muelles esperando contar con una pequeña cantidad de dinero que le sería útil para el traslado al pueblo elegido, y así continuar su hasta ahora accidentada vida. No era una casualidad su elección. Allá vivían su hermana Alejandra y sus cuñados, bien relacionados con la gente importante del lugar.
Un compañero de trabajo, enterado de su situación, le dió la terrible noticia -He pasado por la Agencia, dicen que tu barco se ha hundido-. Alfonso corrió a la oficina donde le confirmaron el hecho. A su paso por Honduras, un tardío huracán había tomado por sorpresa al barco y lo había hecho zozobrar. Sólo se salvaron dos marineros quienes aseguraron ser los únicos que habían logrado sobrevivir.
Alfonso, aturdido, no podía articular palabra. Salió de ahí y encontró su viejo refugio: una botella de ron. Por varios días permaneció casi inconsciente repitiendo “ellos viven, sí, ellos viven” sin probar alimento. La policía lo llevó a la cárcel local acusándolo de vagancia. En los días que estuvo confinado, ya sin beber, pudo recobrar algo de su perdida razón. Decidió seguir con su antiguo plan, iría a la Villa de Ahome y ahí esperaría a su mujer y sus hijos. Se aferró a esa idea pues si cavilaba en la muerte entonces sucumbiría él.
Su hermana Alejandra y su cuñado Doroteo lo recibieron con cariño y consideración, más aún al saber del suceso. Comprendieron que la gran tragedia lo había afectado tanto que estaba al borde de la locura. El único hilo que lo mantenía dentro de la cordura era el pensar que ellos vivían y cualquiera de ésos días irrumpirían por ahí. Entonces despertaría de éste mal sueño y emprenderían la vida que tanto habían planeado.