cafe20
29/11/2002, 03:06
Solo una cita, solo eso..
"..Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso. Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos, hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó tendida inmóvil. Mucho tiempo estuve mirándola.
Por último sentí un estremecimiento, como si despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja. Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar. Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un poco de carmín sobre una cara de muerto. Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban, ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío de muerte del espacio universal?"
Herman Hesse, El Lobo estepario
***
"..Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso. Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos, hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó tendida inmóvil. Mucho tiempo estuve mirándola.
Por último sentí un estremecimiento, como si despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja. Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar. Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un poco de carmín sobre una cara de muerto. Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban, ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío de muerte del espacio universal?"
Herman Hesse, El Lobo estepario
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