jorgesalaz
21/04/2007, 01:57
El Monte del Borrico Extraviado se yergue imponente cerca de Salannah dominando la ciudad como un descomunal centinela o como un padre demasiado controlador junto a una hija con falda demasiado corta. Sus laderas están cubiertas de verdes bosques y está plagado de lugares misteriosos y legendarios. No voy a contar todas esas leyendas porque la mayoría son muy aburridas y previsibles y además, me llevaría todo el día y toda la noche hacerlo. Hoy nos interesa un lugar en particular de ese monte. Es un valle abierto al sur más o menos en mitad de la ladera. Su nombre, el Valle del Roble parlante. Sugerente ¿verdad? En realidad si conocemos su historia no lo es tanto. El valle debe su nombre a Roberto Racket, un pastor de por allí muy aficionado al cachondeo que tenía la puñetera costumbre de ocultarse en un roble hueco que crecía junto al camino y asustar a los viajeros diciendo chorradas. Aclarado esto podemos continuar. En el Valle del Roble Parlante hay una aldea de pastores y en esa aldea vivía Simón, nuestro protagonista de hoy. Cuando arranca nuestra historia tenía Simón 17 o 18 años y un primer vistazo nos sugeriría una personalidad bastante bobalicona. Un tipo larguirucho de esos a los que parece haberles tocado en suerte un cuerpo un par de tallas demasiado grande, aparentemente con más codos y rodillas que los demás mortales. El acné, los ojos soñadores y el labio inferior un poco colgante reforzaban ese aire bobalicón. Sin embargo Simón distaba mucho de ser tonto. Nunca, desde que comenzó a llevar rebaños a los pastos se le había perdido una oveja (¿que eso no tiene mérito? Probad a hacerlo y me contáis). Tenía unas manos hábiles y precisas y a cien pasos era letal con su honda; para los lobos de la zona, el olor de Simón era sinónimo de verdugones y contusiones graves. Sin embargo Simón tenía fama de tipo raro. En parte era su aspecto, tambíén contribuía el hecho de ser un tipo de pocas palabras, pero la mayor de sus rarezas a ojos de sus vecinos era que, no solo sabía leer, sino que había leído casi todos los libros que había en su aldea –un total de 25-; de hecho los había leído todos menos los tres que guardaba el boticario en el altillo del armario y que tenían bonitas ilustraciones. Esos nunca se los había prestado a Simón. De hecho ni siquiera la esposa del boticario conocía su existencia.
Simón podría haber terminado sus días feliz en la aldea, con sus ovejas, su honda, la limitada biblioteca del pueblo… y tambien con la hija del molinero que últimamente le hacía ojitos al verlo pasar. Sin embargo su padre era un tipo ambicioso, de esos empeñados en que sus hijos fueran «alguien en la vida». El buen hombre estaba íntimamente convencido de que su retoño era un poco bobo (tanto libro no podía ser bueno para el cerebro), sin embargo una carta lo cambió todo. El remitente era su primo-segundo Canuto que era cerero en Salannah; según contaba, después de múltiples gestiones e innumerables muestras de buen hacer había conseguido convertirse en proveedor exclusivo del Palacio Real. Su actual situación le permitía tomar bajo su techo, como aprendiz, a su sobrino preferido Simón. En realidad el cerero necesitaba con urgencia alguien que le echara una mano en el negocio; a ser posible alguien que trabajara a cambio de comida, ropa y techo sin demasiadas exigencias pecuniarias. Por otra parte, su actual situación se debía al trágico fín que había tenido el anterior cerero real, gran aficionado al licor koh-koh! y que había terminado sus días, borracho como una cuba dentro de un caldero de cera caliente.
Esperó toda la tarde el padre de Simón rumiando su discurso, y cuando su hijo bajó de los pastos se sentó frente a él, se rascó el sobaco, puso sus manazas en los hombros del chico, y le dijo que fuera preparando el petate, que el día siguiente al amanecer salía arreando para Salannah. Una vez allí preguntaría por Canuto el cerero que era un familiar lejano y había triunfado en la vida y entraría a su servicio como aprendiz. A la mañana siguiente, cargado con un pequeño fardo que contenía dos mudas y dos quesos, Simón salio por primera vez en su vida del Valle del Roble Parlante camino de Salannah. Su padre, con lágrimas en los ojos contaba a todo aquel que quisiera escucharle que había colocado a su hijo nada menos que de «ayudante» en el Palacio Real.
Dos semanas despues, tras correr interesantes aventuras en las que conoció una extraña secta de feministas radicales e integristas y un ermitaño de la Orden del Perpetuo Ayuno que terminó con un queso y medio de una sentada, llegó por fín nuestro protagonista a Salannah, llamada por algunos «La Perversa». Era día de mercado y la ciudad hervía de actividad. Despues de preguntar un par de veces y de perderse otro par, una de las cuales fue a parar al corazón del barrio rojo de donde salio a toda velocidad y con palpitaciones, encontró por fin la cerería de Canuto; en cuyo cartel, pintado en una tosca tabla de madera campaba orgullosa una vela de sebo rematada por la Manzana Real de Salannah.
Los primeros meses en la cerería fueron muy duros para Simón. Su tío le hacía trabajar de firme, pues el consumo de velas del Palacio era grande. Además el ambiente asfixiante de la cerería no es el mejor lugar para alguien que ha pasado la vida respirando el aire puro de los montes. Sin embargo, una tarde Simón hizo un descubrimiento que contribuyó a dulcificar mucho sus días. Durante uno de sus paseos por la ciudad, despues de trabajar, nuestro protagonista encontró un edificio que hizo que su prominente labio temblara de emoción y sus ojos tristones se abrieran de par en par: la Biblioteca de Salannah, la mayor del mundo conocido: miles y miles de volúmenes escritos en todos los lenguajes conocidos o no. Hay quien cuenta que, entre sus fondos se encuentra el único ejemplar que existe escrito usando el alfabeto cambiante de Mynn, un país poblado por escritores locos. A Simón se le hizo la boca agua. Al principio los monjes que cuidan de la biblioteca observaron su aspecto torpón y desastrado con alarmada desconfianza. Sin embargo su actitud cambio al ver el trato amoroso, casi reverencial que daban a los libros sus ágiles dedos. Muy pronto nuestro protagonista pasó a formar parte del paisaje habitual de la Biblioteca. Tarde tras tarde, libro tras libro, Simón era feliz.
Pero la felicidad dura poco. Y en casa del pobre menos. Y Simón, la verdad, no tenía ni una puñetera moneda. El cerero le había prometido un sueldo a veces, sobre todo despues de tomar unas cuantas cervezas (nunca bebía nada más fuerte durante la jornada pues recordaba el final de su predecesor), sin embargo siempre parecía olvidarse de pagárselo. En realidad, Canuto el cerero distaba mucho de ser la persona ruin que estás imaginando, querido lector. Todos los viernes por la noche sin faltar uno, desde que el muchacho demostró su valía para el trabajo, depositaba en una cajita su sueldo. Para dárselo cuando encuentre una chica guapa solía decirse. No. Canuto no era mal tipo; simplemente su confianza en las cualidades ahorrativas de la juventud era igual a cero. Tambien conocía Salannah y sabía en qué podía transformar esa ciudad perversa, a un chico joven y curioso con unas cuantas monedas en el bolsillo.
La vida tranquila y feliz de Simón terminó con una fiesta. El Palacio del Rey organizaba una de sus mundialmente famosas recepciones e hizo un pedido especialmente importante de velas. Normalmente era Canuto quien servía personalmente los pedidos, sin embargo esta vez no tuvo más remedio que hacerse acompañar por su aprendiz para que le ayudara a transportar tanto material. Mientras subían resollando por las empinadas calles que daban a la Plaza del Manzano, donde estaban las puertas principales del Palacio, Canuto iba aleccionando a su sobrino. Haz lo que yo haga y sobre todo mantén la boca cerrada. No vamos a ver al Rey, no te hagas ilusiones, sin embargo los cortesanos: nobles, escribanos y demás ralea que vive en el Palacio son gente arbitraria y de poca paciencia. Una palabra o un gesto mal interpretados y terminaremos los dos colgando cabeza abajo de las murallas. Para llegar a los almacenes debemos cruzar el patio de armas que siempre está lleno de soldados, oficiales y gente así. Esos, además de tener poca paciencia van armados, así que tú a mirar al suelo y si te preguntan respondes con monosílabos seguidos de «Excelencia». Nada de ponerte chulito ni contestar con malas maneras. Entramos, hacemos la entrega y nos tomamos el resto del día libre.
Justo cuando se disponían a traspasar los portones dobes que daban al patio de armas, se escuchó un tumulto desde el interior. Canuto tuvo la agilidad necesaria para saltar a un lado mientras le gritaba a Simón que hiciera lo mismo. No tuvo tiempo. Un caballo de batalla finamente enjaezado salio por la puerta a galope tendido arrollando al muchacho, que rodó varios metros hacia el centro de la plaza y cayó despatarrado, rodeado de velas y un poco aturdido.
- Maldito patán – masculló el jinete mientras desenfundaba una descomunal espada y se dirigía hacia Simón con intención de aliviarlo del peso de la cabeza.
- ¡Mingus! Guarda tu espada. Está al sevicio de tu Rey, no al de tu mala leche – la voz autoritaria hizo que la espada se detuviera a escasos centímetros del cuello de Simón.
- ¿Cómo te llamas muchacho? – la voz autoritaria pertenecía a un personaje rechoncho que cabalgaba rodeado de una imponente escolta de guerreros encabezada por el tal Mingus.
- Mi nombre es Simón… -el cerero cruzó los dedos- Excelencia – el cerero se relajó un poco y la espada de Mingus volvio a salir a medias de su vaina.
- Veo que eres nuevo en la ciudad Simón, pues el trato adecuado para dirigirte a Nos, es Majestad.
Simón podría haber terminado sus días feliz en la aldea, con sus ovejas, su honda, la limitada biblioteca del pueblo… y tambien con la hija del molinero que últimamente le hacía ojitos al verlo pasar. Sin embargo su padre era un tipo ambicioso, de esos empeñados en que sus hijos fueran «alguien en la vida». El buen hombre estaba íntimamente convencido de que su retoño era un poco bobo (tanto libro no podía ser bueno para el cerebro), sin embargo una carta lo cambió todo. El remitente era su primo-segundo Canuto que era cerero en Salannah; según contaba, después de múltiples gestiones e innumerables muestras de buen hacer había conseguido convertirse en proveedor exclusivo del Palacio Real. Su actual situación le permitía tomar bajo su techo, como aprendiz, a su sobrino preferido Simón. En realidad el cerero necesitaba con urgencia alguien que le echara una mano en el negocio; a ser posible alguien que trabajara a cambio de comida, ropa y techo sin demasiadas exigencias pecuniarias. Por otra parte, su actual situación se debía al trágico fín que había tenido el anterior cerero real, gran aficionado al licor koh-koh! y que había terminado sus días, borracho como una cuba dentro de un caldero de cera caliente.
Esperó toda la tarde el padre de Simón rumiando su discurso, y cuando su hijo bajó de los pastos se sentó frente a él, se rascó el sobaco, puso sus manazas en los hombros del chico, y le dijo que fuera preparando el petate, que el día siguiente al amanecer salía arreando para Salannah. Una vez allí preguntaría por Canuto el cerero que era un familiar lejano y había triunfado en la vida y entraría a su servicio como aprendiz. A la mañana siguiente, cargado con un pequeño fardo que contenía dos mudas y dos quesos, Simón salio por primera vez en su vida del Valle del Roble Parlante camino de Salannah. Su padre, con lágrimas en los ojos contaba a todo aquel que quisiera escucharle que había colocado a su hijo nada menos que de «ayudante» en el Palacio Real.
Dos semanas despues, tras correr interesantes aventuras en las que conoció una extraña secta de feministas radicales e integristas y un ermitaño de la Orden del Perpetuo Ayuno que terminó con un queso y medio de una sentada, llegó por fín nuestro protagonista a Salannah, llamada por algunos «La Perversa». Era día de mercado y la ciudad hervía de actividad. Despues de preguntar un par de veces y de perderse otro par, una de las cuales fue a parar al corazón del barrio rojo de donde salio a toda velocidad y con palpitaciones, encontró por fin la cerería de Canuto; en cuyo cartel, pintado en una tosca tabla de madera campaba orgullosa una vela de sebo rematada por la Manzana Real de Salannah.
Los primeros meses en la cerería fueron muy duros para Simón. Su tío le hacía trabajar de firme, pues el consumo de velas del Palacio era grande. Además el ambiente asfixiante de la cerería no es el mejor lugar para alguien que ha pasado la vida respirando el aire puro de los montes. Sin embargo, una tarde Simón hizo un descubrimiento que contribuyó a dulcificar mucho sus días. Durante uno de sus paseos por la ciudad, despues de trabajar, nuestro protagonista encontró un edificio que hizo que su prominente labio temblara de emoción y sus ojos tristones se abrieran de par en par: la Biblioteca de Salannah, la mayor del mundo conocido: miles y miles de volúmenes escritos en todos los lenguajes conocidos o no. Hay quien cuenta que, entre sus fondos se encuentra el único ejemplar que existe escrito usando el alfabeto cambiante de Mynn, un país poblado por escritores locos. A Simón se le hizo la boca agua. Al principio los monjes que cuidan de la biblioteca observaron su aspecto torpón y desastrado con alarmada desconfianza. Sin embargo su actitud cambio al ver el trato amoroso, casi reverencial que daban a los libros sus ágiles dedos. Muy pronto nuestro protagonista pasó a formar parte del paisaje habitual de la Biblioteca. Tarde tras tarde, libro tras libro, Simón era feliz.
Pero la felicidad dura poco. Y en casa del pobre menos. Y Simón, la verdad, no tenía ni una puñetera moneda. El cerero le había prometido un sueldo a veces, sobre todo despues de tomar unas cuantas cervezas (nunca bebía nada más fuerte durante la jornada pues recordaba el final de su predecesor), sin embargo siempre parecía olvidarse de pagárselo. En realidad, Canuto el cerero distaba mucho de ser la persona ruin que estás imaginando, querido lector. Todos los viernes por la noche sin faltar uno, desde que el muchacho demostró su valía para el trabajo, depositaba en una cajita su sueldo. Para dárselo cuando encuentre una chica guapa solía decirse. No. Canuto no era mal tipo; simplemente su confianza en las cualidades ahorrativas de la juventud era igual a cero. Tambien conocía Salannah y sabía en qué podía transformar esa ciudad perversa, a un chico joven y curioso con unas cuantas monedas en el bolsillo.
La vida tranquila y feliz de Simón terminó con una fiesta. El Palacio del Rey organizaba una de sus mundialmente famosas recepciones e hizo un pedido especialmente importante de velas. Normalmente era Canuto quien servía personalmente los pedidos, sin embargo esta vez no tuvo más remedio que hacerse acompañar por su aprendiz para que le ayudara a transportar tanto material. Mientras subían resollando por las empinadas calles que daban a la Plaza del Manzano, donde estaban las puertas principales del Palacio, Canuto iba aleccionando a su sobrino. Haz lo que yo haga y sobre todo mantén la boca cerrada. No vamos a ver al Rey, no te hagas ilusiones, sin embargo los cortesanos: nobles, escribanos y demás ralea que vive en el Palacio son gente arbitraria y de poca paciencia. Una palabra o un gesto mal interpretados y terminaremos los dos colgando cabeza abajo de las murallas. Para llegar a los almacenes debemos cruzar el patio de armas que siempre está lleno de soldados, oficiales y gente así. Esos, además de tener poca paciencia van armados, así que tú a mirar al suelo y si te preguntan respondes con monosílabos seguidos de «Excelencia». Nada de ponerte chulito ni contestar con malas maneras. Entramos, hacemos la entrega y nos tomamos el resto del día libre.
Justo cuando se disponían a traspasar los portones dobes que daban al patio de armas, se escuchó un tumulto desde el interior. Canuto tuvo la agilidad necesaria para saltar a un lado mientras le gritaba a Simón que hiciera lo mismo. No tuvo tiempo. Un caballo de batalla finamente enjaezado salio por la puerta a galope tendido arrollando al muchacho, que rodó varios metros hacia el centro de la plaza y cayó despatarrado, rodeado de velas y un poco aturdido.
- Maldito patán – masculló el jinete mientras desenfundaba una descomunal espada y se dirigía hacia Simón con intención de aliviarlo del peso de la cabeza.
- ¡Mingus! Guarda tu espada. Está al sevicio de tu Rey, no al de tu mala leche – la voz autoritaria hizo que la espada se detuviera a escasos centímetros del cuello de Simón.
- ¿Cómo te llamas muchacho? – la voz autoritaria pertenecía a un personaje rechoncho que cabalgaba rodeado de una imponente escolta de guerreros encabezada por el tal Mingus.
- Mi nombre es Simón… -el cerero cruzó los dedos- Excelencia – el cerero se relajó un poco y la espada de Mingus volvio a salir a medias de su vaina.
- Veo que eres nuevo en la ciudad Simón, pues el trato adecuado para dirigirte a Nos, es Majestad.