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Ver la versión completa : Ceremonia Secreta - Marco Denevi



FallingStar
12/08/2007, 23:12
Hola,soy nueva en el foro y me preguntaba si alguien que haya entendido ceremonia secreta d Denevi, podria explicarme ste fragmento, porque no lo entiendo.

"...Leonides Arrufat, Anabelí Santos, Guirlanda Santos, las 3 simultánea y alternativamente ríen y lloran y besan a Cecilia y exclaman:
—¿A que no sabes a dónde he ido? A visitar a un médico famoso. ¿Y a que no sabes qué me ha dicho? Que estoy curada. ¿Comprendes, Cecilia? Ya no tendremos necesidad de vivir siempre encerradas en este caserón. Ahora podremos salir, pasear, ir al cine y al teatro. Tomaremos el té en una confitería, cada día una diferente, donde haya música. Y nos compraremos cosas, muchas cosas, todas las cosas que nos gusten. Pero, ¿qué tienes?, ¿qué hay? ¡Cecilia! ¡Cecilia!
Cecilia vacila, su rostro se altera, parece dividirse en varios rostros iguales que se superponen sin coincidir. Doblándose en dos, vomita sobre la alfombra.
La señorita Leónidas la carga en sus brazos (Guirlanda y Anabelí la ayudan), la lleva hasta el dormitorio, la deposita delicadamente sobre el lecho, la desviste, la acuesta, va a decirle que en lo sucesivo, en lo sucesivo... Pero Cecilia como fulminada por una atroz fatiga, se ha dormido de un golpe.
Guirlanda, Anabelí y Leonides contemplan pensativamente ese rostro leudado, esa cara como un pan que ha caído en el agua y se ha hinchado sin perder, no obstante, su forma.
Repentinamente las tres han comprendido.
Transcurrieron varios meses. Las constelaciones giraron en los impávidos cielos. A la primavera sucedió el verano.
La señorita Leonides decía: “Cecilia, hijita”, y ya no tenía la sensación de estar usando un lenguaje postizo. Cecilia exclamaba: “Mamá”, y la señorita Leonides ya no advertía, debajo de ese llamado, el hueco que antes lo dejaba bailando en el aire como una hoja seca. Porque el espíritu también funda, como la carne, más que la carne, sus propias filiaciones.
Salían juntas de paseo, tomadas del brazo. Se sentaban a una mesita, en la vereda de alguna confitería de la Avenida de Mayo, sorbían morosamente un refresco, miraban pasar a la gente. O entraban en los cines de Lavalle, asistían al desfile de aquellas imágenes siempre demasiado veloces, salían como borrachas, durante todo el día comentaban lo que habían visto. (Claro que, conforme la señorita Leonides tenía ocasión de comprobarlo, a menudo Cecilia no captaba ni el carozo ni la corteza del espectáculo. Pero, ¿qué importaba? ¡Se la veía tan feliz en su luneta, riéndose y chupando caramelos!).
Juntas, siempre juntas. Ahora la señorita Leonides vestía de gris, de blanco, de azul. Las mejillas se le redondeaban. Había engordado. Se parecía más que nunca a Guirlanda Santos de hacía diez años (Cuando Belena la vio por última vez en vida). Y a su lado, pulcra, obediente, una perla, la muñequita de cara de aldeana y gran peluca rubia traqueteaba denodadamente sobre sus piernecitas mecánicas.
“Señor, Señor”, rogaba la señorita Leonides, “no me prives de esta felicidad”.
Tenían la casa como un espejo. El hedor a podredumbre y a medicamentos había sido aventado. Entre, las dos preparaban arduos platos inéditos que después devoraban alegremente en la cocina.
Festejaron Navidad con un banquete. La señorita Leonides, dando rienda suelta a fantasías mucho tiempo postergadas, decoró el comedor hasta volverlo irreconocible. Sobre la mesa desplegó una imponente orografía de golosinas. Tomaron champán. Se rieron a carcajadas. La señorita Leonides se puso a bailar sola y a arrojar besos a una imaginaria concurrencia. Como siempre, terminó llorando.
“Señor, “Señor”, suplicaba la señorita Leonides, “no me quites esta felicidad”.
Pero una inexorable herrumbre atacaba ya a toda aquella doradura.
El rostro de Cecilia mostraba, así como una medalla muestra su anverso y su reverso, a ratos una infinita dicha y a ratos una sorda desesperación, y como esas expresiones iban unidas a la sardónica sonrisita que no se le caía nunca de los labios, su fisonomía cobraba de pronto un tinte de astucia y de malicia, como la de esos emperadores romanos cuyo porte severo se contradice con la boca socarrona que pa-rece dejar traslucir no se sabe qué pérfido regocijo interior. Pero otras veces la medalla se vaciaba de ambos lados, y en su sitio aparecía fu-gazmente el perfil de una niña que, sola en la noche, oye un ruido de pisadas que se acercan.
Cada vez que esa patética niña tomaba el lugar de Cecilia, a la señorita Leonides se lo oprimía el corazón.
“Dios mío, Dios mío”, rogaba, presa de una profunda congoja.
Al culminar el verano, la señorita Leonides casi no conoció otra compañía que la de esa chiquilina aterrada que escuchaba un rumor de pasos. Era inútil que la tomara de las manos, que la estrechara contra su seno, que le dijera:
—Ya verás, ya verás, todo irá bien.
¿Qué es lo que iría bien? Cecilia estrujaba desesperadamente las manos que aprisionaban las suyas; el pánico de los ojos por un lado y la titilante sonrisita por el otro se acentuaban y como se separaban; gemía, en una especie de vagido:
—Tengo miedo... tengo miedo...
Tal vez, desde su sueño, ella sabía lo que la señorita Leonides aún ignoraba desde el suyo.
Sabía que cuando las pisadas se detuviesen y el visitante llamara, ella debería despertar, saltar fuera del sueño y abrir una puerta y salir, y que entonces la puerta se cerraría a sus espaldas y ella ya no podría volver a entrar.
Sabía que el médico, un desconocido al que la señorita Leonides localizó gracias a una chapa de bronce, diría en un tono sentencioso y sumario:
—Habrá que elegir entre la madre y el hijo.
Y que la señorita Leonides, espantada, balbucearía:
—Pero doctor, ¿quién ha de decidirlo? Mi hija —(¡Oh querida, oh amada Leonides Arrufat)—, mi hija no está en condiciones de tomar una decisión así, usted ve.
—Veo, señora, veo —contestaría el médico, contrariado porque lo obligasen a dar explicaciones—. Pero a los dos no podremos salvarlos.
Tal vez ella ya sabía lo que el médico tampoco sabía. Sabía que, contrariamente a lo que afirmaría ese pedante, no habría nadie a quien salvar ni nadie a quien condenar.
Y querría advertírselo a la señorita Leonides, pero no encontraría las palabras, no hallaría el medio de trasegar, de una a otra irrealidad, el agua subterránea de aquella premonición. Y por eso, cada vez más frecuentemente, gemía, se agitaba en espasmos convulsos, la repugnante sonrisita forcejeaba entre sus labios como queriendo soltarse.
Y la pobre señorita Leonides no sabía sino repetir su estribillo:
—Ya verás, ya verás, todo irá bien.
Hasta que, una noche de carnaval, las pisadas se detuvieron, la inmensa puerta se abrió, y Cecilia, lanzando un grito, salto fuera del sueño.
Estaba acostada en el dormitorio de su madre, en la cama de su madre. A su lado, una desconocida, vestida y peinada como su madre, la miraba con ojos desencajados.
—¿Quién es usted? —le preguntó, débilmente, tratando de incorporarse. Pero las fuerzas la abandonaron y debió apoyar nuevamente la cabeza sobre la almohada.
Lejos, se oía un estrépito como el de un chorro de agua cayendo en un tanque vacío. Y al mismo tiempo el chorro de agua producía una música estridente.
—¿Qué es todo ese ruido? —dijo, y volvió los ojos hacia la ventana, a través de la cual se veía un resplandor purpúreo.
Escuchó la voz de la desconocida:
—Es el corso de la Avenida de Mayo, Cecilia.
La llamaba Cecilia, Cecilia a secas. La miró.
¿Por qué se ha peinado como ella? ¿Por qué tiene puesto su vestido celeste, que tanto le gustaba? ¿Para que yo me hiciera la ilusión de que…? O quizá yo misma se lo he pedido, y ya no recuerdo.
La desconocida callaba, cruzaba los brazos sobre el pecho, parecía querer ocultarse, encorvaba la espalda, tornaba el aire de una sirvienta que se humilla frente a una patrona altanera.
—Ya sé. Usted es mi enfermera. He estado enferma todo este tiempo.
Se llevó las manos al vientre.
—¿Por qué tengo el cuerpo así hinchado? ¿Voy a tener un hijo?
Súbitamente le pareció que penetraba en un paisaje familiar, lo reconocía. Todo seguía en su sitio. Y en ese paisaje, aquella sombra dorada, aquella sombra temible, ¿dónde estaba?
—¿Y Belena?
Miró interrogativamente a la desconocida, y la desconocida tartamudeó:
—No está...Ya no vive más aquí-
Belena. Había algo con respecto a Belena. Algo pendiente. Pero no podía recordar.
—¿A dónde ha ido?
—No lo sé,señorita.
—¿Y Encarnación y Mercedes?
La desconocida se apelotonaba aún más, se ovillaba, hundía la cabeza entre los hombros.
—Tampoco vienen más.
El paisaje familiar. La sólida tierra bajo los pies, Y arriba el cielo como una promesa de eternidad. D golpe recordó.
—¿Está usted enterada? —dijo, con una voz tan repentinamente adulta que la desconocida se sobresaltó y miró despavorida en derredor, como si hubiese sospechado que era otra persona la que había ha-blado—. ¿Sabe por qué enferme? ¿Lo sabe todo?
—Sí, señorita. Y créame, ¡la compadezco tanto!
Levantó una mano. ¡Compadecerla! Esa mujer ignoraba que ella era la hija de Jan Engelhard, el sabio, el mago, el santo. Hija y discípula. Al lado de él había aprendido a sufrir y a callar, y a purificarse en el dolor como la plata en el fuego. Pero ahora había llegado el tiempo de manifestarse.
—¿Quién se lo ha contado?
—Encarnación y Mercedes, la última vez que estuvieron aquí.
—No, ellas lo ignoran todo, Escúcheme. No quiero morirme sin que antes...
—¡Señorita Cecilia!
Morir, sí, morir. Trozos de mampostería que caen al suelo como una costra seca. Y la almendra viva, encendiéndose en la luz como un diamante.
—Sé que voy a morirme. Dispongo de poco tiempo. Y usted es la única persona que está a mi lado. Escúcheme.
La desconocida oyó este relato:..."

¿A qué se refiere cuando habla sobre el medico, y que hay que elegir entre uno de los dos , o la madre o el hijo?¿La "desconocida" es Leonides?
En fin, si alguien pudiera explicarme todo el fragmento, se lo agradeceria.

Saludos =)