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Ver la versión completa : Sucesos (mujeres) que me inspiraron... (Escritos mios)



MARES
01/09/2005, 20:40
Natalia

Tomará algo más de tiempo ceder a los fuertes calmantes que me suministran aquí. Y no me tendrán tan fácil. Es esa enfermera con ojos de gato que se ve alterada e impaciente quien me tiene inquieto. He supuesto cuando me inyecta con aquel descuido premeditado y negligente y cruel, infligiéndome tremendo dolor en la vena del brazo, que trata de terminar conmigo. Queda expuesta cuando finjo estar dormido y ella murmura cosas indecibles sobre mí. La he oído desearme algún repentino malestar incurable, que me tuviera agonizante, y por ende a su merced, durante largo tiempo. No he mencionado que lo que me tiene hospitalizado es un cáncer. El cáncer que Natalia me provocó. Iré algo más atrás, a dónde Natalia apenas era visible. La conocí cuando buceaba en los arrecifes de San Francisco Arcángel, en Cancún. Al principio pensé que era una medusa salina engañosa, que al hacerse pasar por sirena-anguila, quería morderme y tragar mi piel, y hacerse un anillo con uno de mis ojos. Pero no. Resulto aquella idea muy absurda comparada con las verdaderas-perversas intenciones de Natalia, quien al verme no comenzó a cantar, sino a sacar uvas de su vientre y mandármelas directo a la boca entre la corriente del fondo del mar. E inmediatamente después de la octava uva, Natalia se hizo arena, que dentro del mar parece talco de humo. Pero dejó flotando entre las burbujas que provocó, un pequeño teléfono celular timbrando, que tomé deprisa y escuché a través de él la voz de un jet ultrasónico que me decía mientras mascaba algo que seguramente eran muéganos: No por tener mueca de aguacate, soy menos mujer que Judith, desesperada por querer y por rendirme a los pies cansados de un hombre-muertero, de adorarlo como una araña adora una vela titilante. No soy de oscuridad-maltratadora, sino de pecho de gorrión.
Entendí que Natalia no era sino mi amuleto de conciencia, y que con el tiempo se volvería una arracada que no saldría de mi oreja, la que por desgracia tengo sorda. El riesgo sería después que se apoderara de mis decisiones. Entonces sería yo embrión de girasol. Nada más peligroso para un hombre que ser terminante primer eslabón en una cadena alimenticia de barracudas-puma.
La conclusión a la que llegue era sólida y creíble, hasta que la voz dijo: Fin del mensaje. La llamada tuvo un costo de veintidós pesos con quince centavos, y será cargada a su recibo telefónico del mes siguiente. Si desea hacer otra llamada, oprima 1. Si desea remarcar al número telefónico anterior, digite 2. Si desea... Colgué de inmediato. La voz de una operadora. Eso había sido. Mi botón de orquídea era una empleada de traje sastre, peinado recogido y sombra café en los párpados, detrás de una computadora con un teléfono manos libres prendido de la oreja, conectando llamadas a través de todo el cosmos. O el caos. Visión tan aterradora nubló mi vista como tinta de pulpo, y de repente comencé a sentir la falta de oxigeno. El tanque estaba vacío y yo pisando el fondo del mar. Recogí unos cuantos diamantes y llaves de secretos. Y nadé a la superficie.



Alicia

Fue sencillo haber amasado aquella fortuna durante los setentas. En aquel entonces Carlos sabía que una
9 Mm. era algo irresistible para la mayoría de Mimos-Ejecutores que conocía. Un socio en Beirut, Alicia, le enviaba las armas escondiéndolas entre las alas de las arpías-delfín, en una bolsa envuelta en cinta de aluminio debajo de los trenes de aterrizaje, en complicidad con un amigo del aeropuerto del Líbano y otro del aeropuerto de Praga. Uno más en el de Londres, y el ultimo en el de la cuidad de México. Por partes iguales se dividían los rubíes producto de su negocio. El negocio se detuvo cuando Alicia fue detenida en marzo del 85, al registrarse como paciente en un hospital de Madrid para aumentarse un par de tallas de busto. Supe que había salido de prisión, que se había casado y que se mudó a París. De hecho supe más: que la recuperación de su operación no fue exitosa y los implantes se le reventaron y hubo que operarla de gravedad, que su esposo la dejo por esa causa y que se había tomado un frasco entero de barbitúricos que ni la han matado pero sí la dejaron trastornada, viviendo en una casa de asistencia en Rue de l’Industrie número 15. Cerca del aeropuerto, escuchando los aviones aterrizar, atrayendo recuerdos, sola y en silla de ruedas. Viviendo de una pensión miserable que le otorgo el ex esposo. Nada más. Me hubiera gustado volver a verla y recordar con una botella de buen coñac aquellos tiempos, y hacerle el amor a las cicatrices de su pecho. Pero me duele saberla herida desde lo profundo, donde nada puede aliviarla.
Heather era una parte esencial en el trabajo. La recuerdo de una manera; botas con tacón altísimo, pantalones negros, cabello teñido de azul cobalto y un piercing en la ceja derecha, disimulando una cosa nada más: Que era guapísima. Dejaba correr el rumor en las cantinas donde se reúnen hoy todavía las bandas de mafiosos gringos o norteños o canadienses para arreglar negocios, que un contacto de confianza, a quien ella indiscutiblemente se había cogido y no él a ella, tenía un embarque de espadas-taladro para vender. Y tan pronto la escuchaban, surgían enamorados para Heather, queriendo robar su corazón informador. La venta se cerraba casi siempre en las recamaras de los jefes de las bandas, en residencias ostentosas, no lujosas ni elegantes, o dentro un auto blindado, siempre desnuda, excitada, volviéndose una empresaria exitosa desde muy joven.
Heather nació en Ámsterdam, y emigró a México con su madre partera, cuando aquella clínica sin permiso de intervenir fue descubierta por la INTERPOL. Vivió hasta los diez años en Comala, al lado de hormigas-rata y ancianos de traje de pana café que cantaban afuera de sus casas humildes canciones-coplas de su fallida revolución. La madre de Heather, Cenicienta, murió al caer a un pozo de donde trataba de sacar un poco de Peñafiel de toronja para la comida. Tenía 39 años, ojos violetas, pantalones a rayas, y muy pocos sueños por cumplir. Murió dentro de aquel pozo ahogada en Peñafiel, porque no sabía existir, porque nadar si sabía.
Heather quedo sola y sin comer aquel día. Dejó pasar unos meses, y cuando despertó en un panal, desnuda, con 19 años, cubierta de miel y tan hambrienta, comenzó a vender cascabeles y coralillos en la orilla de la carretera a Manzanillo. Las iguanas no, porque le decían que eran hadas. Los armadillos no, porque eran esclavos de los coyotes y se desataría una guerra. Pero no contempló nunca los alacranes. Los alacranes le daban miedo. Más miedo que toda otra cosa en el universo entero. La casa de Heather era un hotel para los fantasmas y los recuerdos. Y un día tomo sus serpientes y pidió aventón en la carretera. Esa tarde de febrero la guerra entre coyotes y armadillos abrió los desiertos y los oasis, y Comala se volvió un aguerrido cruzar de balas. Hasta el presidente, el General Díaz, tuvo miedo de intervenir. Ahora todo camión que va hacia Comala, va en realidad a Nuevo Infierno, Tamaulipas: Zona en conflicto. Heather llegó a La cuidad de México un miércoles. Se instalo en el Hotel Bammer, en la alameda, mientras encontraba algún trabajo como alquiler de buena-mala fortuna, que era todo lo que sabía hacer. Le dieron la habitación 123 en el cuarto piso. A Carlos le dieron la 456, un piso más arriba, el jueves por la mañana.