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Ver la versión completa : LA MALDAD



apostolvs
26/01/2004, 07:56
Conozco a cierto hombre que se encuentra en graves aprietos laborales a causa de la maldad de sus compañeros de trabajo. Para abreviar, simplemente decir que tras diez años en la empresa, algunos de sus compañeros , quizas movidos por sus deseos de hacer "méritos" ante la dirección de la empresa, o quizás alentados por la misma empresa, le han urdido un complot para hacer que lo despidan.
Lo más sorprendente es la perplejidad del afectado. Lleva varios años trabajando con estos mismos compañeros, y le cuesta creer que alguien pueda ser tan malvado como para hacer algo así. De hecho, le cuesta comprender el concepto del mal. En sus esquemas mentales no encaja que alguien pueda ser tan malvado como para urdir una traición como esta: desacreditarlo públicamente, hacer que lo despidan y, prácticamente dejarlo en la mendicidad, pues carece de otros medios de vida.

Pero la realidad no admite dudas. El hecho objetivo es que le han tendido esta traición y su puesto de trabajo corre grave peligro. Sorprendido está también de lo repentino de los hechos. A pesar de las relaciones cordiales que llevaba con sus compañeros, de la noche a la mañana se encuentra con tamaña papeleta...

A mi, estos hechos, me recuerdan a Judas. Siempre me pregunté como era posible que un hombre en sus cabales, viendo todos los milagros, los signos extraordinarios, y oyendo la Palabra diáfana del Mesías, pudiese, finalmente, traicionarlo por unas miserables monedas. Resulta sorprendente, pero compruebo que en la actualidad la historia se repite.

De la misma forma que le pasa a mi amigo, Judas actuó repentinamente, aúnque no pilló por sorpresa a Jesús:

"¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo? (Lc 22:48)"

Al llegar a este punto, muchos dirán que el diablo no existe, que es un mito. Pero esto no es más que una dificultad de la mente humana para comprender la maldad.



Alguien ha dicho que incluso el más encarnizado de los pecadores dedica más tiempo a hacer cosas buenas o indiferentes que cosas malas. En otras palabras, que siempre hay algún bien incluso en el peor de nosotros. Es esto lo que hace tan difícil comprender la real naturaleza de los demonios. Los ángeles caídos son espíritus puros sin cuerpo. Son absolutamente inmateriales. Cuando fijaron su voluntad contra Dios en el acto de su rebelión, abrazaron el mal (que es el rechazo de Dios) con toda su naturaleza. Un demonio es cien por cien mal, cien por cien odio, sin que pueda hallarse un mínimo resto de bien en parte alguna de su ser.

Judas y su traición formaban parte del plan salvífico anunciado por los Profetas del Antiguo Testamento. Algunos pueden pensar que de alguna forma, Judas fue inducido a la traición por su ignorancia o por algún otro motivo que no fuese la pura maldad, sin embargo, la Escritura nos indica que sabía perfectamente lo que hacía. Incluso el propio Jesús, que conocía sus pensamientos, lo advirtió severamente de las nefastas consecuencias del mal:

¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido. (Mt. 26:24)

Pero ni las advertencias del Mesías, ni los signos milagrosos que él mismo presenciaba, ni toda la Sabiduría que escuchaba pudieron contrarrestar esa tendencia demoledora hacia la maldad que anidaba en Judas.

La maldad, tendencia tan misteriosa, y casi siempre oculta, pero real. Oculta ante nuestros ojos, porque:

Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. (Jn 3:20)

El malvado sabe que hace mal, es perfectamente consciente de ello, y permanecer oculto forma parte también de una estrategia para incrementar la magnitud del mal causado. Es evidente que si mi amigo pudiese vislumbrar los pensamientos que ocultaban sus compañeros de trabajo, seguramente habría tomado alguna medida preventiva. Pero la traición lo pilló tan sorpresivamente, que ya el mal estaba consumado sin que pudiese siquiera reaccionar.

La maldad parece una tendencia irreprimible en alguna gente. Es el caso de esas personas que semejan disfrutar causando daño en los demás. Si ven una casa hermosa, la incendian; si ven a un perro durmiendo, lo apalean; si ven a un niño alegre, lo hacen llorar; si se encuentran una flor bella, la pisotean...

Es una especie de goce malsano en el mal ajeno que los lleva a provocar toda la maldad que puedan causar.

Conversando con alguna otra gente, me encuentro de nuevo con esta sorpresa ante la existencia del mal. De hecho, muchos afirman que el mal es un mito, que no existe más que en la imaginación de la gente, o que, en todo caso, se trata de personas enfermas.

Confieso que alguna vez estuve adherido a este tipo de convicciones, pero la realidad tan activa y manifiesta de los malvados me ha desengañado definitivamente. El mal nos rodea. A todas horas del día, con poco que uno se esfuerce, descubre los signos del mal: homicidios, robos, traiciones de todo tipo, insultos, mentiras, odios, blasfemias, etc.

Algunos podrían pensar que se trata de personas enfermas, con sus facultades mentales trastornadas, pero la realidad no confirma este punto. En primer lugar, la maldad está enormemente extendida entre la humanidad. De hecho, sólo un Hombre, Jesucristo, se vio libre de todo pecado. El resto, en mayor o menor medida, caemos en la maldad. Si la maldad fuese una enfermedad, la humanidad entera -a excepción de Jesús- estaríamos enfermos.



En segundo lugar -y esto es quizás lo más espantoso- los malvados son personas perfectamente lúcidas. En cierta ocasión, vi en la TV un reportaje sobre un asesino en serie. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, dedicado al asesinato por encargo desde que tenía unos veinte años. Asesinó a tanta gente que ya no podía ni recordar el número. Decenas de personas fueron masacradas por él utilizando los métodos más variados. No faltaban tampoco detalles aún más truculentos, sobre como descuartizaba a sus víctimas y las congelaba. Se trata sin duda de un caso extremo, pero real. Los psiquiatras coincidían en que era perfectamente consciente de lo que hacía. Sabía que estaba mal, PERO NO LE IMPORTABA. Otro tanto podría decirse de los criminales que asesinaron, sin inmutarse siquiera, a millones de hombres, mujeres y niños en las cámaras de gas. Estos son casos límite, pero que muestran claramente el nivel de maldad que puede alcanzar cualquier persona normal, incluso un padre de familia, con hijos pequeños, si tiene inclinaciones hacia el mal y encuentra una situación favorable para realizar sus designios.

Porque, como se dijo, el malvado se oculta como estrategia para aprovechar el factor sorpresa y así provocar un mayor daño. Y este ocultamiento ofrece la impresión de que los actos de maldad son sólo hechos esporádicos, lejanos, y excepcionales.

Pero ésta no es la realidad. La maldad es constante, es tan habitual que ya ni siquiera nos damos cuenta de que hacemos el mal. Pensemos por un momento en las maldades de palabra que cometemos a lo largo de un día. Cuantas mentiras, cuantas palabras perversas acerca de otras personas, palabras despectivas, insultos, blasfemias... Y cada una de estas palabras malvadas segrega un poco más de maldad en nuestro entorno. Cada mentira, aún la menor, provoca una reacción negativa. Cada insulto provoca un poco más de odio. Cada blasfemia nos aleja más de Dios.

Es un efecto de acción-reacción. El mal engendra más maldad.

Podemos pensar por un momento lo que puede estar pensando mi amigo acerca de sus compañeros de trabajo. Quizás el odio contra ellos ya domine sus pensamientos. Y este odio perdudará hasta que consiga equilibrar el daño que le han causado. Y así se acumula odio sobre odio, malos pensamientos, malas palabras, malas acciones, maldad sobre maldad.

A muchos les puede parecer exagerado todo esto, pero la experiencia confirma que incluso el menor acto de maldad puede tener consecuencias catastróficas. La historia nos muestra como un crimen puede encender la mecha que provoque millones de muertes. La Primera Guerra Mundial se originó por el asesinato de dos personas: los herederos de la corona Austro-húngara. El resultado fueron unos quince millones de muertos en todo el mundo.

Sin llegar a estos extremos, podemos comprobar a diario como un simple acto de maldad, una palabra dicha con desprecio sobre otra persona, puede provocar tal odio que esas dos personas no vuelvan a dirigirse la palabra en el resto de sus vidas, y esto sin contar con el inevitable rosario de rencillas, disputas y maledicencias que genera esta situación.


Es más, un simple pensamiento malvado puede arruinar la existencia de mucha gente. El caso típico lo tenemos en los adulterios. Es incalculable el daño que hace un simple pensamiento adúltero, y no digamos si finalmente se consuma. Por poner un ejemplo, conozco el caso de cierta mujer que por un adulterio abandonó a sus nueve hijos. Finalmente ella también fue abandonada por su amante, y, como era más que previsible, ni su marido ni sus hijos quieren volver a verla ni en pintura. Es más, sus propios vecinos, que conocen el caso, no pueden mirar para ella sin sentir franco desprecio... y aún hay más consecuencias que no voy a relatar. Y todo esto tuvo su origen en un pensamiento adúltero que muchos, en esta época degenerada, considerarían incluso "banal". Después de todo esto, ¿alguien tiene dudas aún de por qué resulta tan abominable el pecado? ¿por qué Dios envió a Su Hijo para que fuese en todo un hombre EXCEPTO en el pecado?

El mal, incluso el más ínfimo, resulta abominable a los ojos de Dios. Jesús nos recomendó encarecidamente alejarnos totalmente del mal:

Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. (Mt 5:48)

Dios conoce nuestras debilidades. Sabe que podemos fácilmente caer en el mal, y por ello nos ofrece Su ayuda. La oración es la mejor arma para evitar la tentación del mal. Dios está dispuesto a perdonarnos, si queremos aceptar Su perdón. Pero respeta nuestra libertad y no impone Su perdón, a los pecadores, únicamente lo ofrece a aquellos que se arrepienten y quieren aceptarlo. El resto, el que se niega a arrepentirse y prefiere seguir aferrado a la maldad, que no dude que permanecerá hundido en la más absoluta maldad por toda la eternidad.

pax

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