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Juan Pablo
30/07/2003, 18:53
Por Rodrigo Fresán
UNO Entrar en un bosque para perderse, para ya no salir de allí, es uno de los lugares comunes y más transitados de la memoria humana. Allí –entre el rumor de las hojas y el rugido de los animales– es cuando por primera vez se nos enseña y aprendemos lo que es el peligro y el miedo. De golpe y por escrito –y en la dulce voz de nuestra madre o nuestro padre– descubrimos que el mundo exterior está lleno de ogros malvados, lobos feroces, lugartenientes impidiadosos. Es en el bosque donde, siempre, los cuentos de hadas se convierten en historias de brujas.
Y tal vez en todo esto pensaba el microbiólogo inglés David Kelly cuando días atrás comprendió que sabía demasiado y se internó en el bosque de las afueras de Abingdon llamado Harrowdown Hill. “Voy a dar una vuelta”, le dijo a su mujer. Pero Kelly iba de ida.

DOS ¿Se apoyó contra el tronco de un árbol centenario antes de abrirse las venas? ¿Los oficiales lo encontraron con los ojos abiertos y una sonrisa triste? Nunca lo sabremos. No hubo foto de su cuerpo desangrado repartida a esa prensa que tanta presión ejerció sobre Kelly. Esa vista desde un punto elevado, una imagen casi pastoral: una tienda de campaña para que trabajen los forenses donde se lee POLICE, un automóvil civil, tres camionetas oficiales, y un par de anacrónicos policías a caballo.
Muy diferente, claro, fue el trato recibido por los tan mortales restos de Uday y say Hussein abatidos en “feroz batalla” luego que alguien descubriera que no estaba tan mal eso de ganarse treinta millones de dólares a cambio de una llamada telefónica. Allí estaban, allí los vimos: dos tipos peligrosos accediendo al infeliz final que suelen alcanzar los tipos peligrosos. Los rostros destrozados por el fuego de metralla, los cuerpos cruzados de viejas y nuevas cicatrices. El Pentágono & Co. decidió mostrarlos primero en versión justicia duradera o como se llame y, al día siguiente, convenientemente restaurados y prolijitos para que el mundo entero creyera de una buena vez que esos muertos eran quienes afirmaban que eran aquellos vivos. Semejante política necro-fotográfica –digna de aquellos tiempos del Far West donde los marshalls miraban y sonreían al pajarito y al buitrecito junto a sus cadáveres marca Wanted para así enseñar a los ciudadanos que la ley el orden habían vuelto a la región– ha despertado una comprensiva polémica. Para empezar, las fotos no son agradables de contemplar como suelen serlo todas las fotos de animales fallecidos en circunstancias violentas. Para seguir, el mismo Pentágono había puesto el grito en el cielo cuando el ejército iraquí había cometido el antiginebrino delito de enseñar filmaciones de soldados americanos caídos en batalla (las fotos y los videos de gente muerta no tienen grandes diferencias: nadie se mueve y nadie sale movido allí). Para terminar, la versión posmortem y funeralizada de Uday y say revolvió todavía más tripas: allí estaban el playboy peligroso y el torturador compulsivo mostrándonos un cutis de muñeca enferma, un aire de vampiros diurnos. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible? ¿Qué les habían hecho a esos dos dedicados hijos del Islam? Tengo que confesar que lo más “divertido” e “interesante” de todo eran las filmaciones noticieras en que se veía a iraquíes conversando en bares de Bagdad, mirando las postales de esos dos fiambres súbitamente acaramelados, para enseguida ponerse a discutir con el vecino de mesa mientras se reían a carcajadas incrédulas. No entendí –por supuesto– lo que decían; pero enseguida el locutor nos explicaba lo que podían estar diciendo. La cultura islámica –a diferencia de, por ejemplo, la viva y cadavérica estética de nuestro país fabricante de grandes muertos como Evita y el Che Guevara– no acostumbra difundir difuntos. No hay funerales maratónicos, mucho menos se los embalsama yacicala, y se los entierra enseguida. Y a otra cosa que la vida –y la guerra– continúa.
TRES Todo esto para decir que el fin de semana pasado un amigo me prestó la primera temporada completa de la serie de televisión Six Feet Under. Ya saben: la saga de la familia Fisher. Una tribu disfuncional de empresarios de pompas fúnebres creada para la cadena de cable HBO por Allan Ball –el guionista oscarizado de American Beauty– con modales que recuerdan a los de la novelista Anne “El turista accidental” Tyler. La serie es un prodigio de gracia, tempo dramático y actuaciones sublimes girando alrededor del credo con que los occidentales entendemos o intentamos entender esa cosa tan obvia como difícil de explicar que es la muerte. En Six Feet Under, los hermanos Nate y Dave Fisher se hacen cargo del negocio de su padre y cada uno de los episodios de la serie narra –en la planta baja de la casa– un deceso, un muerto a velar, una ceremonia fúnebre. La planta alta está reservada para la saludable y vital problemática de los Fisher que también incluyen una madre (Ruth), una hija y hermana (Claire) y –tal vez el más entrañable de todos– una suerte de camarada de batallas y oficio: el portorriqueño Federico “Rico” Díaz, maestro consumado en el arte de volver visible hasta al r.i.p. más difícil de presentar. Habiendo visto lo que los artistas fúnebres del ejército norteamericano hicieron por Uday y say –¿no suenan sus nombres a uno de esos tristes dúos cómicos?– puedo asegurar que Rico los hubiera dejado muchísimo mejor para la hora de eso que los consumidores de funerales de U.S.A. llaman viewing. Es decir: la contemplación del cadáver. Y uno de los temas recurrentes de Six Feet Under es el de si la familia quiere ataúd abierto o ataúd cerrado. La mayoría opta por la tapa levantada, por asomarse a los bordes del cajón como si se tratara de los filos de un precipicio. Se entiende: los soñadores americanos dudan de la muerte y necesitan verla despertarse y creerla; para los islámicos lo mejor empieza después del fin así que cuanto más rápido terminemos con esto, mejor; y para David Kelly la vida se convirtió en un sitio demasiado parecido al infierno. Y entonces –luego de entrar a un bosque– decidió hacer justicia por su propia mano y así enseñarle al mundo no un cadáver sino el vivo ejemplo de un hombre que prefirió morir en paz antes que ser enterrado –de aquí a un tiempo– con una mentirosa nariz mucho más larga de lo normal. Algo que ni el infalible Rico podría haber disimulado a la hora de mostrar el muerto



Zurdito...