jorgesalaz
17/11/2005, 04:03
La última verdad sobre el punto 0
Un texto de Silvia Sánchez di Martino
¿Hay algo más apetecible que un ombligo bañado en lo que sea, incluso en sudor, listo para morder? El ombligo da hambre y hay comidas que le deben todo a ese orificio de carne. La leyenda dice que un mesonero boloñés amasó la pasta «in mille e mille forme/ tentando d’imitare/ quel bellico divino e singolare» para inmortalizar en forma de tortellini la perfección del ombligo de Venus. Es decir: alguien consiguió convertir el ombligo en fideos, y ahora hay millones de personas en el mundo comiéndose esos divinos ombligos de Venus humedecidos en salsa roja o blanca. Eso lo sabe cualquier quinceañera de carnes tensas que se pavonea con esa maravilla de la moda que son los pantalones a la cadera. Lo sabía también mi madre, y más enojosamente mis hermanos, cuando me gritaban que de ninguna manera podía salir a la calle así, casi enseñando los vellos del pubis.
Bien se sabe que no hay pecado del ombligo para arriba. Hay discotecas en las que una mujer no puede aspirar a nada si no lo exhibe. Una camisa larga es, en tal situación, el más terrible de los repelentes contra los hombres. En el juego de la seducción, el ombligo es una estrategia publicitaria: atrapa la mirada y la engancha en el epicentro del cuerpo. Pero tampoco es sólo una carnada visual: el hambre se despierta en la contemplación, pero se concreta a la hora de saborear. Hasta me atrevería a decir que no hay sexo oral si no se empieza por lamer con premeditación y alevosía el ombligo y sus alrededores. Hace tiempo que esto lo saben las mujeres que practican esa forma de masturbación umbilical que es la danza del vientre: si no consiguen lubricarse es porque no han bailado bien. Recién ahora me he dado cuenta de por qué me gustaba tanto bailar el hula-hula.
Cuando aún no sabía los beneficios que me reportaría en el futuro, ya le prodigaba hartos caprichos al mío: mi ombligo ha acogido en su orificio canicas, lápices, bolígrafos, chicles masticados y piedras de colores. En las horas de interminables conjugaciones verbales dictadas por alguna profesora llamada Norma o Gladys, yo lo adornaba con diseños que presagiaban ese tatuaje que nunca llegué a hacerme. Incluso mis primeras experiencias sadomasoquistas fueron a través del ombligo: insertaba una crayola y aplicaba un torniquete hasta procurarme un dolor exquisito. Por todo ello se deduce que el mío es hondo, y debo confesar que es una de mis partes preferidas. Mi madre siempre me ha recordado que mi tío, el médico –la primera persona que me vio–, puso todo su empeño para dejarlo bonito. No sé qué pensaría ahora él si supiera las perversidades a las que he sometido a su hondísima obra de arte.
Pero fue traumático descubrir que no todos gozan del privilegio de tener un ombligo hundido, cóncavo y continente. Para evitar esta desfiguración, durante la Edad Media se envolvía como momias a los recién nacidos, colocándoles una bola de plomo en la cicatriz del cordón. Fue un método usado hasta mediados del siglo pasado con bolitas de algodón, aunque, por la profusión de ombligos salidos, creo que debería retomarse. Compadezco a aquellos hombres y mujeres de ombligo nudoso, pues nunca podrán contemplar el deslizamiento de líquidos en ese pozo minúsculo ni servirle margaritas umbilicales a sus amantes. Tampoco podrán pintarle caras y hacerlo hablar para el sano esparcimiento de los juegos sexuales. Denuncio a todos los pediatras negligentes, desprovistos de sentido estético, que los han privado del derecho de ostentar un ombligo hermoso y profundo.
La única ventaja de tener el ombligo salido es que está a salvo de esa abominación que es el piercing. Admito que en el pasado traté mal al mío, pero no de modo tan tajante. He visto ombligos deliciosos, adheridos a cuerpos igualmente comestibles, arruinados por esas perturbaciones metálicas: me declaro partidaria del minimalismo umbilical. El aro arruina esa suavidad elíptica de la concavidad y echa a perder su discreta elegancia. Además, no me gusta encontrar algo duro y frío donde quiero olisquear, saborear y acariciar carne, de la más tierna que hay en el cuerpo. Como un cabello azaroso en la sopa, el piercing malogra la degustación. Pero eso no es lo que más me enfada. Atravesar una vara de metal por donde se ha insuflado la vida se me antoja terriblemente violento.
El piercing se acepta porque ahora el ombligo es un asunto público. Hasta que la civilización comenzó el moderno ritual de desvestirse –hacia la década del hippismo, el LSD y el peace and love–, enseñarlo era patrimonio exclusivo de las chicas malas. Era inconcebible verlo andando por la calle con total desparpajo. Aunque también durante el reinado pop de Madonna el ombligo permaneció aprisionado por esa moda infeliz de usar los pantalones a la cintura y las camisas hasta las rodillas. Era comprensible: su encanto resultaba muy delicado para una época consagrada a las telas sintéticas y el spray para el pelo. Y al ombligo no le quedaba más remedio que exiliarse en la playa.
Felizmente, en algún punto, la new age surtió efecto: los diseñadores dejaron los estimulantes y liberaron nuevamente el ombligo reciclando el hippismo . A mí me cayó a pelo –y creo que hablo por todos–, porque siempre me incomodó taparme el ombligo. Durante los años que me dejé vestir, mi madre se empecinaba en subirme los shorts, las faldas y los pantalones hasta la cintura, pero yo los sentía casi debajo del cuello. Rezongué y causé más de una pelea, hasta que aprendí el arte adulto de asentir por delante y hacer lo que me viene en gana por detrás. A mi madre la dejaba hacer a su gusto –incluyendo embutir mi camiseta dentro de los pantalones– y cuando llegaba al colegio me desharrapaba a mi antojo.
Entre los innumerables traumas horribles que el colegio trae consigo está el inculcar el pudor del torso, que sólo vale para las chicas. Por eso proclamo que la envidia del pene es absurda: si las chicas sentimos envidia de algo, es de la libertad que tienen los hombres de sacarse la camisa sin causar aspavientos. Me acuerdo, y nunca olvidaré, el enorme poder que sentí la primera vez que usé bikini en público. Allí estaban al descubierto mi ombligo y el contorno de mis senos sin tener que pedir disculpas. Creo que la recién adquirida libertad de enseñar el ombligo y tentar sin piedad a los chicos es de una divina justicia feminista. Allá las feministas de cuerpo triste que no piensen lo mismo.
Un texto de Silvia Sánchez di Martino
¿Hay algo más apetecible que un ombligo bañado en lo que sea, incluso en sudor, listo para morder? El ombligo da hambre y hay comidas que le deben todo a ese orificio de carne. La leyenda dice que un mesonero boloñés amasó la pasta «in mille e mille forme/ tentando d’imitare/ quel bellico divino e singolare» para inmortalizar en forma de tortellini la perfección del ombligo de Venus. Es decir: alguien consiguió convertir el ombligo en fideos, y ahora hay millones de personas en el mundo comiéndose esos divinos ombligos de Venus humedecidos en salsa roja o blanca. Eso lo sabe cualquier quinceañera de carnes tensas que se pavonea con esa maravilla de la moda que son los pantalones a la cadera. Lo sabía también mi madre, y más enojosamente mis hermanos, cuando me gritaban que de ninguna manera podía salir a la calle así, casi enseñando los vellos del pubis.
Bien se sabe que no hay pecado del ombligo para arriba. Hay discotecas en las que una mujer no puede aspirar a nada si no lo exhibe. Una camisa larga es, en tal situación, el más terrible de los repelentes contra los hombres. En el juego de la seducción, el ombligo es una estrategia publicitaria: atrapa la mirada y la engancha en el epicentro del cuerpo. Pero tampoco es sólo una carnada visual: el hambre se despierta en la contemplación, pero se concreta a la hora de saborear. Hasta me atrevería a decir que no hay sexo oral si no se empieza por lamer con premeditación y alevosía el ombligo y sus alrededores. Hace tiempo que esto lo saben las mujeres que practican esa forma de masturbación umbilical que es la danza del vientre: si no consiguen lubricarse es porque no han bailado bien. Recién ahora me he dado cuenta de por qué me gustaba tanto bailar el hula-hula.
Cuando aún no sabía los beneficios que me reportaría en el futuro, ya le prodigaba hartos caprichos al mío: mi ombligo ha acogido en su orificio canicas, lápices, bolígrafos, chicles masticados y piedras de colores. En las horas de interminables conjugaciones verbales dictadas por alguna profesora llamada Norma o Gladys, yo lo adornaba con diseños que presagiaban ese tatuaje que nunca llegué a hacerme. Incluso mis primeras experiencias sadomasoquistas fueron a través del ombligo: insertaba una crayola y aplicaba un torniquete hasta procurarme un dolor exquisito. Por todo ello se deduce que el mío es hondo, y debo confesar que es una de mis partes preferidas. Mi madre siempre me ha recordado que mi tío, el médico –la primera persona que me vio–, puso todo su empeño para dejarlo bonito. No sé qué pensaría ahora él si supiera las perversidades a las que he sometido a su hondísima obra de arte.
Pero fue traumático descubrir que no todos gozan del privilegio de tener un ombligo hundido, cóncavo y continente. Para evitar esta desfiguración, durante la Edad Media se envolvía como momias a los recién nacidos, colocándoles una bola de plomo en la cicatriz del cordón. Fue un método usado hasta mediados del siglo pasado con bolitas de algodón, aunque, por la profusión de ombligos salidos, creo que debería retomarse. Compadezco a aquellos hombres y mujeres de ombligo nudoso, pues nunca podrán contemplar el deslizamiento de líquidos en ese pozo minúsculo ni servirle margaritas umbilicales a sus amantes. Tampoco podrán pintarle caras y hacerlo hablar para el sano esparcimiento de los juegos sexuales. Denuncio a todos los pediatras negligentes, desprovistos de sentido estético, que los han privado del derecho de ostentar un ombligo hermoso y profundo.
La única ventaja de tener el ombligo salido es que está a salvo de esa abominación que es el piercing. Admito que en el pasado traté mal al mío, pero no de modo tan tajante. He visto ombligos deliciosos, adheridos a cuerpos igualmente comestibles, arruinados por esas perturbaciones metálicas: me declaro partidaria del minimalismo umbilical. El aro arruina esa suavidad elíptica de la concavidad y echa a perder su discreta elegancia. Además, no me gusta encontrar algo duro y frío donde quiero olisquear, saborear y acariciar carne, de la más tierna que hay en el cuerpo. Como un cabello azaroso en la sopa, el piercing malogra la degustación. Pero eso no es lo que más me enfada. Atravesar una vara de metal por donde se ha insuflado la vida se me antoja terriblemente violento.
El piercing se acepta porque ahora el ombligo es un asunto público. Hasta que la civilización comenzó el moderno ritual de desvestirse –hacia la década del hippismo, el LSD y el peace and love–, enseñarlo era patrimonio exclusivo de las chicas malas. Era inconcebible verlo andando por la calle con total desparpajo. Aunque también durante el reinado pop de Madonna el ombligo permaneció aprisionado por esa moda infeliz de usar los pantalones a la cintura y las camisas hasta las rodillas. Era comprensible: su encanto resultaba muy delicado para una época consagrada a las telas sintéticas y el spray para el pelo. Y al ombligo no le quedaba más remedio que exiliarse en la playa.
Felizmente, en algún punto, la new age surtió efecto: los diseñadores dejaron los estimulantes y liberaron nuevamente el ombligo reciclando el hippismo . A mí me cayó a pelo –y creo que hablo por todos–, porque siempre me incomodó taparme el ombligo. Durante los años que me dejé vestir, mi madre se empecinaba en subirme los shorts, las faldas y los pantalones hasta la cintura, pero yo los sentía casi debajo del cuello. Rezongué y causé más de una pelea, hasta que aprendí el arte adulto de asentir por delante y hacer lo que me viene en gana por detrás. A mi madre la dejaba hacer a su gusto –incluyendo embutir mi camiseta dentro de los pantalones– y cuando llegaba al colegio me desharrapaba a mi antojo.
Entre los innumerables traumas horribles que el colegio trae consigo está el inculcar el pudor del torso, que sólo vale para las chicas. Por eso proclamo que la envidia del pene es absurda: si las chicas sentimos envidia de algo, es de la libertad que tienen los hombres de sacarse la camisa sin causar aspavientos. Me acuerdo, y nunca olvidaré, el enorme poder que sentí la primera vez que usé bikini en público. Allí estaban al descubierto mi ombligo y el contorno de mis senos sin tener que pedir disculpas. Creo que la recién adquirida libertad de enseñar el ombligo y tentar sin piedad a los chicos es de una divina justicia feminista. Allá las feministas de cuerpo triste que no piensen lo mismo.