Ales
20/08/2007, 12:15
Me pareció un buen artículo y pensé en compartirlo con todos ustedes.
Por qué nos enfadamos?
A nada que nos paremos a pensar y "rebobinemos" un poco, comprobaremos que, con frecuencia, el principal motivo del enfrentamiento no es tanto lo que decimos sino el cómo lo hacemos: la entonación y volumen de la voz, la rapidez en la dicción, las posturas corporales del hablante, su expresión facial y los gestos de todo tipo, pueden contribuir a sacar de quicio lo que era una simple conversación. Hace ya décadas que se habla de la importancia del lenguaje no verbal: lo que expresa nuestro cuerpo (miedo, sorpresa, indignación, nervios, buen humor, preocupación, tristeza, interés, dolor, prepotencia, enfado, rabia, agresividad se transmiten también mediante el lenguaje no verbal). De ahí la importancia de que los dos tipos de comunicación se acompasen y se muestren coherentes. Cuando decimos una cosa y sentimos otra (salvo que sepamos actuar) nuestro envase, el cuerpo, nos delata. Por ello (y por otras razones de peso) seamos, en la medida de lo posible, sinceros.
Rompamos ahora una lanza en favor de la confrontación de pareceres: no rechacemos, de entrada, la discusión. "Total, no le voy a convencer" argumentan los pusilánimes e incluso algunos cínicos, o "para qué esforzarme en explicar lo que pienso, si da igual". Pues porque vivimos en sociedad, y porque la comunicación es una de las funciones que nos convierte en personas. Expresarnos con libertad y convicción, aunque genere alguna que otra discusión, da fe de que vivimos, de que pensamos, de que sentimos, de que somos diferentes. Y, quizá lo más importante, exponer abiertamente nuestras ideas transmite al exterior la siempre feliz noticia de que nos interesa lo que piensan y sienten los demás.
La importancia del contexto
Nuestros diálogos discurren impregnados de emociones y sensaciones, porque la comunicación se da entre seres vivos que aman y odian, disfrutan y sufren, ríen y lloran, atraviesan buenas y malas épocas. No se trata de un entendimiento entre máquinas, sino de conversaciones entre entidades vulnerables, distintas y cambiantes. Especialmente, cuando la charla aborda temas "sensibles", como las creencias más íntimas (que en unos puede afectar a la religión o la política, y en otros la familia, el uso de drogas, el trabajo, el fútbol, la educación de los hijos, la obsesión por la limpieza, ...) o cuestiones polémicas del más diverso contenido. En estas discusiones que nos "tocan el alma" resulta difícil controlar las emociones. Y directamente imposible, actuar de modo empático y asertivo. Pero algo hemos de hacer para evitar que los sentimientos y el impulso del momento nos venzan y surjan las emociones agresivamente, arrollándolo todo a su paso, incluso las posiciones que con tanto esfuerzo intentamos defender en nuestra lucha dialéctica.
Ahora bien, no se trata de ocultar los sentimientos o el lenguaje no verbal, sino de vehicularlos de modo que refuercen nuestras ideas y sin que menoscaben las de los demás ni hieran su sensibilidad. Cierto: es fácil decirlo, pero muy difícil trasladarlo a la realidad.
Por qué nos enfadamos?
A nada que nos paremos a pensar y "rebobinemos" un poco, comprobaremos que, con frecuencia, el principal motivo del enfrentamiento no es tanto lo que decimos sino el cómo lo hacemos: la entonación y volumen de la voz, la rapidez en la dicción, las posturas corporales del hablante, su expresión facial y los gestos de todo tipo, pueden contribuir a sacar de quicio lo que era una simple conversación. Hace ya décadas que se habla de la importancia del lenguaje no verbal: lo que expresa nuestro cuerpo (miedo, sorpresa, indignación, nervios, buen humor, preocupación, tristeza, interés, dolor, prepotencia, enfado, rabia, agresividad se transmiten también mediante el lenguaje no verbal). De ahí la importancia de que los dos tipos de comunicación se acompasen y se muestren coherentes. Cuando decimos una cosa y sentimos otra (salvo que sepamos actuar) nuestro envase, el cuerpo, nos delata. Por ello (y por otras razones de peso) seamos, en la medida de lo posible, sinceros.
Rompamos ahora una lanza en favor de la confrontación de pareceres: no rechacemos, de entrada, la discusión. "Total, no le voy a convencer" argumentan los pusilánimes e incluso algunos cínicos, o "para qué esforzarme en explicar lo que pienso, si da igual". Pues porque vivimos en sociedad, y porque la comunicación es una de las funciones que nos convierte en personas. Expresarnos con libertad y convicción, aunque genere alguna que otra discusión, da fe de que vivimos, de que pensamos, de que sentimos, de que somos diferentes. Y, quizá lo más importante, exponer abiertamente nuestras ideas transmite al exterior la siempre feliz noticia de que nos interesa lo que piensan y sienten los demás.
La importancia del contexto
Nuestros diálogos discurren impregnados de emociones y sensaciones, porque la comunicación se da entre seres vivos que aman y odian, disfrutan y sufren, ríen y lloran, atraviesan buenas y malas épocas. No se trata de un entendimiento entre máquinas, sino de conversaciones entre entidades vulnerables, distintas y cambiantes. Especialmente, cuando la charla aborda temas "sensibles", como las creencias más íntimas (que en unos puede afectar a la religión o la política, y en otros la familia, el uso de drogas, el trabajo, el fútbol, la educación de los hijos, la obsesión por la limpieza, ...) o cuestiones polémicas del más diverso contenido. En estas discusiones que nos "tocan el alma" resulta difícil controlar las emociones. Y directamente imposible, actuar de modo empático y asertivo. Pero algo hemos de hacer para evitar que los sentimientos y el impulso del momento nos venzan y surjan las emociones agresivamente, arrollándolo todo a su paso, incluso las posiciones que con tanto esfuerzo intentamos defender en nuestra lucha dialéctica.
Ahora bien, no se trata de ocultar los sentimientos o el lenguaje no verbal, sino de vehicularlos de modo que refuercen nuestras ideas y sin que menoscaben las de los demás ni hieran su sensibilidad. Cierto: es fácil decirlo, pero muy difícil trasladarlo a la realidad.