Pompilio Zigrino
04/10/2007, 10:58
Es necesario distinguir entre “ética” y “moral”, si bien ambos términos se utilizan con un significado muy cercano. En el presente escrito, se denominará “ética” a toda propuesta destinada a regular el comportamiento social de los seres humanos, mientras que “moral” ha de ser el acatamiento con que cada persona responde a las normas previamente aceptadas. En el “Diccionario de Filosofía” de Ediciones Mensajero Bilbao, aparece lo siguiente: “La ética se distingue de la moral por una exigencia de sistematización, de problematización y de búsqueda de fundamentos; está, pues, vinculada a menudo a la metafísica. En el uso actual se entiende por ética una concepción coherente y personal de la vida (la ética gidiana, la ética sartriana), mientras que la moral designa más bien las exigencias de que es portadora una sociedad o una cultura y que interiorizan más o menos los individuos que forman parte de ella”.
Debemos distinguir entre éticas individuales y éticas de aceptación pública, o sociales. Así, cada ser humano tiene una escala de valores particular que puede, o no, coincidir con la escala de valores predominante en su sociedad. Esta diferencia entre lo individual y lo social hace que muchos supongan que la ética tiene una validez subjetiva, que depende de cada uno de nosotros, descartando normas de validez objetiva, que sean independientes de los deseos humanos y que vendrían impuestas por la propia naturaleza a través de las leyes que regulan nuestra conducta.
Al constituir la ética una descripción de las acciones humanas y de los efectos que ellas producen, tales estudios pueden llegar a formar parte de la ciencia experimental. En vista a una finalidad previa adoptada, serán consideradas “buenas” las acciones cuyos efectos favorezcan el logro de tal finalidad, mientras que “malas” serán las acciones que produzcan efectos que impidan el logro de la misma. De ahí que las posturas nihilistas (deseo de la nada), al no tener en vista un sentido, por lo general rechazan la existencia de lo bueno y de lo malo, es decir, adhieren al relativismo moral.
Como las acciones, que actúan como causas, producen los mismos efectos, en forma independiente de la época y de la sociedad, tenemos un campo de estudio totalmente objetivo. Es por ello que toda norma ética propuesta, ya sea en la antigua Grecia o por los profetas hebreos, tiene una validez similar a la que tuvo en la época en que surgieron. Ello no implica que tales normas no puedan ser mejoradas por las generaciones futuras, como efectivamente ocurrió en el ámbito de la religión judeo-cristiana.
Podrá decirse que los efectos que producen en nosotros ciertas acciones de otros, no dependen tanto de las acciones en sí mismas, sino de la valoración previa que tengamos de ellas. Algo de cierto hay en ello, pero, no debemos olvidar que, a la larga, una misma acción produce efectos directos e indirectos que no dependen sólo de nuestra opinión, sino de las leyes psicológicas que nos rigen a todos y a cada uno de nosotros. Por ello, los niños pequeños perciben actitudes, con los efectos correspondientes, sin tener todavía una noción clara respecto del Bien y del Mal. De lo contrario, la ética sería tan sólo una convención que por decreto designa los efectos que habrían de tener cada una de nuestras acciones. V. Gathrein escribió: “El hecho es totalmente innegable: todos los pueblos sin excepción distinguen entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio. Puede ser que no todos los pueblos en particular llamen bueno o malo a la misma cosa, o que diverjan en la aplicación de los principios más generales, pero otros coinciden en considerar muchos actos como buenos y otros como malos, en alabar a quienes ejecutan los primeros y omiten los segundos, y en cambio censuran a quienes proceden al revés. Podemos ir a donde queramos, al Asia, a América, al África, podemos reunirnos con hombres cuyas concepciones divergen diametralmente de las nuestras, pero siempre podemos hablar con ellos del orden moral” (Citado en “Tratado de Filosofía” de J. Hessen – Ed. Sudamericana)
Uno de los objetivos comunes a todas las sociedades humanas es el logro de la felicidad de todos sus integrantes. En vista a este objetivo prioritario e inmediato, surgen acciones que favorecen, o bien impiden, ese objetivo. De ahí que matar, robar, manejar ebrio, etc., serán acciones “malas”, mientras que cooperar, aconsejar, compartir, etc., serán acciones “buenas”. Es posible, sin embargo, que tal objetivo sea olvidado y sea reemplazado por la búsqueda de la felicidad individual, sin apenas interesarnos por los demás. Las acciones que favorecen este mezquino objetivo serán distintas a las del otro caso. Podemos decir entonces que el bien y el mal son “distintos” a los del primer caso. Justamente, a partir de ciertos objetivos propuestos, habrá una ética objetiva que determinará cuáles acciones los favorecen y cuales los impiden, pero lo que no podemos hacer es elegir convencionalmente cualquier acción para llegar a un objetivo determinado. No podemos buscar la felicidad de todos aceptando el robo y el asesinato, por ejemplo, mientras que estamos obligados, para llegar a ese objetivo, a poseer cierta capacidad para compartir las penas y las alegrías de los demás.
Cada acción humana siempre recibe “premios” o “castigos” por parte de la sociedad y de uno mismo, siendo los sentimientos humanos el motor de nuestras acciones y el agente que permite materializar tales premios y castigos. David Hume escribió:
“Es probable que la sentencia final que juzga a caracteres y acciones como amables o bien odiosas, dignas de estima o de crítica, la sentencia que les otorga el signo del honor o de la infamia, de la aprobación o de la censura, que hace de la moralidad un principio activo y que hace que la verdad sea nuestra felicidad y el vicio nuestra infelicidad, es probable, digo, que esta sentencia final dependa de algún sentido o sentimiento interior, dispuesto universalmente por la naturaleza en todos los hombres. Ya que, contrariamente, ¿qué podría tener una influencia de tal naturaleza?
Pero para preparar la vía a tal sentimiento y conseguir un adecuado discernimiento de sus sujetos, encontramos que a menudo es necesario que precedan muchos razonamientos, que se hagan cuidadosas distinciones, que se llegue a conclusiones correctas, que se comparen objetos distantes, que se examinen relaciones muy complejas y que se determinen y constaten hechos de carácter general”.
“Puesto que ésta es una cuestión de hecho y no de ciencia abstracta, podemos esperar algún resultado solamente si seguimos el método experimental, deduciendo máximas generales de la confrontación de casos particulares” (Citado en “Atlas Universal de Filosofía” – Ed. Océano).
Una ética objetiva, basada en nuestros sentimientos (sentimientos que compartimos con algunos animales) se ha de basar en las actitudes básicas del hombre. Una actitud es una respuesta característica de cada individuo que lo hace responder de igual forma ante una misma circunstancia, al menos durante alguna etapa de su vida. Así, el sufrimiento y la felicidad ajenos podrán ser compartidos (amor), o bien podremos ser indiferentes a ellos (egoísmo, negligencia) o bien podremos intercambiar felicidad ajena por sufrimiento propio, o sufrimiento ajeno por felicidad propia (odio). Estas pocas actitudes posibles existen dentro de nosotros en distintas proporciones, predominando alguna de ellas sobre las restantes. En ellas está implícito el Bien y el Mal asociado a todas y a cada una de nuestras acciones. De ahí que, a partir de estas actitudes, podemos describir el accionar ético de cada hombre, constituyendo, justamente, una “ética natural”.
(Sigue)
Debemos distinguir entre éticas individuales y éticas de aceptación pública, o sociales. Así, cada ser humano tiene una escala de valores particular que puede, o no, coincidir con la escala de valores predominante en su sociedad. Esta diferencia entre lo individual y lo social hace que muchos supongan que la ética tiene una validez subjetiva, que depende de cada uno de nosotros, descartando normas de validez objetiva, que sean independientes de los deseos humanos y que vendrían impuestas por la propia naturaleza a través de las leyes que regulan nuestra conducta.
Al constituir la ética una descripción de las acciones humanas y de los efectos que ellas producen, tales estudios pueden llegar a formar parte de la ciencia experimental. En vista a una finalidad previa adoptada, serán consideradas “buenas” las acciones cuyos efectos favorezcan el logro de tal finalidad, mientras que “malas” serán las acciones que produzcan efectos que impidan el logro de la misma. De ahí que las posturas nihilistas (deseo de la nada), al no tener en vista un sentido, por lo general rechazan la existencia de lo bueno y de lo malo, es decir, adhieren al relativismo moral.
Como las acciones, que actúan como causas, producen los mismos efectos, en forma independiente de la época y de la sociedad, tenemos un campo de estudio totalmente objetivo. Es por ello que toda norma ética propuesta, ya sea en la antigua Grecia o por los profetas hebreos, tiene una validez similar a la que tuvo en la época en que surgieron. Ello no implica que tales normas no puedan ser mejoradas por las generaciones futuras, como efectivamente ocurrió en el ámbito de la religión judeo-cristiana.
Podrá decirse que los efectos que producen en nosotros ciertas acciones de otros, no dependen tanto de las acciones en sí mismas, sino de la valoración previa que tengamos de ellas. Algo de cierto hay en ello, pero, no debemos olvidar que, a la larga, una misma acción produce efectos directos e indirectos que no dependen sólo de nuestra opinión, sino de las leyes psicológicas que nos rigen a todos y a cada uno de nosotros. Por ello, los niños pequeños perciben actitudes, con los efectos correspondientes, sin tener todavía una noción clara respecto del Bien y del Mal. De lo contrario, la ética sería tan sólo una convención que por decreto designa los efectos que habrían de tener cada una de nuestras acciones. V. Gathrein escribió: “El hecho es totalmente innegable: todos los pueblos sin excepción distinguen entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio. Puede ser que no todos los pueblos en particular llamen bueno o malo a la misma cosa, o que diverjan en la aplicación de los principios más generales, pero otros coinciden en considerar muchos actos como buenos y otros como malos, en alabar a quienes ejecutan los primeros y omiten los segundos, y en cambio censuran a quienes proceden al revés. Podemos ir a donde queramos, al Asia, a América, al África, podemos reunirnos con hombres cuyas concepciones divergen diametralmente de las nuestras, pero siempre podemos hablar con ellos del orden moral” (Citado en “Tratado de Filosofía” de J. Hessen – Ed. Sudamericana)
Uno de los objetivos comunes a todas las sociedades humanas es el logro de la felicidad de todos sus integrantes. En vista a este objetivo prioritario e inmediato, surgen acciones que favorecen, o bien impiden, ese objetivo. De ahí que matar, robar, manejar ebrio, etc., serán acciones “malas”, mientras que cooperar, aconsejar, compartir, etc., serán acciones “buenas”. Es posible, sin embargo, que tal objetivo sea olvidado y sea reemplazado por la búsqueda de la felicidad individual, sin apenas interesarnos por los demás. Las acciones que favorecen este mezquino objetivo serán distintas a las del otro caso. Podemos decir entonces que el bien y el mal son “distintos” a los del primer caso. Justamente, a partir de ciertos objetivos propuestos, habrá una ética objetiva que determinará cuáles acciones los favorecen y cuales los impiden, pero lo que no podemos hacer es elegir convencionalmente cualquier acción para llegar a un objetivo determinado. No podemos buscar la felicidad de todos aceptando el robo y el asesinato, por ejemplo, mientras que estamos obligados, para llegar a ese objetivo, a poseer cierta capacidad para compartir las penas y las alegrías de los demás.
Cada acción humana siempre recibe “premios” o “castigos” por parte de la sociedad y de uno mismo, siendo los sentimientos humanos el motor de nuestras acciones y el agente que permite materializar tales premios y castigos. David Hume escribió:
“Es probable que la sentencia final que juzga a caracteres y acciones como amables o bien odiosas, dignas de estima o de crítica, la sentencia que les otorga el signo del honor o de la infamia, de la aprobación o de la censura, que hace de la moralidad un principio activo y que hace que la verdad sea nuestra felicidad y el vicio nuestra infelicidad, es probable, digo, que esta sentencia final dependa de algún sentido o sentimiento interior, dispuesto universalmente por la naturaleza en todos los hombres. Ya que, contrariamente, ¿qué podría tener una influencia de tal naturaleza?
Pero para preparar la vía a tal sentimiento y conseguir un adecuado discernimiento de sus sujetos, encontramos que a menudo es necesario que precedan muchos razonamientos, que se hagan cuidadosas distinciones, que se llegue a conclusiones correctas, que se comparen objetos distantes, que se examinen relaciones muy complejas y que se determinen y constaten hechos de carácter general”.
“Puesto que ésta es una cuestión de hecho y no de ciencia abstracta, podemos esperar algún resultado solamente si seguimos el método experimental, deduciendo máximas generales de la confrontación de casos particulares” (Citado en “Atlas Universal de Filosofía” – Ed. Océano).
Una ética objetiva, basada en nuestros sentimientos (sentimientos que compartimos con algunos animales) se ha de basar en las actitudes básicas del hombre. Una actitud es una respuesta característica de cada individuo que lo hace responder de igual forma ante una misma circunstancia, al menos durante alguna etapa de su vida. Así, el sufrimiento y la felicidad ajenos podrán ser compartidos (amor), o bien podremos ser indiferentes a ellos (egoísmo, negligencia) o bien podremos intercambiar felicidad ajena por sufrimiento propio, o sufrimiento ajeno por felicidad propia (odio). Estas pocas actitudes posibles existen dentro de nosotros en distintas proporciones, predominando alguna de ellas sobre las restantes. En ellas está implícito el Bien y el Mal asociado a todas y a cada una de nuestras acciones. De ahí que, a partir de estas actitudes, podemos describir el accionar ético de cada hombre, constituyendo, justamente, una “ética natural”.
(Sigue)