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Anaximander
06/08/2006, 18:06
Los dueños de Machu Picchu
(por Sergio Vilela)

Nadie les cree pero, de ser cierto lo que dicen, serían los únicos dueños de Machu Picchu. Dos familias del Cuzco podrían ser propietarias de uno de los sitios arqueológicos más visitados del mundo. Los Zavaleta, unos agricultores de clase media, y los Abrill, unos antiguos hacendados, serían los legítimos herederos de un terreno setenta veces más grande que el Vaticano, en el límite de los Andes y la selva del Perú, en cuyas entrañas está ese fotogénico Patrimonio de la Humanidad del que todo un país se cree dueño. ¿No parece un mal chiste que Machu Picchu sea la propiedad privada de un par de familias?

De ser así, los Zavaleta y los Abrill se volverían más famosos que Hiram Bingham, ese aventurero hawaiano que a principios del siglo XX se tropezó con aquella ciudad perdida de los incas que los españoles nunca pudieron conquistar. De ser cierto lo que cuentan ambas familias, su fortuna crecería con los cuarenta y cinco millones de dólares que los turistas pagan cada año por entrar a Machu Picchu, y esta enorme ciudadela de piedra sería su casa. De comprobarse la veracidad de su historia –que enfrenta décadas de litigio judicial con el Estado peruano– el Discovery Channel y la BBC de Londres les dedicarían reportajes traducidos a docenas de idiomas.

La National Geographic Society los haría miembros honorarios, y los Zavaleta y los Abrill viajarían por el mundo junto con los más notables arqueólogos de la universidad de Yale. Ambas familias podrían estar entre de las más aristocráticas de América. Quizá todo esto forme parte de su secreta fantasía. O quizá sólo sean los últimos intentos de un grupo de herederos sexagenarios que, más allá de recobrar un pedazo de tierra, buscan recuperar esa historia familiar que, según ellos, su propio país les niega. Pero por ahora son una media docena de hombres y mujeres de ambos clanes que reclaman ser los únicos dueños de ese monumento arqueológico, y su aventura judicial parece a primera vista un disparate del tamaño del Imperio de los Incas. Aunque también es posible que no lo sea.

Los probables dueños de Machu Picchu han llegado a un estudio de abogados a unas diez calles de la Plaza de Armas del Cuzco. Es una fría mañana de verano del 2006, y se han sentado muy abrigados alrededor de una mesa, en una oficina estrecha de blancas paredes de barro. Afuera se oyen los motores de los automóviles que avanzan por las estrechas calles de esta ciudad de piedra, mientras que en el estudio ambas familias esperan en silencio. Llevan años esperando y tratando de vencer al Estado del Perú en los tribunales. Enfrentarse a un gigante sordo y displicente requiere coraje y paciencia: el gigante te puede ignorar por un siglo hasta demoler tus esperanzas para siempre. Los Abrill y los Zavaleta han perdido ya en algunos intentos, pero persisten. Están convencidos de que su batalla contra ese gigante sordo es justa y que llegarán, si es necesario, a la Corte de San José, ese tribunal internacional en el que los derrotados vuelven a luchar y, a veces, ganan. Sin embargo, por ahora, esa corte ha declarado que es un asunto que debe resolverse sólo en el Perú.

El abogado que los ha citado esta mañana se llama Edisson Lucana, y entra en la habitación con una montaña de documentos: títulos de propiedad con anotaciones, fichas de registro resaltadas con marcador amarillo y fotocopias grises. Es un hombre muy delgado que usa unas gafas brillantes. Sus defendidos lo saludan con una reverencia, aunque él no sea el líder del bufete. En realidad, el abogado que se desvela para reconquistar Machu Picchu y que está ausente esta mañana es Fausto Salinas, un respetado jurista del Cuzco que desde el año 2003 ha ganado popularidad en la prensa local por su cerrada defensa del caso Zavaleta-Abrill contra el Estado del Perú. Pese a lo extravagante que puede parecer esta batalla legal, es común en el Cuzco que los dueños de propiedades privadas se enfrenten al Instituto Nacional de Cultura, esa especie de ministerio que administra todos los patrimonios culturales del país.

El Cuzco es una ciudad museo. Debajo de innumerables casas coloniales se han encontrado piezas incas y preíncas después de siglos. Decenas de instituciones privadas, como algunos bancos y hoteles de lujo, enfrentarían serias restricciones si pretendieran hacer alguna modificación arquitectónica en sus locales. Lo mismo les ocurre a los dueños de la mayoría de casonas del centro de la llamada Capital Arqueológica de América: casi todo es intocable. Casi todo es un sitio arqueológico, un monumento histórico, una zona reservada. Es por eso que a veces al Estado no le queda más remedio que expropiar terrenos en los que se hallan tumbas, ceramios, muros de piedra. Y a los dueños de esas propiedades privadas no les queda más que venderlas. Hasta aquí, todo bien. Pero, ¿qué sucede si un día expropian tus terrenos con la promesa de pagarte lo justo y jamás recibes un centavo? ¿Qué haces?

El abogado Lucana se sienta a la mesa junto con los posibles dueños de Machu Picchu y resume en veinte minutos la historia legal de ese terreno. Lo hace con la claridad de un maestro de escuela inicial. Ya a mediados del siglo XVII, cuenta, los sacerdotes agustinos arrendaban el terreno al que Hiram Bingham llegaría casi trescientos años después gracias a dos indios que lo llevaron hasta allí. Dice que años más tarde esas tierras fueron vendidas a un español, que luego regaló el terreno a unos religiosos betlemitas. Ellos fueron los dueños de todas esas hectáreas durante muchas décadas. Entonces el terreno donde aún no se descubría Machu Picchu no despertaba la menor curiosidad ni interés. Los peruanos ni siquiera sospechaban que allí se escondía un santuario que sería la imagen que convencería al planeta de que el Perú realmente existía.

¿Conocería el mundo el país de los Incas si no existieran las postales de Machu Picchu? Tal vez sería como evocar lugares tan remotos como Sri Lanka, Malawi o Qatar: una imagen borrosa, inexacta. Por esa época, llegar hasta allí tomaba varios días a lomo de mula. No había caminos y recorrer la ceja de selva del Cuzco parecía una tarea desalentadora, incluso para el más entusiasta de los exploradores. Sólo los betlemitas, colonos de la fe, sabían soportar largas temporadas perdidos en medio de esa nada verde. Pero estos religiosos se fueron hacia finales del siglo XIX, y entonces una familia de hacendados cuzqueños, los Nadal, inscribieron la propiedad como suya en la recién inaugurada oficina de Registros Públicos del Cuzco.

Nadie podía prever que en el patio trasero de la hacienda de los Nadal, que abarcaba más de veinticinco kilómetros cuadrados entre los ríos Silque y Aobamba, se escondía la más sorprendente ciudadela de piedra que el mundo hubiera conocido. Cuando en 1905 el bisabuelo de los Abrill compró el terreno a los Nadal, no sospechó que estaba haciéndose dueño de un tesoro incalculable. El nuevo propietario era un hombre con suerte. Los Zavaleta recién serían protagonistas de esta trama de compraventa casi cuatro décadas después, cuando adquirieron una gran porción de las tierras de Machu Picchu y, sin saberlo, parte del lío legal que padecen ahora. Ninguna de las dos familias de hacendados imaginaba entonces que en menos de cincuenta años lo perderían todo. Todo menos el cansancio de la esperanza. Todo menos unos añejos documentos que eran –son– sus títulos de propiedad.